martes, enero 21, 2014

Antonio Gramsci: la cultura y los intelectuales



En este joven solitario, sin afectos, sin alegrías, debe darse una gran
tortura interior, una disidencia terrible que lo ha conducido a hacerse,
interiormente, casi de modo inconsciente, apóstol y asceta. Su tortura ha
comenzado con sus condiciones físicas: es jorobado y está consumido
por enfermedades nerviosas. Ésta su vida constantemente pura y seria ha
hecho, desde luego, que en Turín, aunque no sea renombrado
públicamente tenga, empero, una influencia grandísima en todos los
ambientes socialistas y la sección turinesa siga sus directivas. Por él todos
los jóvenes socialistas tienen una admiración y una fe entusiastas.
Intransigente, hombre de partido, a veces casi feroz, ejercita su crítica
también en contra de sus compañeros, no por polémica personal o
cultural, sino por una necesidad insaciable de sinceridad. En el
partido cumple una función de verdadera moralidad.

Piero Gobetti, carta a Giuseppe Prezzolini
del 25/VI/1920, Carteggio. 1918-1922.

I

Antonio Gramsci (Ales, provincia de Cagliari, en Cerdeña, 1891-Roma, 1939) es el más grande pensador marxista que se haya dedicado al estudio del papel de la cultura y de sus creadores, los intelectuales, en la vida social, económica y política. Sus estudios, él mismo lo anticipaba, no pretendían ser de carácter sociológico, sino, precisamente, culturales e históricos (Quaderni del carcere, Einaudi, Torino, 1975, p. 1515). Ningún otro estudioso, de hecho, de ninguna tendencia ideológica o filosófica, ha aportado lo que Gramsci a la comprensión del rol que la cultura y la creación espiritual y, sobre todo, los intelectuales, desempeñan en la vida social en todos sus aspectos en el mundo moderno. Él es único entre los marxistas, porque ninguno se había ocupado de esta crucial temática. Y resulta único entre todos los que han estudiado los fenómenos culturales y espirituales de la sociedad, porque ninguno llegó a los hallazgos que él logró.
Gramsci jamás creyó en fatalismos materialistas o determinismos económicos. Para él, el mundo es el escenario de la vida social, en el que los hombres, con todas sus capacidades espirituales y todas sus energías naturales, actúan y crean su vida en sociedad. Los hombres, al actuar en el mundo, crean la cultura, que es la obra humana en la realidad natural. Pueden destruirlo todo, es posible; pero incluso eso es obra suya y no hay fuerzas ocultas en la naturaleza que lo obliguen a hacer lo que no quiere o él mismo no decide. Las llamadas fuerzas productivas de la sociedad, que los marxistas convirtieron en un fetiche con poderes demiúrgicos, no son sólo “cosas”, fuerzas ciegas de la naturaleza, sino y sobre todo, inteligencia aplicada, pensamiento organizado y voluntad de crear y de cambiar en la realidad.
Para Gramsci no es que existan, dualísticamente, por un lado, la realidad ciega y, por el otro, la inteligencia y el pensamiento organizado. Mientras el hombre exista, el pensamiento será siempre parte indisoluble de la realidad. Donde el hombre existe, éste forma parte de la realidad primaria y siempre será la fuerza motriz y dinámica de la realidad material. El pensamiento en abstracto, existente por sí mismo, es una necedad; la empiria que opera ciegamente es un sinsentido.
Estas ideas, por supuesto, las produjo Gramsci en su contacto con Marx y son fruto de su personal interpretación de las doctrinas del mismo Marx. Gramsci llegó a él gracias a Benedetto Croce y, también, a los escritos de Antonio Labriola, reputado introductor del marxismo en Italia. Croce, a su vez, llegó a Marx debido al hastío que el mismo liberalismo en el que había nacido intelectualmente le producía y porque, lo que él creía que era su fruto directo, la democracia, simplemente no lograba digerirla. Croce veía a Marx inextricablemente ligado a Hegel.
Pero lo que más repudiaba Gramsci, sobre todo el joven Gramsci, era el materialismo mecanicista y el positivismo del que, pensaba, el marxismo había sido una víctima propiciatoria. Para el pensador sardo, lo que Marx predica no es el materialismo, sino la acción de los hombres en la realidad y los hombres son, ante todo, seres espirituales, espíritu en acción. Todavía joven, llegó a escribir: “El comunismo crítico no tiene nada en común con el positivismo filosófico, metafísico y místico de la Evolución de la Naturaleza. El marxismo se funda sobre el idealismo filosófico, el cual, empero, no tiene nada en común con lo que ordinariamente se expresa con la palabra ‘idealismo’, o sea, el abandonarse a los sueños y a las quimeras caras al sentimiento, el tener siempre la cabeza entre las nubes, sin preocuparse de las necesidades y de las urgencias de la vida práctica. El idealismo filosófico es una doctrina del ser y del conocimiento, según la cual estos dos conceptos se identifican y la realidad es lo que se conoce teóricamente, nuestro mismo yo.” El joven Gramsci no reconoce en Marx a un filósofo: “Marx –escribía en efecto– no era un filósofo de profesión y, a veces, dormitaba él también” (Scritti giovanili. 1914-1918, Einaudi, Torino.)
