jueves, diciembre 08, 2011

La Cultura de la Transición. Epílogo


Cuando se han pasado varias décadas, es posible contemplar desde otra perspectiva las coyunturas de la historia.
Eso es algo que queda patente nada más que pienses un poco, y desde mi tiempo de jubilación puedo atestiguarlo. De pequeño, ya me decían que suerte tenía, que cuando yo nací ya había pasado “lo peor”: la guerra y la “jambre” que para muchos fue todavía peor lo segundo que lo primero. En los años cincuenta, era de lo más normal escuchar que la vida era lo que era y que las cosas son lo que son, etc, y sin embargo…Sin embargo, el tiempo fue inclemente: las emigraciones, el cine, el turismo, el desarrollismo se fueron imponiendo, y el franquismo se fue quedan vacío de base social y de razón de ser. Antes de la revolución de los claveles, poca gente creía que en Portugal podía llegar un cambio histórico potente, y fueron famosos los comentarios despectivos del opudeísta López Rodó –otro de los “padres” de la Constitución-, ante las primeras noticias. En los sesenta, los que estaban a favor, y muchos de los que estaban en contra, se pensaban que había dictadura para rato, pero no fue así…
Llegó un momento en el que la conciencia social era tal que los patronos llegaron a pensárselo dos veces antes de despedir a un trabajador. Fue cuando la calle dejó de ser de Fraga, y un dibujante barcelonés podía dibujar unas Ramblas en la que en vez de paseantes eran manifestantes. En aquella coyuntura, fui testigo sobre como en un lugar de trabajo más bien “carca” como la Sanidad Pública, emergieron asambleas masivas, y para nuestro estupor, aparecían profesionales que hasta entonces se habían señalados como “adictos” que trataban de apaciguar al personal diciendo cosas como que “la autogestión estaba muy bien pero todavía no estábamos preparado para ello”. Una anécdota: en el curso de los debates políticos del momento, resultaba que los personajes de la derecha (UCD, AP), nos trataban de “compañeros” en tanto que los del público nos trataban de “señor”, de manera que se hacía obligado detener la discusión, y poner a cada uno en si sitio: “!Tengo que decir que estos señores de la derecha jamás han sido compañeros míos¡”…
Fue una coyuntura en la que hasta las editoriales de derecha publicaban libros de izquierdas (el negocio es el negocio, me cuenta que inicialmente la revista “Triunfo” fue una apuesta comercial que se entregó al personal adecuado (Haro Teglen, etc). Parecía por entonces que todo el mundo estaba a la izquierda del PCE-PSUC, y hasta los socialistas, cuyos componentes se revelaban como aquella gente que a veces nos ayudaban en las actividades clandestinas, tenían a bien a subrayar que ellos no tenían enemigos a la izquierda, y que no eran socialdemócratas sino socialistas, es más socialistas marxistas, en línea a lo que había interpretado el partido socialista portugués de Mario Soares que llegó a manifestarse por las calles de Lisboa, gritando: “!Partido socialista, Partido marxista¡”. Sin embargo, aquello acabó siendo un poco el parto de los montes. La gran montaña parió un conejo.
Visto desde el ángulo del tiempo, hubo razones objetivas que entonces no percibimos con claridad. Las manifestaciones eran producto de una vanguardia que se estaba haciendo, y que arrastraba a una mayoría que estaba contra la dictadura y también contra las injusticias, pero el miedo a un golpe militar era una realidad viva. Lo describió perfectamente Perich dibujando un señor que espera el autobús al lado de un cuartel, y que tiembla cuando oye un “!aaaatchis¡”. El eco del “gran terror” fue debidamente alimentado por los constantes atentados de la extrema derecha que se sabía impune –“Si os mató no me pasará nada”, les dijo un pistolero con camisa azul mientras amenazaba a unos amigos míos con su pistola-, y la represión sangrienta orquestada desde ministerios con titulares con nombres como Fraga Iribarne o Martín Villa, también reconocidos padres de la democracia. Conviene anotar que este miedo no fue instrumentalizado únicamente por la derecha...
Lo fue sibilinamente para imponer entre los de abajo -que se resistían, en aquellos tiempos las asambleas podían desbordar a los funcionarios en ciernes- la política de pactos, o sea, se venía a decir, o aceptamos las condiciones de la Reforma Política o puede haber un golpe de Estado; se evocó también en el curso de los debates sobre los pactos de la Moncloa, y se volvió a hacer en los debates sobre la Constitución.
En aquel momento, el argumento cardinal de a izquierda institucional era el siguiente: ahora se trata de aceptar un compromiso para evitar un golpe fascista, y luego, en la siguiente etapa, se podrán abordar las reclamaciones sociales y democráticas más radicales que ahora no son posibles. Cuando en 1982 el felipismo lograba la mayoría absoluta, el programa electoral se inscribían en esas líneas, pero un programa es algo tan flexible como un guante, y por lo tanto se le puede dar la vuelta: de entrada OTAN no, pero luego fue sí. El gran argumento de Felipe fue que de triunfar el No, se daría un vacío de poder…De ser así, actuaría el ejército.
