sábado, febrero 28, 2009

La Revolución perdida: Alemania 1918-1919


Es el caso de la revolución alemana de 1918-1919, una revolución absolutamente central y el destino de la cual ha marcado toda la historia del siglo XX. Alemania era uno de los estados más adelantados del momento, era la segunda economía industrial del mundo después de EEUU. La derrota de la revolución alemana trajo el aislamiento de la Rusia revolucionaria. Engendró el fascismo que 14 años más tarde se haría con el poder en Alemania, con Hitler al frente.
La Revolución alemana no fue un hecho aislado. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el 1914, una marea patriótica arrastró al conjunto de la izquierda, con pequeñas excepciones, a apoyar a sus respectivos gobiernos frente a los países supuestamente enemigos. Aun así, a medida que iba transcurriendo la barbarie bélica los centenares de miles de soldados muertos y la miseria que se iba acumulando en la sociedad generaba más y más descontento. Si los gobiernos no querían acabar con la guerra, el único camino era acabar con los gobiernos. Si los recursos de la sociedad eran absorbidos por el conflicto, los trabajadores debían movilizarse y organizarse para exigir su subsistencia.
Es así como desde finales de la Gran Guerra hasta entrados los años 20, uno detrás del otro, los diferentes países europeos estallaron en revuelta. Rusia en 1917, con una revolución que acabó primero con el Zarismo y que creó después un nuevo estado revolucionario fundamentado en los soviets. En el Estado español se vivió el “trienio Bolchevique” con una gran agitación huelguística entre 1918 y 1921. Un movimiento con huelgas de masas recorría Gran Bretaña a principios de 1919, con situaciones insurreccionales en algunas ciudades. En Budapest se proclamaba una república soviética en marzo del mismo año. Los consejos de trabajadores se extendieron por las ciudades industriales de Italia entre 1919 y 1920 con ocupaciones de fábricas.
Se trata de una situación que Lloyd George, primer ministro británico, describía así a principios de 1919: “Toda Europa está invadida por el espíritu de la revolución. Hay un sentimiento profundo, no de descontento, sino de furia y revuelta entre los obreros contra las condiciones existentes antes de la guerra. Todo el orden político, social y económico se está poniendo en entredicho por las masas de la población de un extremo al otro de Europa”. Alemania era el eslabón clave en esta situación revolucionaria internacional.

