No está claro que el experimento produzca esos beneficios ni que sea aceptable realizarlo con población reclusa
En las últimas semanas se ha generado un amplio debate a propósito de la paralización de un experimento que se estaba llevando a cabo con personas presas en las cárceles de Huelva y Córdoba. Dicho experimento consistía en aplicar una cantidad determinada de corriente eléctrica en la parte frontal de la cabeza con el fin de estudiar la agresividad del sujeto. Antes y después de someterse a las descargas, los reclusos realizaban un cuestionario de 40 preguntas; la comparación entre los resultados de uno y otro cuestionario debía reflejar el efecto que dicha técnica, la denominada estimulación transcraneal por corriente continua (tDCS), habría tenido sobre los niveles de autopercepción de la agresividad del preso. Los primeros resultados del experimento fueron publicados el pasado mes de enero en la prestigiosa revista Neuroscience y, según el equipo que ha desarrollado la primera etapa del experimento, no podrían ser más prometedores. “Antes de la estimulación eléctrica –afirmaba una de las investigadoras al diario El País- los presos suelen responder de manera muy violenta. Dicen que si se la hacen, se la pagan. Después de las tres sesiones, se sienten relajados y muchos dicen notar una especie de paz interior”.
Poco tiempo después de publicarse las conclusiones de este “pionero” experimento, Instituciones Penitenciarias lo ha paralizado al admitir que “los internos de la prisión no deberían haber participado en el ensayo”. Al mismo tiempo, el Defensor del Pueblo Español ha iniciado de oficio una investigación al considerar que “la condición de ‘persona bajo custodia’ de los presos elimina la voluntariedad para participar en el proyecto”. Tras la paralización del experimento, distintos medios de comunicación han recogido la indignación de los investigadores que no comprenden por qué detienen una investigación sin pensar “en los beneficios […] que esta técnica podría aportar a las personas agresivas dentro y fuera de las cárceles".
Sin embargo no está claro que el experimento produzca esos beneficios ni que sea aceptable realizarlo con población reclusa.
¿Una técnica beneficiosa?
El equipo que ha desarrollado el proyecto, así como distintos expertos en bioética, han sostenido, por un lado, que la estimulación transcraneal supone un escaso o nulo riesgo para la salud y que, por otro, sus efectos beneficiosos han sido más que probados. En realidad, ambas afirmaciones son falsas. En cuanto a que la estimulación transcraneal no implica ningún riesgo para la integridad física y mental de quien se somete a la prueba, distintos investigadores han advertido sobre los efectos adversos que puede tener esta técnica. Por ejemplo, el doctor Pascual Leone, quien en 2016 ya advertía sobre los riesgos de la estimulación transcraneal , sostiene que “…podrían darse consecuencias perjudiciales a largo plazo, las cuales desconocemos todavía ”. En cuanto al segundo argumento, el doctor Pérez Martínez explicaba hace unos años a eldiario.es en relación con la estimulación transcraneal que “la mayor parte de las investigaciones no han encontrado un beneficio claro y, las que lo han hecho, avisan de que serán necesarios más estudios en la misma línea”. En conclusión, no conocemos los efectos adversos a largo plazo de esta técnica (el experimento realizado en las prisiones tampoco contempla un seguimiento para observar la aparición de estos posibles efectos) ni son tan seguros los beneficios que puede aportar. Además, tal y como reconocen los propios investigadores, el lugar y el tipo de aplicación de corriente realizada en este experimento no se había probado antes; es la primera vez que en este tipo de investigación se aplica estimulación bilateral en las regiones cerebrales especificadas en el estudio.
¿Libre consentimiento en un lugar donde se priva de la libertad?
Otro de los argumentos que han esgrimido los defensores de este proyecto coordinado desde la Universidad de Huelva ha sido que no sería ético privar a un preso de su derecho a beneficiarse de una investigación. Desde nuestro punto de vista, el argumento no puede ser más perverso. En el plano internacional, una de las principales normas de referencia es el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) donde encontramos en sus artículos 7 y 10 la regulación de la experimentación médica o científica con personas. El primero de esos artículos consagra la prohibición de tratos inhumanos o degradantes detallando que “en particular, nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos o científicos”. El segundo de los artículos insiste en esta misma prohibición en relación con las personas privadas de libertad. El problema que se plantea desde este momento es si las personas privadas de libertad pueden prestar libremente su consentimiento del mismo modo que cualquier otra persona que no se encuentra dentro de una prisión.
A este respecto, en su Observación general número 21, sobre el trato humano a las personas privadas de libertad , el Comité de Derechos Humanos de la ONU ofrece una interpretación restrictiva cuando interpreta el artículo 10 del PIDCP. Dice así: “las personas privadas de libertad no solo no pueden ser sometidas a un trato incompatible con el artículo 7, incluidos los experimentos médicos o científicos , sino tampoco a penurias o restricciones que no sean las que resulten de la privación de libertad; debe garantizarse el respeto de la dignidad de estas personas en las mismas condiciones aplicables a las personas libres”. Además, en la Observación general número 20, sobre la prohibición de la tortura u otros tratos o penas crueles,inhumanos o degradantes , especifica en su artículo 7 que “…se necesita una protección especial en relación con esos experimentos en el caso de las personas que no están en condiciones de dar un consentimiento válido, en particular de las sometidas a cualquier forma de detención o prisión . Estas personas no deben ser objeto de experimentos médicos o científicos que puedan ser perjudiciales para su salud ”.
