martes, febrero 11, 2014

Acusar a Sartre en nombre de Camus



Con ocasión del centenario de Camus, los servidores del pensamiento único han convertido a Sartre en paradigma de escritor dogmático y sumiso al PCF y la URSS, algo que no fue por más que se puedan discutir sus criterios. Además, Sastre fue muchas más cosas…

El digamos “caso de Sastre”, es a todas luces el más emblemático de excomunión neoliberal, tanto es así que hasta han hecho una gran inversión tanto en vaciar su trono de intelectual con conciencia, para colocar en su lugar a otros grandes mandarines, tan bien pagados como Vargas Llosa o Bernard-Henry Levy, dos renegados que lo han justificado todo.
Se utiliza Sastre como ejemplo de enajenación ideológica, algo que, al parecer, no sucede con los que se “comprometen” desde los grandes medios para cotizar en la Bolsa cultural A Sartre le sobraron razones para su “tercermundismo”, y en buena parte de sus posicionamientos sobre el comunismo, en su enfoque bastante crítico en la segunda mitad de los años cuarenta, con su denuncia de la invasión de Hungría, por supuesto la de Checoslovaquia de 1968.
Eso sí, la opción de Sastre era sostener a la URSS contra el imperialismo...Fue sumamente crítico con el PCF (ahí están títulos como ¿Tienen los comunistas miedo a la revolución?). Se olvida que Sartre fue vapuleado una y otra vez por los intelectuales orgánicos del estalinismo, y no precisamente por sus “lamentables errores” como se pretende que lo fueron su apoyo a la insurrección argelina (cuando Camus cuidaba su alma exquisita de los excesos revolucionarios).
Sartre fue un gigante a pesar de que algunas de sus tomas de posiciones fuesen, en tal o cual ocasión, muy discutibles. Así lo reconocieron autores como Fernando Savater que escribió: “Sartre ha sido la razón social más fuerte de las letras europeas de este siglo. Tal como llegó a ocurrirle a Picasso, su simple firma convertía en valor cualquier superficie en la que se dignara aparecer. Manifiestos, protestas, periódicos subversivos, todos debían contar con esas tres palabras mágicas que tenían algo de nihil obstat” (Impertinencias y desafíos, 1981). Pero, ¡Oh misterio¡, esto no fue obstáculo para que el propio Savater afirmara todo lo contrario cuando cambió el viento. Entonces resultó que Sartre siempre se equivocó (sino que le pregunten a Vargas Llosa). Esta norma mediática hizo que la broma fuese inevitable, de manera que se pudo decir “Sartre dijo que Dios no existía, Sartre se equivocó en todo, ergo…” (Bernard Frank).
Esta campaña denigratoria del modelo sartriano conllevó como no podía ser menos el “reconocimiento” de los antiguos sovietólogos, de los profesionales financiados por instituciones anticomunistas norteamericanas. Para colmo, se nos quiere convencer que el filósofo francés gozaba de ventajas y los reaccionarios, no. La verdad es muy otra, aquí y en muchas otras partes, la única vía de acceso a las obras de Sartre (y de otros de la misma cuerda), eran las trastiendas de las librerías de la libertad, mientras que autores como Robert Conquest (El gran terror, Noguer, Barcelona, 1979), David Shub (Lenin, Alianza, Madrid, 1977) o Adam B. Ulam (Los bolcheviques, Grijalbo, 1974), fueron pródigamente editados y difundidos en ediciones perfectamente asequibles.
Conquest (entre otras cosas un ferviente partidario de acabar con el Vietcong de cualquier manera) ha sido tomado como una fuente incuestionable en la obra reciente de Martin Amis Koba el Terrible: las risas y los 20 millones de muertos que ha encontrado todos los beneplácitos mediáticos. En ella el joven Amis se pregunta cómo es posible que no se repudie por igual al comunismo como al nazismo. Otra vuelta a la tuerca que le presenta algunos problemas, por ejemplo en Sudáfrica los comunistas fueron los únicos blancos radicalmente opuestos al “apartheid”, algo que no se puede decir de los “liberales” como San Wiston Churchill. El libro de Amis habría hecho las delicias del editor Luís de Caralt aunque ha aparecido en Anagrama, lejana editorial en los años setenta Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Mandel, etcétera, en una muestra más de la inmensa levedad del ser (sobre todo cuando hay por medio la posibilidad de un enriquecimiento y de figurar).
La misma levedad que se muestra en el empleo interesado del concepto de “totalitarismo” que parece de goma como se ha podido comprobar echando un visto a la palabrería que acompaña la política exterior norteamericana. Acuñado en los márgenes de la disidencia comunista occidental, se trató de un término que supuso una tentativa de adecuar el viejo concepto de despotismo a partir de lo que muchos exiliados percibían de las experiencias nazi y fascistas, y más controvertidamente a la URSS de Stalin, a un universo sobre el que en los años ochenta se describía –desde Castoriadis hasta Wotyla pasando por Jorge Semprún- como cerrado e irreformable. Uno de los “mandarines” del pensamiento único como fue Jean-François Revel, llegó a establecer que el comunismo ha sido mucho peor que el nazismo, lo cual no deja de ser una manera de romper una lanza –a la manera del llamado “revisionismo histórico”- por este último considerado como más benigno; lástima para el gobierno de Vichy no haber contado con un Revel durante la ocupación. Y no se trata de ningún gesto “espontáneo”.