Ese punto de vista cambió un poco con el tiempo. El pensador de Ales muy pronto reconoció que la obra de Marx y, en particular su concepción del materialismo histórico, era no sólo una filosofía con un rol que desempeñar en la cultura moderna, sino que era, además, la superación de todas las filosofías; “la parte esencial del marxismo –apuntaba– está en la superación de las viejas filosofías y también en el modo de concebir la filosofía, lo que se necesita demostrar y desarrollar sistemáticamente. Desde el punto de vista teórico, el marxismo no se confunde y no se reduce a ninguna otra filosofía; él no sólo es original en cuanto supera las filosofías precedentes, sino original, específicamente, en cuanto abre un camino completamente nuevo, vale decir, renueva de la cima al fondo el modo de concebir la filosofía” (Quaderni…) Ello no obstante, para Gramsci sigue siendo esencial en el marxismo su aporte cultural: la acción del hombre en la historia y su obra transformadora.
Se parte de la realidad, porque vivimos en ella, es cierto, pero eso es sólo un dato factual, necesario. Es cierto que formamos parte de esa realidad, pero es sólo el principio y no es lo más importante. Lo importante es que, estando en la realidad, actuamos sobre ella y la transformamos de acuerdo con nuestro pensamiento, con nuestras ideas. Estamos en (inmanencia), pero somos en. “Desde el punto de vista de la investigación histórica –dice Gramsci en el mismo lugar– se debe tomar en cuenta desde qué elementos Marx ha partido en su filosofar, cuáles elementos ha incorporado, volviéndolos homogéneos, etcétera; entonces se deberá reconocer que de estos elementos ‘originarios’ el hegelismo es el más importante relativamente, en especial por su propósito de superar las concepciones tradicionales de ‘idealismo’ y de ‘materialismo’. Cuando se dice que Marx adopta la expresión ‘inmanencia’ en sentido metafórico, no se dice nada: en realidad, Marx da al término ‘inmanencia’ un significado propio, lo que quiere decir que él no es un ‘panteísta’ en el sentido metafísico tradicional, sino un ‘marxista’ o un ‘materialista histórico’. De esta expresión ‘materialismo histórico’ se ha dado el mayor peso al primer miembro, mientras que debería ser dado al segundo: Marx, esencialmente, es un historicista.”
Gramsci era claramente acrítico del concepto del historicismo. Para él no se identificaba con el finalismo hegeliano ni de cualquier otro tipo. No era el fin al que la historia se encamina para su total culminación. Esta idea no tenía sentido para él. Hay aquí una reivindicación de un nuevo concepto de la historia: ésta no es más que el registro de la acción de los hombres sobre su realidad material en el tiempo. Es la obra humana en el mundo. Es el mundo de los hombres, el cual se significa por ser, ante todo, espíritu. “Se puede decir –escribía Gramsci– que la naturaleza del hombre es la ‘historia’ (y en este sentido, dado que la historia es igual a espíritu, que la naturaleza del hombre es el espíritu), si, justamente, se da a la historia el significado de ‘devenir’, en una ‘concordia discors’ que no parte de la unidad, sino que tiene en sí las razones de una unidad posible: por ello la ‘naturaleza humana’ no puede hallarse en ningún hombre particular, sino en toda la historia del género humano… mientras que en cada individuo se encuentran caracteres puestos de relieve por la contradicción con los de otros” (Quaderni...)
Si el hombre en el mundo es, ante todo, espíritu, fácil es colegir que la verdadera ley de la historia es la libertad. Ya el joven Gramsci había enunciado que “la libertad es la fuerza inmanente de la historia, que hace explotar todo esquema preestablecido”, de manera que “el desarrollo está gobernado por el ritmo de la libertad” (Scritti giovanili). El Gramsci maduro profundiza en el concepto y lo radicaliza hasta hacer del hombre el agente transformador de la historia. “Posibilidad –escribía– quiere decir ‘libertad’. La medida de la libertad entra en el concepto del hombre… En este sentido, el hombre es voluntad concreta, o sea, aplicación efectiva del querer abstracto o impulso vital a los medios concretos que realizan tal voluntad. Se crea la propia personalidad: 1) dando una dirección determinada y concreta (‘racional’) al propio impulso vital o voluntad; 2) identificando los medios que vuelven esa voluntad concreta y determinada y no arbitraria; 3) contribuyendo a modificar el conjunto de las condiciones concretas que realizan esta voluntad en la medida de los propios límites de potencia y en la forma más fructífera” (Quaderni…)