El impacto de la guerra

Pocos años antes de 1918 nada hacía pensar que pudiera haber una revolución en Alemania. El último estallido revolucionario había sido 70 años antes, en 1848. La expansión económica y un modelo político de compromiso habían traído a la incorporación dentro el sistema del movimiento obrero, con un Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) todopoderoso, con centenares de miles de afiliados, que si bien se autoproclamaba marxista y canalizaba las aspiraciones de prácticamente todos los obreros, cada vez estaba más instalado en el parlamentarismo. El nivel de huelgas era bajo, con una clase trabajadora acostumbrada a reformas que les hacían vivir cada vez mejor. Los revolucionarios espartaquistas, si bien contaban con figuras como Rosa Luxemburgo o Karl Liebcknecht, eran tan solo una pequeña minoría desorganizada dentro del SPD.
Cuando en 1914 se desencadenó la guerra todo empeoró con un giro patriótico hacia la derecha. Incluso el SPD, que había declarado “ni una gota de sangre de ningún soldado alemán debe ser sacrificada”, votó el 4 de agosto en el parlamento a favor de los créditos de guerra que pedía el gobierno. No sería hasta tres meses más tarde que un diputado del SPD en solitario, Liebcknecht, votaría en contra de nuevos créditos.
Pero poco a poco la guerra iba teniendo un impacto brutal a nivel económico y social. Durante 1915 y 1916 empiezan a haber manifestaciones pidiendo la paz, en un principio pequeñas pero cada vez más fuertes y contundentes. La presión fue creciendo y se empezó a movilizar a la izquierda dentro del SPD con una posición antiguerra. La dirección del partido no lo permitió y, a principios de 1917, expulsa los disidentes, que constituyen el Partido Socialdemócrata Independiente (USPD). El nuevo partido estará mucho más próximo al ambiente de lucha, pero sin romper con las concepciones de cambio gradual y parlamentario.
En noviembre de 1917, la Rusia revolucionaria aparece como un foco internacional. El gobierno soviético reclama un armisticio y empieza a hacer los primeros pasos para extender la revolución por todas partes, editando un diario, “La antorcha” que se distribuye con medio millón de copias entre los soldados alemanes.
En enero de 1918 una serie de huelgas recorre el Imperio austrohúngaro. En Viena se llegan a formar consejos de trabajadores.
Aprovechando esta coyuntura, los espartaquistas -los revolucionarios alemanes que también habían salido del SPD para formar el USPD- hacen un llamamiento para seguir el 28 de enero el ejemplo de los trabajadores vieneses. La huelga en Alemania tiene un enorme éxito, con 500.000 trabajadores implicados y una reunión de delegados de 414 fábricas. El gobierno no se puede permitir este desafío y a través del estado de asedio y la represión militar consigue decapitar el movimiento: se arresta a los líderes obreros y el 10% de los trabajadores de Berlín es enviado al frente.
La oposición a la guerra parece haber sido frenada. Pero el verano de 1918, una gran ofensiva alemana en el frente oeste empieza a sufrir serias derrotas ante la contraofensiva aliada. Ante el hecho de que toda la línea alemana está a punto de colapsar y la guerra empieza a parecer perdida, el Kaiser busca más apoyos a su gobierno creando una coalición en la que entra el SPD y que hará concesiones a los trabajadores y aliados, pero tan sólo para preservar la monarquía imperial.
En octubre, en un intento desesperado de continuar la ofensiva militar, el alto mando militar alemán manda a la flota a enfrentarse en Gran Bretaña. El 29 de octubre los marineros se niegan a ir a una muerte segura y rehúsan seguir las órdenes. Los marineros de Kiel se arman y recorren la ciudad, entran en contacto con los huelguistas del puerto y en un mitin masivo de 20.000 personas escogen un consejo de marineros que toma el control de la ciudad. Ha empezado la revolución.

La revolución de noviembre

Con sólo 7 días, la monarquía prusiana, que había existido durante 400 años, el imperio alemán, que se había mantenido durante 40 años, el efectivo ejército prusiano, que había garantizado el régimen durante 200 años... colapsan totalmente. El ejemplo de Kiel sirve de inspiración y se extiende como un reguero de pólvora, con grandes manifestaciones de soldados y trabajadores, huelgas y, lo más importante, la constitución de un poder desde abajo, los consejos.
En Hamburgo, la ciudad más grande del país, el 5 de noviembre una manifestación de 40.000 vota por una república de consejos de trabajadores.
Los marineros del norte van de ciudad en ciudad contagiando la epidemia revolucionaria.
Si el 7 de noviembre ya hay 18 ciudades bajo control de consejos de trabajadores y soldados, al día siguiente son una treintena, entre ellas las principales del país. Pero la capital, Berlín, permanece todavía tranquila.
El SPD de Berlín pretende que el Kaiser se resigne pacíficamente intentando evitar un estallido revolucionario. Como su líder Erbert dice: “A no ser que el Kaiser abdique, una revolución es inevitable. Pero no deseo ninguna. La odio como un pecado”. Al mismo tiempo, el USPD se resiste a convocar alguna movilización para no romper la unidad con el SPD. Pero entre los obreros va creciendo la impaciencia. Finalmente, el 8 de noviembre, delegados sindicales revolucionarios y miembros del USPD deciden sacar una octavilla con un llamamiento a la huelga general. Esta es seguida el 9 de noviembre en todas las fábricas al mismo tiempo que una enorme multitud toma las calles; por todas partes banderas rojas y grupos de soldados armados. La movilización está liderada por los delegados revolucionarios, miembros del USPD y espartaquistas, pero el SPD, aunque se oponga al movimiento, no se puede quedar al margen. El dirigente socialdemócrata Erbert intenta, a regañadientes, canalizar el ambiente dirigiéndose a las masas desde el balcón del parlamento y nombrándose nuevo primer ministro. Pero hasta que no proclama la república no consigue una ovación de la multitud.
Mientras esto sucede, en una escena paralela en la otra punta de la ciudad, el revolucionario Liebknecht, desde el palacio imperial realiza un discurso con un contenido muy diferente: “El día de la libertad está amaneciendo. Proclamo la libre república socialista de todos los alemanes. Todos los que queráis la revolución mundial, levantad vuestras manos”. Miles de manos se levantaron.
El 9 de noviembre el imperio ha caído. El poder efectivo de Alemania son los consejos de trabajadores y soldados. Aun así, los discursos de Erbert y de Liebknecht, simultáneos pero con intenciones muy diferentes, muestran que la revolución está lejos de ser finalizada y que apenas empiezan los problemas. La dicotomía entre “República” o República “socialista” está en marcha.

