Con cuatro años de edad no pude entender por qué mi vecino detestaba mi presencia. Un día me vio en la puerta de mi casa, estaba el ganchillo puesto y yo miraba hacia el corredor, por una hendija. Se acercó con una sonrisa y dio aquel portazo aplastando mi dedo meñique y deformándolo para toda la vida.
Mi madre, en sus trajines de la cocina, fue a mi encuentro y ya no había nadie en el pasillo sólo mi llanto y el silencio de las paredes pudieron testificar.
Con el dolor desesperado en mi dedo meñique, repetía: “El Señor Alberto”.
Una acusación por parte de mi familia precedieron los actos, luego la cita ante un tribunal que me hizo mencionar a Alberto, nuestro vecino colindante, quien siempre se mostró hosco ante mi presencia y nunca tuvo un gesto amable hacia mis padres.
Aquel edificio fue construido con mucho lujo, sus apartamentos son de doble piso con escaleras y piso de mármol. Baño en cada una de las habitaciones y entrada independiente para los criados de la casa. En él vivieron personas de la clase media con aspiraciones de escalar hacia los escaños más alto de la sociedad.
Vivimos en aquel inmueble después del triunfo de la Revolución, porque mi padre combatió en la Sierra Maestra y procedía de una familia de muy escasos recursos en Santiago de Cuba. Su destino era parecido al de todos los niños pobres: realizar los trabajos más duros y difíciles para sobrevivir al hambre y a la miseria.
Sin embargo, su cometido cambió el primero de enero de 1959. Alcanzó el nivel universitario y se jubiló siendo un oficial militar. También pudo ver a sus hijos con títulos académicos en la mano.
No hubo una sanción, ni un castigo para el Señor Alberto. Fue difícil demostrar su odio hacia los negros. Sólo la maldición de mi madre, descendiente de los lucumí y pichón de haitiana hizo justicia. Sus palabras fueron: -“Vendrás a mi puerta a pedirme comida”.
El Señor Alberto quedó solo. Su familia emigró hacia Estados Unidos y no lo llevaron por ser anciano. Quienes vivieron con él hasta su muerte poco le importaba un viejo narrando anécdotas de condes y marqueses que no existían, y murió allí, en el cuarto de los criados ansiando un poco de paz para su alma.
Nuria Barbosa León, periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
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