miércoles, abril 02, 2025

“No hay otra tierra”, el documental que retrata la barbarie sionista en Cisjordania


Ganador del Óscar, entre otros premios internacionales. 

 “Cuando era un niño, yo pensaba que mi padre era invencible”, sonríe Basel Adra. Ahora sabe que, para echar a la ocupación, hay que tener paciencia y aprender a fracasar las veces que sea necesario. Es hijo, dice, de una familia de activistas, y es uno de los directores palestinos de “No hay otra tierra”, el documental sobre cómo Israel destruye a fuerza de milicos, topadoras y patotas las aldeas milenarias de la Cisjordania. Un niño al que le parecía normal que el papá durmiera con las zapatillas puestas por si se tenía que escapar por la noche. 
 La película ganó el Oscar la semana pasada y antes la Berlinale, el prestigioso festival de cine de Berlín. La tierra de la que habla es Masafer Yatta, 20 aldeas de montaña en Hebrón, en el extremo sur de Cisjordania, justo en el borde palestino de la llamada Línea Verde de 1948, la frontera legal de lo que hoy son los territorios ocupados. 
 Basel y otros tres directores (dos palestinos, dos israelíes) relevaron una década de agresiones de la ocupación israelí y sus colonos a una comunidad de aproximadamente 4.000 personas que vive allí desde los tiempos bíblicos, y que por los desalojos han tenido en muchos casos que volver, como en los tiempos bíblicos, a vivir en las cuevas de las montañas. 
 En la década del 70, Israel declaró la zona “campo de tiro” y les confiscaron 10 km2 de los 36 que tenían. En 1999, el ejército expulsó a unos 700 palestinos de 12 aldeas, territorio donde los colonos fueron construyendo asentamientos. Hace poco trascendió un documento militar secreto que dice que el campo de tiro fue una excusa para montar los asentamientos. 
 Desde ese entonces, filman con lo que pueden los atropellos. Basel, el pastorcito, aprendió primero a hablar ante la cámara que ahora maneja con maestría y lo llevó a la alfombra roja. 
 El documental se pasea por un paisaje árido, reseco, montañoso, atravesado por camiones del ejército y topadoras que derriban casas construidas hace siglos, piedra sobre piedra, en la boca de las cuevas. Entre risotadas, los soldados sionistas destruyen las torres de electricidad, los pozos de agua, los paneles solares, los corrales de cabras, los paneles de la escuela que las mujeres construyeron de día y los hombres de noche, en secreto, para eludir al ejército. 
 En esa escuela, inaugurada hace muchos años por Tony Blair, la noche de los Oscar se transmitió la película ante un auditorio de residentes y activistas internacionales. En represalia, hubo redadas del ejército. 
 Basel filma a los colonos, brutales, que en el nombre de dios queman cultivos, roban ganado, incendian casas. Los escoltan soldados del ejército israelí, seguidos e insultados por las mujeres. 
 “Empecé a grabar cuando llegó nuestro fin”, dice Basel. Fue en el verano de 2019, cuando después de 20 años sin pronunciarse el Tribunal Supremo avaló la destrucción de la mayoría de las aldeas y la expulsión de sus habitantes. 
 Los palestinos tienen prohibido reconstruir viviendas o servirse de la red de agua que Israel construyó para los asentamientos. Tampoco pueden usar los dos pozos subterráneos que los proveyeron de agua desde hace siglos. “¿Cómo esperan que olvidemos el lugar donde hemos nacido?”, pregunta mansamente el abuelo de Basel a otro de los directores, el periodista israelí Yuval Abraham. Y le pregunta de dónde es. “De Ber Sheeva”, contesta el joven. “Ah, ¡es palestino!”, retruca socarrón el abuelo y repregunta: “¿Ustedes cuándo llegaron?”.
 En esos diálogos precisos, el film despliega ante el espectador la barbarie de una fuerza de ocupación embrutecida, cuyo norte histórico es la limpieza étnica. También la determinación absoluta de los palestinos a permanecer en su tierra, una resistencia que atraviesa las generaciones. 
 “No hay otra tierra” muestra la complejidad del vínculo entre israelíes y palestinos, aunque Yuval sea, como dice el padre de Basel, “un israelí de los de derechos humanos”. “Vos te vas pero yo no puedo salir de aquí” le espeta una noche Basel a Yuval. Socios, amigos, cómplices. Pero uno puede manejar hasta su casa y el otro tiene prohibido desplazarse más allá de la línea de check points. 
 El apartheid no es solo una palabra. Dos días después del 7 de octubre, en una de esas aldeas, Umm al Khair, “la mitad de la comunidad fue atacada, les vendaron los ojos en mitad de la noche y les obligaron a jurar lealtad a Israel", explica Sam Stein, un activista judío de Nueva York que lleva años viviendo en la zona. 
 En 2024, a las topadoras y los camiones se sumaron los tanques y un tal Ilan, encapuchado pero de uniforme. Está encargado de las demoliciones. “¿Por qué pierdes el tiempo? No nos iremos”, le gritan: “Nací aquí hace 70 años. No nos iremos”. 