La erosión de la revolución

Una situación revolucionaria cambia radicalmente el mapa político. Aquello que en el pasado parecía ilusorio, se hace posible en un estrecho margen de tiempo. Aun así, hay elementos de continuidad con la situación anterior que llevan a contradicciones. De una parte, las masas movilizadas, entrando en política por primera vez en sus vidas, tienden a ver como un referente político a la organización que representaba mejor la oposición al régimen en el escenario anterior, esto es el SPD, aunque éste fuera absolutamente contrario a una revolución. Por la otra, la mayoría de los trabajadores y soldados movilizados creían posible combinar el nuevo poder de los consejos con las antiguas instituciones parlamentarias. Un estado obrero era para ellos posible sin destruir el estado existente. Ciertamente, no se trataba de un posicionamiento definitivo, la conciencia podía avanzar hacia una orientación nítidamente revolucionaria, pero era una cosa que requería tiempo, debates y, sobre todo, lucha.
La socialdemocracia se convirtió en la fuerza hegemónica dentro del movimiento revolucionario tras el 9 de noviembre. El 10 de noviembre se creó —imitando el ejemplo soviético nominalmente pero no en contenido— un “consejo de comisarios del pueblo” con una representación de 3 miembros del SPD y 3 de el USPD, si bien los primeros tenían de facto el control. Al mismo tiempo se convocó una asamblea con un delegado por cada 1.000 trabajadores o soldados. El SPD puso toda su maquinaria en funcionamiento para asegurar dominar la asamblea. Cuando esta se reunió, con 1.500 delegados, el mensaje de unidad fue utilizado como ariete contra las posiciones revolucionarías. El espartaquista Liebknecht, cuando avisó de que la revolución no había llegado a su meta y que había un peligro real de contrarrevolución, fue abucheado por una parte de la audiencia. La asamblea escogió la ejecutiva de los consejos de Berlín, donde dominaban los socialdemócratas: ¡aquellos que temían a la revolución estaban encabezando sus órganos!
Desde estos nuevos órganos revolucionarios el SPD se dedicó a ir erosionando la propia revolución, desmovilizando, frenando el poder y las atribuciones de los consejos, y abogando por llevar a cabo unas nuevas elecciones que “normalizaran” la situación. Como dejó claro el socialdemócrata Scheidemann: “Estoy completamente convencido de que la instauración permanente de consejos de obreros y de soldados significaría la caída más absoluta y segura del Reich”. Como dice el escritor alemán Sebastian Haffner, la socialdemocracia “con sus palabras seguían siendo revolucionarios (...). Con los hechos eran contrarrevolucionarios. En dos meses, el doble juego de Ebert y del SPD acabó en guerra civil”.
El punto clave para garantizar el orden establecido era conseguir restablecer las fuerzas militares y policiales. El socialdemócrata Erbert, con la ayuda del USPD presionó para conseguir poner otra vez las tropas bajo el mando de los oficiales y restringir los consejos de soldados a un rol consultivo y figurativo.
En diciembre las malas intenciones del SPD hicieron un paso más. Jugaron a mantener el orden establecido pactando con el Alto Mando militar: dos de los máximos dirigentes de este partido, Erbert y Groener, apoyaron la idea de enviar divisiones del ejército fuera de Berlín. A principios de diciembre diez divisiones, consideradas seguras y que habían conseguido mantener la disciplina, fueron enviadas a Berlín para acabar con el poder de los consejos antes del día 16, que fue cuando se había convocado el primer congreso de consejos de todo el país. Pero un golpe del ejército empezó a entrar en la capital. No pasó nada, los soldados estaban hartos de la disciplina y querían volver a casa. Además, si bien podían creerse parte de la propaganda “antibolchevique” contra los elementos subversivos, muy diferente era combatir para volver al régimen anterior cuando ellos habían votado por abolir todas las marcas de rango dentro del ejército y para volver a reescoger nuevos consejos de soldados. Así es como un ejército aparentemente sólido se deshizo como un terrón de azúcar en el agua. En quince días, ¡de 10 divisiones sólo quedaban 800 hombres!