II

¿Qué es lo que el hombre produce en su paso por la vida en esa infinita realidad que lo circunda y en la que existe y vive? Es la cultura. Gramsci tiene muchos conceptos de cultura. Para él, por ejemplo, es todo lo que el hombre crea en su devenir en la historia; puede ser, también, un conjunto de reglas del comportamiento; además, un modo de ser de toda una sociedad, que incluye puntos de vista sobre la vida, apreciaciones de los valores que le son propios; también todo el catálogo de los hechos históricos que se signifiquen por la creación de obras de arte, ideas, creencias, religiones o todo tipo de expresión. Muy a menudo, el pensador de Ales se refiere en esos términos a la cultura. Pero él tiene un concepto mucho más dinámico y creativo de lo que es la cultura. En un escrito de juventud afirmaba: la cultura “es organización, disciplina del propio yo interior, es toma de conciencia de la propia personalidad, es conquista de conciencia superior, por la cual se logra comprender el propio valor histórico” (Scritti giovanili.)
Poco después, escribía: “Yo tengo de la cultura un concepto socrático; creo que es pensar bien, cualquier cosa que se piense y, por tanto, un optar bien, cualquier cosa que se haga. Y como sé que la cultura es ella también concepto basilar del socialismo, porque integra y concreta el concepto vago de libertad de pensamiento, del mismo modo quisiera que fuese vivificado desde lo alto, desde el concepto de organización.”En otra ocasión exponía: “Yo doy a la cultura este significado: ejercicio del pensamiento, adquisición de ideas generales, hábitos que deben conectar causas y efectos. Para mí todos son ya cultos, porque todos piensan, todos conectan causas y efectos. Pero lo son empíricamente, primordialmente, no orgánicamente. Por lo tanto, se tambalean, se abandonan, se ablandan o se vuelen violentos, intolerantes, rijosos, según los casos y las contingencias.” Más tarde, ya desde la cárcel, Gramsci reivindica de nuevo la cultura como “la potencia fundamental de pensar y de saberse dirigir en la vida” (Quaderni…)
La cultura es la historia o, mejor dicho, es la historia realizada, el fruto de la vida de los hombres y es, al mismo tiempo, el modo de ser de los hombres en la realidad histórica. No se puede existir sin cultura, sin ser cultos, sin crear culturalmente. Todos los hombres, a su modo, son cultos, pero todos en diverso grado. El hecho es que todos crean culturalmente. Pero no todos crean para siempre, für ewig, como diría Goethe (Lettere dal carcere.) No todos pueden hacerlo. La sociedad en su infinita diversificación se ocupa de crear y formar a quienes encarga de la función. Esos son los intelectuales.
Si bien los intelectuales forman una categoría social perfectamente distinguible por sus características particulares, ellos no forman una clase social por sí solos. Siempre se crean en el seno de otras clases y se desarrollan dentro de ellas. No es que necesariamente nazcan en la misma clase; los intelectuales son continuos migrantes de clases y pueden identificarse con cualquiera de ellas. Gramsci lo dice así: “Cada grupo social, naciendo en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, se crea al mismo tiempo, orgánicamente, uno o más rangos de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función no sólo en el campo económico, sino también en el social y el político” (Quaderni…) Se trata de un proceso interno de división del trabajo: los intelectuales se vuelven “orgánicos” al ocuparse del desarrollo de ciertos aspectos de la vida intelectual del grupo o clase. “Se puede observar –nos dice– que los intelectuales ‘orgánicos’ que una nueva clase crea consigo misma y elabora en su desarrollo progresivo, son en su mayor parte ‘especializaciones’ de aspectos parciales de la actividad primitiva del tipo social nuevo que la nueva clase ha alumbrado.”