 Ladrón, ladrón, no nos iremos, le gritan mientras un hombre seca con el dorso de la mano la cara empapada de lágrimas de una muchacha. Los soldados y las topadoras avanzan hacia la placita con juegos que donó Noruega. No más placita. Enseguida, destrozan los tanques de agua, las cisternas, las cañerías, el baño químico. 
 “Si no se van los detengo”, grita Ilan pero nadie se va. Una niña recupera entre los escombros las pinzas de su padre, una mujer recupera una bolsa de pan. Dentro de unas horas, cuando termina de ordenar la cueva, abraza entre risas a los niños: “Vengan, vengan, vamos a comer rico pan”. La emocionante capacidad de resistencia del pueblo palestino. 
 Esa noche, en la cueva, una nena juega con un trompo: “Giro y giro así nadie me atrapa”. Afuera, un camión baja clandestinamente materiales de (re)construcción. Los hombres levantan una pared nueva. Basel se pagó como albañil sus estudios de Derecho en Beer Sheva: “Siempre soy la mano de obra barata”, le dice a Yuval. 
 A la mañana, el ejército vuelve a destruir todo, confisca las herramientas de construcción. Cuando intentan llevarse el generador de electricidad, hay un forcejeo desesperado. Se zanja con un disparo, certero, en la columna vertebral del palestino. Harun es albañil, en las herramientas se le iba la vida. Y casi: la puntería implacable de la única democracia de Medio Oriente lo deja paralizado, para siempre, de los hombros para abajo. 
 En el escenario de la Berlinale, el palestino fue el primero en hablar: “Es muy, muy difícil para mí celebrar algo mientras decenas de miles de mi gente están siendo masacradas en Gaza en este momento. Como estoy aquí en Berlín, me gustaría pedirle a Alemania que respete los llamamientos de la ONU y dejar de enviar armas a Israel”. 
 Luego habló Yuval. “Yo vivo en un régimen civil y Basel bajo un régimen militar. Vivimos a 30 minutos el uno del otro, pero yo tengo derecho a voto y Basel no. Yo puedo moverme libremente por el país, pero Basel, como millones de palestinos, está atrapado en Cisjordania. Esta situación de apartheid entre los dos, esta desigualdad, tiene que terminar”, señaló. La sala de la Berlinale estalló en un intenso aplauso que significó que arreciaran pedido de renuncia a la ministra de Cultura, Claudia Roth. El lunes, un twit del ministerio reinterpretó el aplauso “que iba dirigido al periodista y cineasta judío-israelí”, no al palestino” (sic).
 En Los Angeles, a la hora de recibir el Oscar, Basel insistió: “Hace dos meses me convertí en padre. Mi esperanza para mi hija es que no tenga que vivir la misma vida que estoy viviendo yo: siempre temiendo la violencia, las demoliciones de nuestros hogares y los desplazamientos forzados que enfrentamos cada día bajo la ocupación''. Y llamó al mundo “a detener la limpieza étnica del pueblo palestino''. Lo aplaudieron de pie. 
 El ministro de Cultura israelí Miki Zohar, describió los premios como “un momento triste para el mundo del cine” y llamó a no exhibir la película. El filme carece de distribuidor en Estados Unidos y no se proyectó ni proyectará en salas comerciales de Israel. 
 Las amenazas, públicas y anónimas, tomaron tal dimensión que ambos directores suspendieron todas las entrevistas y el israelí postergó su regreso. “He recibido cientos de mensajes anónimos avisando que me van a matar, que me esperan en el aeropuerto”, le contó a Haaretz. 
 Una multitud fue a su casa en Beer Sheva y amenazó a familiares directos, que tuvieron que huir a otra ciudad durante la noche. 
 Los ataques son fogoneados por el gobierno: la misma noche de la Berlinale, la televisión pública israelí tituló: “El discurso antisemita del creador israelí”.
 En Masafer Yatta los premios se entendieron como “una victoria para toda Palestina y para todo Masafer Yatta”. Pero un hermano de Basel contó que desde el estreno las amenazas contra su familia han aumentado, los colonos apedrearon su coche y los militares requisaron una y otra vez a la familia.
 Más de 40 cineastas israelíes, entre ellos Ari Folman (Vals con Bashir, El congreso, Dónde está Anne Frank…) y Guy Nattiv (Oscar al mejor cortometraje en 2019 por Skin y reciente autor de Golda), se solidarizaron con el dúo. Acusaron a la televisión pública de “populismo barato e incitación en el discurso público” y subrayaron que nada en el discurso de Abraham era antisemita, sino una “descripción factual de la realidad en Cisjordania”. 
 Ya en octubre unos 700 cineastas israelíes decidieron boicotear y repudiaron la creación de tres fondos estatales que financiarán exclusivamente “a creadores fieles al estado judío”. Uno de ellos es para Cisjordanía y excluye a los cineastas palestinos, cuando los palestinos son el 80 % de la población. Además, las ayudas al desarrollo del proyecto tras el guión son solo para residentes de asentamientos.
 Con subtítulos en español, el documental se puede ver acá: 
https://ok.ru/video/8836492954209

 Olga Cristóbal 
 09/03/2025

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