sábado, junio 06, 2015

Las lágrimas de Lenin y los comunistas de base



Las últimas imágenes de Lenin para la memoria cinematográfica son hasta ahora las ofrecidas en La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea, 1995), obra de Theo Angelopoulus un cineasta griego de vocación “partisana” y heredero de Brecht. Theo, había ya realizado Viaje a Cytera (Taxidi stin Kythera, 1984), donde nos cuenta la historia de un viejo combatiente comunista de la guerra civil griega, exiliado en la URSS y que, a su regreso a sus orígenes, se da cuenta que ya no hay lugar para sus recuerdos ni para sus ideales. El protagonista se interroga sobre la relación entre el tiempo y la historia, una frustración que, por cierto, ha sido tratada en más de una ocasión en los últimos tiempos.
Este Ulises de aquí y ahora (Harvey Keitel), se pasea por la “debacle” del “socialismo real”, contempla una realidad gris dolorosamente ejemplificada en el trasiego de esos bustos de Lenin que tiempo atrás aparecían como símbolos de un sueño. Unos tiempos en los el imaginario se reflejaba desde una imposición “religiosa” más que por cualquier vinculación efectiva con lo que había hecho y escrito Lenin, una verdad que había sido secuestrada desde la cúpula estaliniana. Un buen ejemplo de hasta donde llegó tamaña adopción “popular” llegó a ser adoptada hasta por el PCE Dolores Ibárruri, de la que se llegaron a comercializar bustos destinados a comunistas de base con la fe que se le atribuye al carretero. Un lejano recuerdo sobre esta “buena fe” me lleva a una visita en el otoño de 1968 al “stand” del PCE en la Fiesta anual de “L´Humanité” en Paris, comprobé que no solamente se vendían bustos de Lenin, sino también de “La Pasionaria”. Le pregunté al camarada responsable cómo era eso, y me respondió que había que satisfacer los sentimientos de muchos militantes que de esta manera sustituían los habituales del sentir religioso. Ulteriormente, he tenido ocasión de visitar muchas casas de este tipo de militantes, y en muchas de ellas la foto y/o carteles de Dolores resultaban preeminentes. Recuerdo en particular un antiguo militante gallego, que en su juventud había roto con sus familia pudiente para hacer comunista, y que cambió su actitud fraternal conmigo el día que le hice unos comentarios sobre los amoríos del mito con Francisco Anton.
Pero este tipo de militante ya agonizaba, sí bien todavía se puede encontrar algún que otro que persiste en las historias pasadas como sí Stalin habría sido el bueno,, incluso no faltan historiadores que se olvidan de este cuando tratan dicha historia. Sin embargo, desde el cine, el enfoque dominante es el de la ironía y el desencanto, tal era el caso de la celebrada Good bye, Lenin! (Alemania, 2003), de Wolfgang Becker, que como es sabido, cuenta la historia de la madre de Alex (soberbio Daniel Brühl), una mujer orgullosa de sus ideas socialistas, que en octubre de 1989, unos días antes de la caída del Muro de Berlín, entra en coma. Cuando despierta ocho meses después, Alex hará lo posible y lo imposible para que no se entere de que ya no existe la Alemania Oriental en la que seguía creyendo por algunos de sus logros –que los tuvo-, y que por lo tanto, no sepa que está ya viviendo en una Alemania reunificada y capitalista. Su objetivo es convertir el apartamento familiar en una isla anclada en el pasado, una especie de museo del socialismo en el que su madre vive cómodamente creyendo que nada ha cambiado, lo que logra rememorando algunos episodios de los “buenos tiempos”.
Esta y no otra fue la visión concluyente de los años noventa del pasado siglo cuando se rodaron varias películas de una temática similar, la del viejo comunista que no se resigna ante la derrota, y que se reafirma en sus ideales en contra de un tiempo en el que ya aparecen como fuera de lugar.
Unas pocas de ellas fueron singularmente interpretadas por nuestro Francisco Rabal, trabajador de familia republicana que comenzó trabajando en los estudios Chamartin como electricistas para acceder a una carrera de actor más que notable, aunque trufada inicialmente de intervenciones obviamente obligadas en burdos alegatos del régim,en contra los “comunistas” convertidos en gente que no merecía vivir (El canto del gallo, Murió hace quince años), dirigidos por Rabel Gil, que fue su mentor. Pero Rabal ingresará en el PCE en la clandestinidad, consiguiendo continuación una fama internacional trabajando con Luis Buñuel y en el mejor cine italiano. Por otro lado, no fue hasta el final de su vida que Rabal se mostró como un comunista integral, alguien al que todavía en la TV del PSOE se le permitía aparecer defendiendo Cuba, la revolución, el comunismo y todo lo demás, de hecho una imagen ingenua y entusiasta que contrastaba con el cinismo de intelectuales arrepentidos como Jorge Semprún, tan fervoroso pronorteamericano entonces como en los años cuarenta-cincuenta fue un estalinista no menos fervoroso.
