En un agónico desenlace, las autoridades de la Unión Europea y el Reino Unido arribaron a un acuerdo en las vísperas de Nochebuena sobre cómo serán las relaciones entre ambos luego de formalizado el Brexit. Se trató de una negociación contrarreloj, ya que la fecha límite para establecer las nuevas normas de intercambio era el 31 de diciembre. Si no hubieran llegado a una resolución, desde esa fecha el comercio entre la isla y el continente se hubiera regido por las normas de la Organización Mundial de Comercio (OMC), con los aranceles correspondientes, lo que hubiera significado un drama mayúsculo y pérdidas económicas significativas para ambas partes. La consonancia lograda, con todo, no desdibuja las perspectivas de crisis, tanto políticas como económicas, que se vislumbran en el horizonte. El nuevo marco de transacciones comenzará a regir desde el 1° de enero, aunque reste aún la aprobación del Parlamento británico y del europeo.
Un acuerdo que defrauda a todos
El primer ministro británico, Boris Johnson, anunció exultante la concreción del acuerdo comercial con la Unión Europea como la consumación de la “recuperación de la soberanía”, la cual habrían buscado los británicos al votar por estrecho margen (52%) la salida del club europeo en 2016. Los nuevos marcos establecidos, sin embargo, distan de la pretensión de Johnson. El acuerdo implica la mantención por parte del Reino Unido de los estándares ambientales y de legislación laboral comunes a los establecidos por la UE, así como el compromiso de no implementar subsidios o dumping so pena de imposición automática (solo 20 días de plazo para que entren en vigor) y unilateral de sanciones económicas y aranceles por parte de Bruselas.
Para el continente, el sentido de esta imposición es impedir la competencia desleal por parte de su nuevo vecino. Como contrapartida, el comercio entre ambos y el acceso del Reino Unido -un mercado de 450 millones de habitantes- permanecerá sin arancel alguno. Se trata, en este sentido, del acuerdo de libre comercio más abierto que haya suscrito la Unión Europea. Sin embargo, el hecho de que pase a tratarse de un intercambio entre dos entidades políticas separadas implicará trabas burocráticas inherentes a cualquier acción comercial, lo que aumentará los tiempos y costos operativos.
La resolución de la espinosa cuestión de la pesca, con escaso peso económico pero significativa simbólica y políticamente, especialmente en las localidades costeras, ha dejado un sabor amargo a ambos lados. Los pescadores británicos deberán seguir compartiendo la faena con sus pares comunitarios que, sin embargo, estarán obligados a reducir su cuota de capturas en un 25% en un plazo de cinco años, para luego pasar a negociar los nuevos porcentajes de manera anual.
Uno de los aspectos más gravosos para el Reino Unido es que la libertad para intercambiar mercancías establecida en el pacto no es trasladable a los servicios financieros, la principal actividad económica británica, para los que regirá una frontera en todo sentido. Al día de la fecha, la mayor parte de las empresas que operan en la Unión Europea radican su actividad financiera en la city de Londres, y se espera un traslado masivo de operaciones a otros mercados bursátiles como París o Frankfurt. Solo contemplando los efectos del Brexit se calcula una caída acumulada de 4 puntos porcentuales para el PBI británico en quince años (The New York Times, 24/12), lo que se suma a los efectos de la pandemia y la crisis mundial, que en el Reino Unido se ven reflejados en una caída del PBI del 11,2 en 2020 (Infobae, 1/12).
La Unión Europea , por su parte y a pesar de las condiciones del tratado, no podrá evitar tener que lidiar con un competidor en su propio vecindario. Con todo, la idea de una implantación dinámica del Reino Unido en el mercado mundial (“Global Britain”) -que el chauvinismo agita de la mano de la intención de que los británicos vuelvan a jugar un papel internacional protagónico por su propia cuenta-, no pasa de una ilusión en el marco de la agudizada guerra comercial entre los grandes jugadores: Estados Unidos, China y la propia Unión Europea. La deriva con la que Johnson y los conservadores vienen piloteando el Brexit apunta a recostarse en un mayor acercamiento con Estados Unidos, con lo que la perspectiva más segura es que Gran Bretaña termine fungiendo de segundo violín de la potencia norteamericana.
Disgregación política
La economía no es lo único en juego con los acuerdos, sino que se han generado los embriones de importantes choques políticos. La cuestión de la unidad de Irlanda y del lugar de cada país constitutivo del Reino Unido (Gales, Escocia, Inglaterra e Irlanda del Norte) se ha reavivado con el Brexit y su culminación. La ministra principal escocesa del nacionalista SNP, Nicola Sturgeon, viene rechazando el Brexit y anunció la necesidad de una Escocia independiente en el marco de la Unión Europea. Una reciente encuesta indica que, de realizarse una nueva compulsa independentista, la secesión se impondría por un margen de 16 puntos (AFP, 27/12). En Escocia se impuso el no a la salida de la Unión Europea por amplio margen (62%) en el plebiscito de 2016.
La mayor de las crisis políticas se incuba en Irlanda, ya que en Irlanda del Norte también ganó el No en el plebiscito. El acuerdo con la Unión Europea establece el respeto a los “acuerdos de paz del viernes santo” de 1998, que levantaron la existencia de todo tipo de frontera entre los dos Estados existentes en la isla irlandesa, por lo que la frontera con el mercado común europeo (la República de Irlanda) y el Reino Unido pasará a ser marítima. Con esta resolución se establecerá una suerte de aduana y frontera comercial entre Irlanda del Norte y el resto del Reino Unido, lo que provoca escozor entre los partidarios de la permanencia norirlandesa dentro del Estado monárquico británico. Para los republicanos (los defensores de la unidad de Irlanda), la lucha por la emancipación del Reino Unido recobra bríos debido al Brexit.
Por una salida de los trabajadores
La crisis mundial y sus consecuencias decantaron en el Brexit y mostraron la inviabilidad dentro de los márgenes del capitalismo de cualquier tipo de superación de los marcos nacionales y de la disputa entre cada burguesía nacional como pretendieran los defensores de la Unión Europea. La salida nacionalista británica, así como las tentativas secesionistas dentro del Reino Unido (amén de la justeza del objetivo de una Irlanda republicana unificada), lejos de ofrecer un horizonte auspicioso, como proclamaban sus promotores, amenaza conducir a Gran Bretaña a un mayor retroceso económico -e incluso, a un desmembramiento-, sin dar ninguna satisfacción a las necesidades populares. Por el contrario, harán pagar a los trabajadores los costos de la guerra comercial en la que están embarcadas las respectivas burguesías. En oposición a estas alternativas, cobra aún mayor actualidad la consigna de la unidad socialista de toda Europa.
Leandro Morgan