Todos los aspectos de la vida social tienen su lado intelectual. La vida en sociedad es, en gran parte, vida intelectual. Por eso, Gramsci llega a escribir: “Todos los hombres son intelectuales…; pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales.” Se trata de una especialización en las diversas funciones del trabajo intelectual. Esas funciones son de una gran diversidad y la especialización de los individuos muestra el grado de profesionalización del trabajo intelectual. Nos dice Gramsci al respecto: “La actividad intelectual debe ser distinguida en grados incluso desde el punto de vista intrínseco, grados que en los momentos de extremada oposición dan una real y verdadera diferencia cualitativa: en el más alto escalón deberán ubicarse los creadores de las diversas ciencias, de la filosofía, del arte, etcétera; en el más bajo los más humildes ‘administradores’ y divulgadores de la riqueza intelectual ya existente, tradicional, acumulada.”
Para Gramsci es de la máxima importancia subrayar que una parte de la vida social, quizá la más importante, es, precisamente, la vida intelectual. Todos los hombres, en diferente grado, son intelectuales. “Cuando se distingue –nos dice– entre intelectuales y no-intelectuales, en realidad se hace referencia sólo a la inmediata función social de la categoría profesional de los intelectuales, vale decir, se tiene en cuenta la dirección en que gravita el peso mayor de la actividad específica profesional, si en la elaboración intelectual o en el esfuerzo muscular-nervioso. Eso significa que si se puede hablar de intelectuales, no se puede hablar de no-intelectuales, porque no-intelectuales no existen.” Ésa es, acaso, la razón de la enorme importancia, una importancia vital, que los intelectuales tienen para la sociedad: si la actividad de ellos fuese totalmente abstracta, es decir, completamente aislada de la vida social y si ésta no tuviera como parte inherente un enorme componente intelectual, los intelectuales no tendrían razón de existir. Pero sucede que la sociedad los necesita, por una parte, para que cultiven su lado intelectual y lo engrandezcan y, por otra, para que la ayuden a organizar esa parte importante de su ser.
Los intelectuales son, así, creadores de cultura y organizadores de la vida social que tiene que ver con su actividad. En un escrito de la época en la que Gramsci fue encarcelado y que se significa porque es el más profundo análisis de la función de los intelectuales realizado hasta entonces (Gramsci fue detenido en 1926), “Alcuni temi della quistione meridionale”, el pensador sardo nos descubre esa característica particular de los intelectuales: casi siempre sin que se den cuenta, son grandes organizadores de la cultura. Y para ello no necesitan tener puestos burocráticos o alguna forma de poder. Lo hacen espontáneamente, sin que nadie se lo encargue o se lo indique. Simplemente, por la actividad que realizan. Surge otro hecho importante: también sin que lo sepan o sean conscientes de ello, los intelectuales hacen siempre política, intervienen en la política y determinan muchas cosas de la política. Y eso sin hablar de la enorme gama de intelectuales, en la que los burócratas deben ser considerados intelectuales. Sólo refiriéndonos a los intelectuales de altos vuelos, los que están dedicados sólo al cultivo de las ciencias, la filosofía o las artes, debe decirse que ellos determinan siempre el rumbo de la vida social, para bien o para mal.
Ese fue el enorme hallazgo de Gramsci. En “La quistione meridionale”, Gramsci hace por primera vez la distinción entre el intelectual de las sociedades agrarias y tradicionales y el intelectual de las sociedades urbanas. Al respecto, anota: “El viejo tipo de intelectual era el elemento organizativo de una sociedad de base campesina y artesanal prevalentemente; para organizar el Estado, para organizar el comercio, la clase dominante cebaba un particular tipo de intelectual” ( en La questione meridionale.) Sin los intelectuales, que son sólo “mandaderos” de la clase dominante (Quaderni…), la sociedad, sea ésta tradicional o agraria o urbana e industrial, simplemente no podría funcionar. Decir, con Gramsci, que todos los hombres son cultos o que todos son intelectuales, en diversos grados, es ya consagrar la importancia vital de los intelectuales y de la vida intelectual para la sociedad.