Así fue que, al final, Rabal se hizo habituial en papeles de comunista “trasnochado” pero íntegro, en películas El hombre que perdió su sombra, L’Homme qui a perdu son ombre, una coproducción Suiza-España-Francia-Alemania dirigida por el sesentayochista Alain Tanner y donde Paco estuvo acompañado por Dominic Gould, Ángela Molina y Valeria Bruni-Tedesch. En la misma línea incide la menos valorada Felicidades, Tovarich (España, 1995), dirigida por Antonio Eceiza, y que cuenta la historia de un abuelo, viejo militante comunista que en la Murcia de mitad de los noventa se escapa el día de su cumpleaños con su nieta Adriana, cincuenta años más joven que él. En esta misma lista hrbía que añadir A la revolución en un dos caballos (Italia-España, 2001) dirigida por Maurizio Sciarra que nos sitúa en la mañana del 25 de Abril de 1974, cuando Marco, un joven italiano veinteañero y su amigo portugués, Víctor, dejan París en un Citröen de color amarillo. Su destino es Lisboa que, esa misma noche, se ha liberado de una de las dictaduras más duraderas. El deseo de tomar parte en un acontecimiento histórico, que ocurre una vez en la vida, más el entusiasmo de hacer un viaje juntos durante el cual se encuentran con un viejo comunista (Rabal), que en el curso del encuentro pega unos cuantos disparos porque –dice- una revolución sin tiros no puede ser una revolución. Aquella fue la última revolución europea y acabó, entre otras cosas, porque el partido comunista portugués no concebía ninguna revolución. No era otra cosa lo que había sucedido desde
Otros títulos importantes que abundan el mismo tono vindicativo-nostálgico son la francesa No todo el mundo puede presumir de haber tenido unos padres comunistas (Tout le monde n”a pas eu la chance d”avoir des parents communistes, Francia, 1993), escrita y dirigida por Jean-Jacques Zilbermann, que fue un éxito considerable de público en su país y la italiana, Verso sera (Italia-Francia, 1991), de Francesca Archibugi con un pletórico Marcello Mastroianni que pasó injustamente desapercibida. Ettore Scola casi se convirtió en un cronista de la caída del PCI, tema que da para mucho más que estas cuatro líneas.
Volviendo a Lenin, no creo que esté de más evocar un Lenin de carne y hueso que nunca estuvo en la RDA ni habría admitido una iconoficación, la misma que tanto había denunciado en Marx por parte de la socialdemocracia. Quizás sí habría aceptado la imagen suya que aparece la secuencia final de La confesión (L´Aveu, Francia, 1970), la que denunciaba la ocupación soviética de Praga, en agosto de 1968. En ella, se puede ver que el rostro compungido del líder bolchevique vertía unas intensas lágrimas de doloroso significado. Anotemos que esta imagen fue en su momento bastante impactante fueron ciertas (estaban pintadas en Praga en agosto del 68). Recordemos que ell filme se basaba en la obra homónima de un viejo comunista judío checoslovaco, Arthur London, un “ortodoxo” que tuvo que pasar un tremendo trance para despertar, y para ayudar a otros a hacerlo. Fue dirigida por Constantin Costa-Gravas, cuyo título anterior, Z, se había erigido en estandarte del cine “político” asociado al mayo del 68, unas “jornadas” animadas por unas vanguardias juveniles que se opusieron desde las barricadas tanto al capitalismo y al imperialismo como al “socialismo real”. Los rostros de Arthur y Lise London lo pusieron dos actores estrechamente ligados al comunismo francés de la “Resistence”: Ives Montand y Simone Signoret. Detrás del evento estuvo otro personaje no menos significado en el comunismo francés: Claude Lanzmann.
Durante los años sesenta-setenta, Montand fue sin el actor más emblemático del llamado “cine político”, concepto equívoco donde los haya, y quizás habría sido más adecuado llamarle “cine militante” o “comprometido”. Entre los títulos representativos de esta línea se encuentran La Guerre est finie (1966), de Alain Resnais, que trata de los conflictos de un militante comunista español que ha de volver a España a trabajar en la clandestinidad, Z (1969), Estado de sitio (1972), todas ellas escritas por Jorge Semprún, y colaboró con Goddard en el canto al mayo del 68 Tout va Bien (1972).
En cuanto a Lanzmann, se trata de un viejo comunista francés, autor de obras como El hombre de izquierdas (Ed. La Pleyade, Buenos Aires, 1971), estrecho colaborador de Jean Paul Sartre, amén de célebre autor de la película documental Shoah, en la que comenzó a trabajar en el verano de 1974; la realización le ocupó a tiempo completo durante once años. Desde su aparición en las salas, en 1985, fue considerada un acontecimiento fundamental, el mayor testimonio jamás realizado sobre el “Holocausto”. Pero al contrario que el último Montand, Lanzmann siempre se ha ido reafirmado en la fidelidad a su biografía, algo que siempre habrá que recordar.
Volviendo al Ulises de Theo Angelopoulus: se podría decir que el Lenin de las grandes estatuas era algo así como el reverso oscuro del Lenin vivo. Que el de las estatuas es el que interesaba a los falsarios, mientras que el Lenin vivo es alguien del que todavía se pueden aprender muchas cosas, por citar un solo ejemplo, en el tema del derecho de autodeterminación de las naciones sin Estado. Pero este Lenin conoció pocas aproximaciones cinematográficas a la altura del personaje, aunque las pocas que tuvo merecen ser recordadas por lo que pudo haber sido y no fue.
Parece evidente que este Lenin lloraría por las imágenes de los antiguos militantes comunistas de a pie como los encarnados por Francisco Rabal, a los que la historias les ha acabado dando las espaldas, un hecho para el que no encuentran una explicación.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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