El 16 de diciembre el congreso de consejos se pudo reunir. Pero el ambiente del congreso distaba mucho de la efervescencia vivida tras el 9 de noviembre. Se trataba de una asamblea muy ordenada, dominada por la gente del SPD y que recordaba incluso a sus congresos. El congreso de consejos marcó un nuevo paso para rebajar el peso del movimiento desde abajo. Adelantó las elecciones e impidió que tanto los consejos asumieran el máximo poder legislativo y ejecutivo como que el consejo central que se había escogido pudiera legislar provisionalmente hasta las elecciones. Aún así, las decisiones del congreso de mantener la república y supeditar al Alto Mando a los comisarios del pueblo, resultaba demasiado ofensiva para los oficiales del ejército y los poderosos del Imperio caído.
Ante el total desmoronamiento del ejército, el Alto Mando empezó un plan para recobrar una fuerza militar que le sirviera para acabar con la revolución: empezó en las afueras de Berlín el reclutamiento de Freikorps, unidades de combate disciplinadas y convencidas de su propósito.
La cabeza militar de Berlín, el socialdemócrata Otto Wells, a su vez empezó a trabajar par disolver la División Popular de Marina, la única división que se había mantenido sólida... pero que justamente estaba situada en el campo revolucionario. Wells retuvo los salarios. Y alrededor de esta cuestión empezó un pulso en el que se jugaba la propia existencia de la División Popular de Marina. Los marineros, ante la falta de la paga ocuparon todas las salidas de la cancillería y la central de teléfonos. En este punto los dirigentes socialdemócratas enviaron tropas desde Postdam y Babelsberg, fuertemente armadas y con artillería, para disolver la División de los marineros revolucionarios. A primera hora de la mañana del 24 de diciembre, las tropas regulares, claramente superiores, atacaban el palacio ocupado por los marineros. Cuando una multitud de trabajadores, mujeres y niños se acercó al lugar de batalla tuvo lugar un fuerte efecto desmoralizador para las tropas del gobierno. A lo largo de las horas algunos soldados se pasaron al bando revolucionario, al que también se añadieron trabajadores armados. Finalmente, las tropas abandonaron el combate. La reacción contrarrevolucionaria había vuelto a fracasar. A partir de aquí la única esperanza para Erbert y Scheidemann y la derecha eran los cuerpos de voluntarios, los Freikorps.
El choque en las calles tuvo consecuencias políticas. La actuación represora de la dirección del SPD empezó a ser cada vez más puesta en entredicho por los trabajadores, aun cuando la mayoría de estos continuaban sintiéndose socialdemócratas. El USPD, a su vez, rompió la coalición que mantenía, dimitiendo del Consejo de comisarios del pueblo. El 30 de diciembre, los espartaquistas, liderado por Liebknecht y Luxemburgo, hicieron el salto definitivo dejando un USPD que no llegaba a apostar por un movimiento de masas revolucionario y crearon el KPD, el partido comunista. Aún así el joven KPD sufría de falta de cohesión y de pocas fuerzas con sólo 3.000 miembros (y faltó sobretodo una importante capa de delegados obreros revolucionarios), lo que impedía estar a la altura de los desafíos que se acercaban.