En aquel entonces lo más propio era hablar bien del socialismo. Pero este estaba más allá del horizonte, en una difusa meta final. Ahora pues se trata del programa mínimo: consolidar una democracia como nunca hemos tenido (la República se asociaba más al desbordamiento social), y entrar en Europa para garantizar los logros del Estado del Bienestar. Entre tanto, había que se realista, y a esto llegaba la ola neoliberal, con sus fuerzas motrices, el capitalismo sin pacto, el individualismo consumista e insolidario, las privatizaciones o sea, el saqueo de los bienes públicos...
En este contexto fue en el que llegó a dominar la Cultura de la Transición (CT), un concepto que empezó a formularse hace una década, apoyado en nociones de los Culture Studies, de las teorías de la recepción y de la comunicación, y en el ejercicio del periodismo. En nuestro caso, señala un lugar intermedio entre el pasado franquista y el “There Is No Alternative” de la señora Thatcher, con todo su corolario de “final de la historia”, “todo tiene un precio”, y con la descomposición de los regímenes del llamado “socialismo real”, que arrastran todo lo demás, incluyendo el rearme de la derecha fundamentado aquí por un “compromiso histórico” y bien natural, entre la “España nacional” y el neoliberalismo que marcan las reglas del juego, así la izquierda puede gobernar pero siempre que aplique un programa de derechas. El antifranquismo queda restringido a los que algunos llamaron el “resistencialismo” o sea gente que seguía aferrada a un pasado ya caducado. Era el tono que utilizaban Aznar y Felipe cuando querían desautorizar los argumentos críticos de Julio Anguita…
La CT es el resultado de la neutralización del antifranquismo, del pueblo militante. Su principal propósito consiste en eliminar de la actividad cultura todo protagonismo desde abajo en aras de evitar cualquier posibilidad desestabilizadora y problemática, la misma que “provocaría” los demonios de “guerracivilismo”, aquí entraban las huelgas, y en cada una de ellas se utilizó esta batería. Es el Estado el que subvenciona la cultura, torga o niega los honores, proclama y construye el canon cultural que se establece a través de los medios adictos. De esta manera, la acción cultura que había tenido contra Franco una naturaleza emancipadora, pasó a ser básicamente un elemento propagandístico de un sistema, el de la democracia realmente existente, la única posible. Es más: sino el mejor del mundo, sí un modelo a repetir. Esto se repite hasta la sociedad ante casos de “Transición” como la argentina o la chilena, en las cuales los protagonistas de la democracia –incluyendo Carrillo-, se permite aconsejar a tales transiciones que no intenten remover el pasado.
El repliegue del activismo social, la coaptación de una parte de sus representantes, desactivaban la cultura desde abajo, y otorga todo el protagonismo a una cultura establecida –a veces con nombre de lejanos disidentes-, la misma participa en la fiesta otorgando o militando a su favor por la gracia concedida por los medios, las dos modalidades que ofrece la CT si no quieres caer en la marginalidad, ser condenado por el ninguneo. Sin embargo, como todo hecho histórico, y más, en unos tiempos como los nuestros, la CT empezó a entrar en crisis en la segunda mitad de los noventa con la irrupción del zapatismo, el altermundialismo, la emergencia de espacios libres como Internet, rechazos sociales masivos con huelgas generales y voto negativo a la Constitución europea (por cierto, ¿^cuando fue la última vez que sentisteis hablar de ella?), con las manifestaciones más grandes jamás conocidas. Eran hechos que reflejaban un cambio de signo, una introduciendo a un segundo tiempo que es el que ahora conocemos. Ahora ya no solamente se siente un repudio en el ambiente. El repudio se ha adueñado de las plazas, y la realidad cuenta con una palanca que antes no existía.
En este nuevo curso, las líneas maestras de la cultura están lejos de aquellos tiempos de apogeo de la CT. Se puede decir que no hay un solo factor que no haya sufrido el deterioro, que no sea objeto de una creciente negación, empezando por la propia monarquía que ha gastado gran parte de su capital de esa popularidad mediática que había seguido el método aproximativo de las llamadas revistas del corazón. También sucede con las burocracias sindicales, el último eslabón que ata lo que queda del viejo movimiento obrero a ese fraude que es la cultura de la negociación…Sin presa pero sin pausa, se está pasando de una respuesta elemental –no somos mercancías en manos de políticos y banqueros-, a otra mucho más social. Y desde todo ello, de todo este rechazo, se está fraguando una nueva cultura, una nueva cultura alternativa…
Tiempo al tiempo.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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