Por otra parte, nuestro Reglamento Penitenciario establece varias condiciones a la investigación médica dentro de prisión en su artículo 211. Esa norma señala que las personas privadas de libertad “no pueden ser objeto de investigaciones médicas más que cuando éstas permitan esperar un beneficio directo y significativo para su salud y con idénticas garantías que las personas en libertad ”. Más arriba ya hemos explicado por qué es más que cuestionable que pueda existir un “beneficio directo y significativo” en la salud de las personas privadas de libertad. En cuanto a la segunda condición, uno de los principales elementos que componen esas garantías es la capacidad para prestar libre y voluntariamente el consentimiento para participar en la investigación. Como recordaba en un reciente artículo la Vocal de la Subcomisión de Derecho Penitenciario del Consejo General de la Abogacía Española, María Luisa Díaz Quintero , “el carácter voluntario del consentimiento queda vulnerado desde el momento en el que es solicitado por personas en una posición de autoridad y sin que le queden muchas opciones para rechazar, reflexionar o decidir libremente. Y este es el caso que nos ocupa, una persona bajo custodia de la Administración penitenciaria carece del principio más relevante de este consentimiento […] la autonomía de ser libre en la adopción de su decisión”.
¿Y la bioética dónde queda?
Por último, en el campo de la bioética, encontramos distintos instrumentos normativos que limitan o condicionan fuertemente la experimentación médica o científica con colectivos vulnerables; entre estos, por supuesto, se encuentran las personas que se han visto privadas de libertad. No es casualidad que ello sea así ya que entre las causas que motivaron la creación de una disciplina como la bioética se encuentran algunas de las mayores atrocidades que se cometieron a lo largo del siglo XX -precisamente- contra personas privadas de libertad. Nuremberg y Tuskegee son solo dos de los nombres de la historia de la infamia.
Por eso, durante la segunda mitad del siglo pasado, surgieron numerosos textos normativos en el ámbito de la bioética que regulan la experimentación con sujetos humanos. Uno de los primeros documentos que encontramos es la Declaración de Helsinki que, si bien es cierto que no tiene carácter vinculante, ha tenido una importante influencia en la regulación de la investigación científica en los ordenamientos de ámbito regional o nacional. En este sentido, el artículo 20 de la Declaración de Helsinki recoge que “la investigación médica en un grupo vulnerable sólo se justifica si la investigación responde a las necesidades o prioridades de salud de este grupo y la investigación no puede realizarse en un grupo no vulnerable ”. En el artículo donde se exponen los primeros resultados obtenidos, el equipo investigador sostiene sin ningún tipo de pudor que el estudio cumple con los principios consagrados en la Declaración de Helsinki.
Por su parte, en el ámbito estatal, encontramos el Convenio sobre Derechos Humanos y Biomedicina -también conocido como “Convenio de Oviedo”- que en nuestro país entró en vigor en el año 2000. El artículo 17 del Convenio, en la letra tercera de su primer apartado, reproduce el mismo principio de la Declaración de Helsinki: solo podrá hacerse un experimento con una persona presa cuando “no pueda efectuarse con una eficacia comparable con sujetos capaces de prestar su consentimiento al mismo”. En este sentido, ¿era posible haber efectuado este mismo estudio con población que se encontrara fuera de prisión? No solo era posible, sino imperativo.
Surgen, no obstante, otras muchas dudas. ¿El Comité Ético de la Universidad de Huelva que evaluó este experimento conocía cuál era la población objeto de estudio o, por el contrario, en el proyecto inicial aparecía una diferente? ¿Por qué a día de hoy aún no ha sido publicado ni el proyecto de investigación donde se enmarca el experimento ni el informe de evaluación preceptivo del Comité Ético de la Universidad de Huelva? ¿Se han cumplido todas las garantías en relación con el derecho a la intimidad de quienes han participado hasta la fecha en este experimento?
En todo caso, desde ninguna perspectiva posible, ya sea clínica, jurídica o bioética, se sostiene la defensa de este estudio. En primer lugar, porque no se tiene suficiente evidencia que pruebe el carácter supuestamente beneficioso de la estimulación transcraneal a la vez que se desconoce si podría producir algún tipo de efecto adverso. En segundo lugar, existen claros límites jurídicos que han sido lesionados: no hay un beneficio directo y significativo en la salud de quienes han participado en el experimento y tampoco -esto es la más importante- se da un consentimiento informado libre y voluntario. En último lugar, el Convenio de Oviedo y otros tantos documentos de referencia dentro del campo de la bioética estipulan que, a la hora de realizar un experimento, siempre se escogerá a población no vulnerable de forma preferente. Por todo ello, el estudio de la Universidad de Huelva, al incumplir todas y cada una de estas previsiones, no solo ha actuado muy lejos de los principios éticos que deben regir cualquier investigación científica, sino que ha lesionado uno de los derechos fundamentales que recoge nuestra Constitución: la prohibición de realizar tratos inhumanos o degradantes.
Francisco Miguel Fernández Caparrós
Público
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