El segundo estallido

El destino de la revolución alemana se decidió en una semana decisiva, la del 5 al 12 de enero.
La dirección socialdemócrata puso en marcha un nuevo pulso. Este golpe, fue la destitución de Eichhorn, la cabeza de la policía de Berlín, miembro del USPD y afín a los consejos de trabajadores y soldados. Esta destitución era una provocación para detonar un alzamiento apresurado del movimiento que pudiera ser decapitado.
Una simple manifestación convocada el domingo 5 de enero por los delegados obreros revolucionarios, USPD y los espartaquistas contra la destitución de Eichhorn conllevó un nuevo e imprevisto estallido revolucionario. Los trabajadores y soldados hartos de las maniobras de los dirigentes del SPD, respondieron con una enorme movilización. Ya desde primera hora de la mañana, una multitud tomaba las calles, con muchos de los participantes trayendo armas. Recuperando el espíritu del 9 de noviembre, la gente se empezó a organizar y pasaron a la acción espontáneamente: se ocuparon las sedes de las grandes redacciones de los diarios y las principales estaciones de trenes. Al atardecer se reunió de urgencia una representación de delegados revolucionarios, miembros del USPD, representantes de los soldados y del KPD. Llevados por la euforia del momento, constituyeron un Comité revolucionario y decidieron “emprender la lucha contra el gobierno hasta su derribe”. Al mismo tiempo convocaron una huelga al día siguiente gritando unirse a “la lucha para el poder del proletariado revolucionario”.
El lunes la huelga tiene un seguimiento enorme. La manifestación saca una multitud armada de 200.000. Aun así, la jornada acaba sin que suceda nada.
El Comité revolucionario era muy poco representativo, demasiado heterogéneo y amplio (con 53 miembros), e incapaz de dirigir una acción clara y rápida. Mientras los trabajadores y soldados ocupaban las calles, el Comité estaba reunido deliberando, una hora tras otra, hasta que al final del día las masas empezaron a devolver decepcionadas a casa. Se produjo un fuerte efecto desmoralizador. El Comité había sido incapaz de dar dirección a las movilizaciones, unas movilizaciones, que por su parte podían defender los consejos pero que tampoco estaban maduras para tomar el poder de forma definitiva y constituir un nuevo Estado revolucionario.
El papel de los espartaquistas o KPD había estado al mismo tiempo limitado y no coordinado, sin fuerza real para dar dirección al movimiento. Su influencia dentro del Comité revolucionario se reducía a dos miembros, uno de ellos Liebknecht. Por otra parte, Libeknecht había defendido la toma del gobierno en las reuniones del Comité al margen del partido. En cambio Rosa Luxemburgo se había opuesto al intento insurreccional.
Aun el fracaso de la jornada del lunes, todavía habría sido posible redefinir las movilizaciones y mostrar una posición de firmeza ante el gobierno que permitiera retroceder un paso sin peligro. En lugar de eso la desorientación reinó durante días.
Si bien la actuación de los KPD había sido menor, rápidamente el gobierno aprovechó para denunciar el alzamiento por espartaquista y emprender la acción necesaria para liquidar de una vez por todas a los revolucionarios que veía como una amenaza potencial muy grande. Como ya habían alertado los jacobinos “todo el que hace una revolución a medias cava su propia tumba”. Así es como el jueves 9 Erbert dio la orden de acabar con la revolución. Se enviaron nuevas tropas, entre ellas los Freikorps de extrema derecha, que empezaron a tomar militarmente día tras día más zonas de la ciudad hasta imponerse el 12 de enero. La contrarrevolución no tuvo los miramientos que había tenido la revolución. Se detuvo y maltrató a centenares de marineros y fusilaron a 12.
Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht permanecieron en Berlín, sin cesar su activismo, aun poniendo en peligro sus vidas. De forma premonitoria Liebknecht escribía el día 15: “Vivamos todavía nosotros o no, cuando se consiga, nuestro programa vivirá: será el reino de la humanidad liberada”. El 16 de enero Luxemburgo y Liebknecht fueron detenidos por el gobierno y asesinados, dándoles un golpe de culata en la cabeza y finalmene disparándolos.
La contrarrevolución había conseguido romper el movimiento revolucionario en Berlín cuando este estaba empezando apenas a desarrollarse. Durante las siguientes semanas una violenta represión se extendió por todo el país emulando lo que había pasado a la capital. El orden burgués volvía a reinar. Cuatro años más tarde, en 1923, un nuevo estallido revolucionario volvería a sacudir el país, pero se saldaría en una nueva derrota.