III

La política es parte esencial de la vida de los intelectuales, así se dediquen a las actividades más abstrusas y aisladas. Ellos cuentan siempre con los medios o las tribunas desde las cuales expresarse. Su gran diversidad corresponde a una amplísima división del trabajo que los hace un elemento omnipresente en la vida social. Ellos tienen muchísimas posibilidades de manifestarse y hacer presentes sus intereses. Pero aun pensando en los intelectuales aislados y que sólo viven de su trabajo individual, ellos son seres privilegiados desde un cierto punto de vista. Son como los sacerdotes de la vida cívica. Piensan y pueden transmitir a los demás lo que piensan.
Todos los que sirven al Estado en calidad de burócratas o empleados realizan una función intelectual, aunque mezquina, y son, por lo tanto, también intelectuales. De ínfima categoría, si se quiere, pero lo son. Ningún Estado ni ninguna sociedad pueden funcionar sin esa categoría de intelectuales. En el sector privado, digamos en las grandes y pequeñas empresas, el elemento intelectual, cifrado en sus directivos y sus especialistas, es decisivo para su existencia y su progreso. Hasta en la sociedad rural se hace presente de modo imperativo el elemento intelectual: sin curas, sin abogados provincianos, sin poetas lugareños, sin artistas folclóricos, sin agentes comerciales, nada podría funcionar. Y sería un despropósito pensar que todo ese montón de pequeños intelectuales no significa nada en la dirección espiritual y política de la sociedad. Los intelectuales y lo intelectual están por todos lados.
A veces, los grandes intelectuales son capaces de transformar toda una época, con sólo desplegar su trabajo especializado. A Croce, por ejemplo, Gramsci le atribuye haber llevado a cabo la única reforma, la reforma intelectual, que era posible en el sur italiano (el “Mezzogiorno”, el “Meridione”). Con él “… ha cambiado la dirección y el método del pensamiento, ha sido construida una nueva concepción del mundo que ha superado al catolicismo y a toda otra religión mitológica. En este sentido, Benedetto Croce ha cumplido una altísima función ‘nacional’; ha separado los intelectuales radicales del Mediodía de las masas campesinas, haciéndolos participar en la cultura nacional y europea y, a través de esta cultura, los ha llevado a ser absorbidos por la burguesía nacional y, por consiguiente, por el bloque agrario” (“La quistione meridionale”).
Croce representaba la nueva imagen de la intelectualidad italiana, que hasta antes de la unificación era, esencialmente, cosmopolita y nunca había logrado ser nacional. Para Gramsci había faltado una base material a la cultura nacional italiana o, en todo caso, ella no estaba en Italia. “Esta ‘cultura’ italiana –apunta el pensador de Ales– es la continuación del ‘cosmopolitismo’ medieval ligado a la Iglesia y al Imperio, concebidos como universales. Italia tiene una concentración ‘internacional’, acoge y elabora teóricamente los reflejos de la más sólida y autóctona vida del mundo no italiano. Los intelectuales italianos son ‘cosmopolitas’, no nacionales; incluso Maquiavelo en El príncipe refleja a Francia, a España, etcétera, con su esfuerzo por la unificación nacional, más que a Italia” (Quaderni…; también, Lettere dal carcere.)
Ahora bien, a Gramsci no le interesaban tanto los grandes intelectuales en lo particular como los grupos de intelectuales o, también, los intelectuales según sus características (tradicionales, urbanos), en general. Todos ellos se manifiestan a través de sus relaciones con los demás o con el grupo social con el cual se identifican. La función de los intelectuales, desde este punto de vista, es convertirse en conciencia de aquellos a los que quieren representar, apuntalar su acción en la vida social y ampliar los horizontes de ese mismo grupo. No se trata de un hecho concertado, habrá que insistir, sino de algo espontáneo que surge en el desarrollo mismo de la sociedad. Un grupo social sin intelectuales y, menos todavía, sin vida intelectual, es un absurdo. Toda clase social se hace de sus propios intelectuales o se atrae a los de los otros grupos. Los intelectuales tienen la misión específica de ser representantes espirituales y morales de la sociedad y de los grupos que la integran.