Es que para la nueva extrema derecha ya no se rata solamente de mandar el comunismo a los infiernos con las masas y las estadísticas. También trata de desactivar la tradición antifascista, una operación que entre nosotros formó parte de la “cultura de la Transición”. No es otro el misterio que mucha derecha fascista se haya encontrado tan cómoda en el PP o gobernando con Berlusconi. La otra cara de la moneda de la condena del comunismo se mostraba en algunas declaraciones de Reagan sobre la guerra española, sobre el “antifascismo prematuro”, con el mismo “revisionismo histórico que ha llevado a los altares a los últimos zares mientras que sesudos historiadores aseguraban que Octubre abortó una evolución pausada bajo una monarquía constitucional que nadie significado había podido percibir antes.
No es otra agua bendita la que bendice esa solapada historia española según la cual existía una “amenaza comunista” o “revolucionaria” que “justificó” (al menos en parte) el franquismo, al tiempo que otorga a este las medidas socioeconómicas que hicieron posible la democracia (con la ayuda de “liberales” posibilistas como Fraga Iribarne). Es el mismo agua que había permitido a la derecha chilena “justificar” al agente al servicio de Trilateral augusto Pinochet, un personaje histórico central en toda esta trama y cuya contribución a la causa neoliberal no ha sido debidamente estimada. Menos mal que Ia señora Thatcher supo mostrar su verdadera cara cuando contribuyó a la liberación del general detenido en Londres de la peligrosa presencia de juristas que habían actuado para Amnistía Internacional...
Algunos lectores inadvertidos pueden pensar que entre nosotros estos criterios son patrimonio de plumas como las de Jiménez Losanto –del que encuentro en la Red un artículo que proclama que Largo Caballero ha sido el político español más criminal desde Fernando VII-, Pío Moa, Carlos Semprún, César Vidal –traductor al castellano de El libro negro en el que trata de implicar hasta a Julio Anguita- Fernando Arrabal o de los integrantes de la fundación FAES auspiciada por José Mª Aznar, que lo hacen por supuesto, y con una virulencia fuera de toda medida, cuando lo cierto es que al menos en lo que se refiere a esta cuestión, se pueden encontrar definiciones que bajo otro formato resultan básicamente coincidentes, al menos en lo referente a Octubre y todo lo demás, en intelectuales ligados en algún momento con las izquierdas (excomunistas, exsocialistas, exanarquistas). En esta lista digamos vargallosiana se encuentra plumas “expertas” tan variadas y tan coincidente como las de Antonio Muñoz Molina, Antonio Elorza, Santos Juliá, Rosa Montero, Javier Tusell, Pilar Rahola, Hermann Tertsch, Fernando Savater y otros menos conocidos, pero igualmente dispuestos a reproducir el cano según el cual el autor de el engranaje era un vulgar estalinista. Todos ellos tienen o han tenido una tribuna privilegiada en El País, nuestro diario más “liberal” cuando todavía vivían y escribían Vázquez Montalbán o Eduardo Haro Teglen, y contaban con un rinconcito para la discordancia (y para resistir las embestidas), pero hasta eso se perdió.
Alguien, se podía creer que existió una “toma de conciencia” ante lo que significó el “comunismo” (ilustrado por algún episodio personal en la juventud), sin embargo, estamos muy lejos de la radicalidad de anarquistas o consejistas que acusan al “comunismo” de ser un falsa alternativa pero que en ningún momento miran hacia otro lado cuando se trata de los innumerables “gulags” del capitalismo. Eso se denota, primero es el desprecio olímpico por las otras caras del comunismo o por cualquier utopía (¡será que sobran sueños y esperanzas¡), y segundo porque al tiempo que repiten el canon sobre los horrores del siglo XX y meten en el mismo saco a Lenin junto con Stalin (más Pol Pot y el mismo Hitler, ¿porqué no Kissinger?), miran hacia otro lado cuando se trata de los océanos de sangre causados por la “iniciativa privada”. Escamotean los “pequeños detalles” de pasado desde el nazismo (indisociable del gran capital) hasta la gesta de los “demócratas” que ordenaron lanzar sobre Vietnam, Laos y Camboya más bombas que en toda la Segunda Guerra Mundial, en tanto que apólogos del presente exoneran al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial y al totalitamericanismo de otros “pequeños detalles” la multiplicación de las miserias en el Tercer Mundo, de los desastres ecológicos, el enajenamiento consumista...
Están realizando una apología constante a un sistema cuyas ventajas son –tal como expresó Gandhi- la otra cara de la moneda del hambre y la miseria, plagas que se han incrementado considerablemente con el apogeo neoliberal, las estadísticas (de la ONU, UNICEF, etc) cantan. Pero ya dijo un ministro de Franco, eso de las estadísticas “eran cosas de comunistas”.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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