sábado, agosto 10, 2013

El anacrónico Consejo de Seguridad de la ONU



Argentina preside este mes el Consejo de Seguridad de la ONU. Cristina Fernández criticó el martes su falta de efectividad, vinculada a los privilegios de los miembros permanentes. Cuáles son las tensiones en ese poderoso organismo y los proyectos de reforma.

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, entre 1944 y 1945, mientras el enfrentamiento militar permitía vislumbrar la derrota de las potencias del Eje, se sucedieron numerosas conferencias. En ellas se reunieron los líderes de los países aliados, Roosevelt (EE.UU.), Stalin (Unión Soviética) y Churchill (Gran Bretaña) –los Tres Grandes– y/o sus cancilleres. En febrero de 1945, estos jefes de Estado, se encontraron en Yalta, a orillas del Mar Negro, donde comenzaron a diseñar el mundo de la inminente posguerra.
Pocos meses más tarde, en la Conferencia de San Francisco, se aprobó la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que contaría con un Consejo de Seguridad con cinco miembros permanentes con derecho a veto: Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Soviética, China y Francia. En este exclusivo ámbito, que reúne además a 10 miembros rotativos sin derecho a veto, se toman resoluciones sobre los problemas de la paz y la seguridad entre las naciones. Fue una pieza clave durante la Guerra Fría: al tener Estados Unidos y la Unión Soviética derecho a veto, el Consejo operaba como una salvaguarda para evitar que las tensiones del mundo bipolar llevaran a una probable tercera guerra mundial (nuclear).
A lo largo de la historia, el Consejo fue objeto de diversas críticas por su carácter antidemocrático -no se puede resolver allí nada sin el acuerdo de las cinco potencias, incluso contra la opinión de la Asamblea General, en la que cada país cuenta con un voto- y existieron distintas propuestas para modificar su composición y su funcionamiento. La mayor reforma se realizó en 1965, cuando los miembros no permanentes aumentaron de 6 a 10. Las otros dos cambios fueron implementados en 1971 (la República Popular China asumió la representación de su país, en litigio con Taiwán) y dos décadas después la Federación Rusa reemplazó a la extinta Unión Soviética.
Las críticas se centran en cuatro puntos: el poder de veto de las potencias, la falta de representación de los países emergentes entre los miembros permanentes, la dificultad para obligar a las potencias a hacer cumplir las resoluciones del Consejo y lo antidemocrático de un organismo en el que sólo están presentes unos pocos países de los 193 que integran la ONU como Estados miembros. El derecho a veto, que otorga un poder desmedido a unos pocos, lleva a que muchas resoluciones de la Asamblea no sean cumplidas por las potencias. Por ejemplo, Gran Bretaña no inicia el diálogo con Argentina por la soberanía de Malvinas; Israel no cumple las disposiciones sobre Palestina. El Consejo, por decisión de Gran Bretaña y Estados Unidos, no obliga a que se cumplan las decisiones de la Asamblea.
Japón, Alemania, Brasil e India (el G4), impulsan su ingreso como miembros permanentes, junto a un país africano. Brasilia, fundamentalmente durante la gestión de Celso Amorin como canciller (2003-2010), impulsó con fuerza el ingreso de Brasil como miembro pleno, aunque admite que los nuevos integrantes del selecto grupo no tengan derecho a veto. Esta posición supuestamente realista -en tanto señala que las reformas deben consensuarse con los actuales cinco miembros permanentes-, llevó al gobierno brasilero a realizar concesiones a las potencias y a debilitar una posición regional conjunta de cuestionamiento del carácter vetusto del Consejo.
Una línea de intervención más adecuada es la planteada el martes pasado en el Consejo de Seguridad, bajo la presidencia argentina y con la presencia de un número importante de cancilleres latinoamericanos, representantes de la UNASUR y la CELAC. No sólo debe cuestionarse la existencia de miembros permanentes -o la necesidad de ampliar ese grupo minoritario para adaptarlo a la geopolítica del siglo XXI-, sino también y fundamentalmente el derecho a veto que ejercen las potencias nucleares.
¿Tiene sentido que la Asamblea General tome resoluciones que después los cinco "grandes" no acaten? ¿De qué sirve un Consejo que no pueda detener un ataque como el que Estados Unidos y algunos aliados lanzaron contra Irak en 2003 con argumentos falsos? ¿O que el pueblo palestino no tenga derecho a un Estado? ¿O que no pueda juzgarse al gobierno de Estados Unidos a pesar de que, como se probó hace dos semanas, haya espiado a las demás delegaciones para forzar al Consejo a que vote duras represalias contra Irán?
Las críticas al carácter obsoleto de la composición y funcionamiento del actual Consejo, de todas formas, pecan generalmente de cierta ingenuidad. Los organismos multilaterales como la Sociedad de las Naciones o posteriormente la propia ONU, más allá de sus objetivos manifiestos, no permitieron configurar un sistema internacional "justo" o equilibrado, y en general operaron al servicio de las grandes potencias imperialistas. La denuncia de los aspectos más antidemocráticos -como el derecho a veto o el no cumplimiento de las resoluciones- debe a la vez evitar el embellecimiento idealista de este tipo de instituciones.
La "paz perpetua" no va a lograrse a través del perfeccionamiento de un instrumento creado por las potencias en el contexto de la transición entre la derrota del nazifascismo y el inicio de la Guerra Fría. La contrucción de otro orden mundial requiere debatir no sólo los aspectos institucionales y organizativos, sino la estructura de poder -económico, militar, político, ideológico- que subyace al actual sistema internacional y a la Organización de las Naciones Unidas.
En esa línea, la presentación conjunta de los países latinoamericanos criticando el espionaje de Estados Unidos, la retención en Europa del avión que trasportaba a Evo Morales, la militarización del Atlántico Sur, a través de la base de la OTAN en Malvinas, y otras cuestiones referentes al respeto de ciertos principios diplomáticos elementales, es un primer paso hacia un debate mayor: ¿Es aceptable que el antidemocrático Consejo de Seguridad tenga más poder que la Asamblea General en la ONU?

Leandro Morgenfeld.
Docente UBA. Investigador del CONICET. Autor de Vecinos en conflicto. Argentina y Estados Unidos en las conferencias panamericanas (Ed. Continente, 2011), de Relaciones peligrosas. Argentina y Estados Unidos (Capital Intelectual, 2012) y del blog www.vecinosenconflicto.blogspot.com

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