Para Gramsci la moral tradicional, como conjunto de valores y prejuicios, es absolutamente repudiable. La moral, al igual que la cultura, es ante todo una actitud, una condición del ser pensante que es el hombre. El mundo es el escenario en que vivimos, actuamos y padecemos. Somos espíritu viviendo en el mundo. Somos, como lo había postulado Kant, seres de fines, que a través de esos fines nos realizamos. La moral no tiene nada que ver con esos esperpentos ideológicos que son los prejuicios convertidos en valores y que a menudo caen en la inhumanidad y, lo peor de todo, en la bestialidad. La moral es entereza, integridad y, sobre todo, voluntad de hacer y de actuar. El hombre, como intelectual (y todos los hombres son intelectuales), es un “bloque histórico de elementos puramente individuales o subjetivos y de elementos de masa y objetivos o materiales con los que el individuo está en relación activa”.
El hombre, siempre concebido como intelectual, es un ser destinado a transformar al mundo, material y moralmente. “Transformar al mundo externo –escribe, en efecto–, las relaciones generales, significa potenciarse a sí mismo, desarrollarse a sí mismo. Que el ‘mejoramiento’ ético sea puramente individual es una ilusión y un error: la síntesis de los elementos constitutivos de la individualidad es ‘individual’, pero no se realiza ni se desarrolla sin una actividad hacia lo externo, modificadora de las relaciones exteriores, desde aquellos hacia la naturaleza hasta los que tienen que ver con los demás hombres en diversos grados, en las diferentes formaciones sociales en las que se vive, hasta la relación máxima, que abarca a todo el género humano. Por lo mismo, se puede decir que el hombre es esencialmente ‘político’, pues la actividad para transformar y dirigir conscientemente a los demás hombres realiza su ‘humanidad’, su ‘naturaleza humana’” (Quaderni…)
Para Gramsci, la revolución se cifra en una completa y total reforma intelectual y moral de la sociedad. Para ello se necesita a los intelectuales o, por lo menos, que los intelectuales estén de acuerdo con ello. Cuando eso ocurre, entonces la reforma se pone en marcha, para dar lugar a un nuevo bloque de fuerzas que miran a transformar a la sociedad. Es por ello esencial para todo grupo que aspira a imponer su hegemonía hacerse del mayor número de intelectuales y convertirlos en intelectuales orgánicos. De ellos va a depender el futuro político del grupo. Gramsci lo dice así: “Una de las características más relevantes de cada grupo que se desarrolla hacia el dominio [de la sociedad] es su lucha por la asimilación y la conquista ‘ideológica’ de los intelectuales tradicionales, asimilación y conquista que son tanto más rápidas en tanto el grupo dado elabora simultáneamente sus propios intelectuales orgánicos” (Quaderni…)
Atraerse a los intelectuales, en general, va a depender de que el grupo que se encamina hacia el dominio hegemónico de la sociedad sepa formar (elaborar) a sus propios intelectuales. Al respecto, se debe anotar que “no existe una clase independiente de intelectuales, sino que cada grupo social tiene una formación de intelectuales que le es propia o tiende a formársela; pero los intelectuales de la clase históricamente (y realistamente) progresista, en las condiciones dadas, ejercen tal poder de atracción que terminan, en último análisis, por subordinarse a los intelectuales de los otros grupos sociales y, por tanto, por crear un sistema de solidaridad entre todos los intelectuales con ligámenes de orden psicológico (vanidades, etcétera) y, a menudo, de casta (técnico-jurídicos, corporativos, etcétera)”.
Finalmente, este hecho es tan importante para la definición de la misma hegemonía social y política del grupo en cuestión, que Gramsci no duda en hacer depender de que haya una gran formación intelectual ligada al grupo dominante el modo como se ejerce el poder. Si los intelectuales imponen abiertamente su presencia, tendremos una dominación que será, ante todo, intelectual; la ausencia de intelectuales en la política va acompañada, por lo general, de un ejercicio autoritario y despótico del poder. Gramsci anota al respecto que la atracción de los intelectuales “se verifica ‘espontáneamente’ en los períodos históricos en los cuales el grupo social dado es realmente progresista, vale decir, hace avanzar de hecho a toda la sociedad, satisfaciendo no sólo sus exigencias existenciales, sino ampliando continuamente sus propios cuadros por la continua toma de posesión de nuevas esferas de actividad económico-productiva. Apenas el grupo social dominante agota su función, el bloque ideológico tiende a fracturarse y, entonces, a la ‘espontaneidad’ puede sustituirse la ‘constricción’ en formas siempre menos larvadas e indirectas, hasta las medidas de auténtica policía y los golpes de Estado”.

Arnaldo Córdova

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