90 años después

El fracaso de la Revolución alemana dejó a la Rusia soviética aislada y precipitó su deterioro con el ascenso de Stalin. Como dijo Lenin el enero de 1918 “Es una verdad absoluta que sin una revolución en Alemania estamos condenados”.
La contrarrevolución del enero de 1919 a manos de los Freikorps marcó a su vez la ascenso de la extrema derecha, creando un sustrato del que se iría desarrollando hasta el partido Nazi. Toda la historia contemporánea de Europa habría sido muy diferente si la revolución alemana hubiera triunfado. Pero las derrotas, a veces más que las victorias, muestran lecciones de las que se puede aprender.
En primer lugar, la experiencia alemana mostró que la revolución era posible en uno de los países más desarrollados económicamente del planeta y con un juego parlamentario fuertemente instalado. En segundo lugar, una situación social establecida no se mantiene indefinidamente; las contradicciones del sistema acaban aflorando y lo pueden hacer de forma explosiva. La moderada Alemania de 1910 o 1913 hacía difícil predecir la revolución del noviembre de 1918. En tercer lugar, los hechos de 1918-1919 visualizan que no es posible mantener un poder de democracia directa con consejos de trabajadores y al mismo tiempo dejar funcionando al estado existente con sus instituciones. Uno y otro son incompatibles. Y el viejo orden utilizará todas las armas a su alcance para destruir el movimiento.
Por último, está la lección sobre la necesidad de contar con una fuerte organización revolucionaria. Que aquellas fuerzas políticas de izquierdas que abogan por mantener el sistema o aquellas que quedan indecisas sobre un cambio radical pongan todos sus esfuerzos en intentar moderar el movimiento es algo que siempre sucederá. Pero que exista una fuerza política que desafíe dentro el movimiento a estos partidos y empuje la revolución no es un hecho que se dé espontáneamente; una organización revolucionaria se debe construir y enraizar en el movimiento. Los espartaquistas se constituyeron en un Partido diferenciado el 30 de diciembre, tan solo 6 días antes del estallido de enero, sin ninguna base sólida para afrontar los acontecimientos. En comparación, el Partido Bolchevique de Lenin, había estado desarrollándose como una corriente propia durante 15 años antes de 1917.
En el mundo actual en crisis, en el que empezarán a ser muy posibles fuertes convulsiones políticas y sociales, la ausencia o existencia de organizaciones revolucionarías que puedan empujar los movimientos hacia una transformación real, aportando el aprendizaje del pasado, puede marcar la diferencia.

Joel Sans |
http://www.enlucha.org/?q=hiedra

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