jueves, febrero 10, 2011

Los silenciosos hacedores de cultura


A los noventa años acaba de fallecer Maruja Iglesias. Quizás su nombre no tenga mucha resonancia, porque formó parte de ese ejército de tejedores de redes de saber imprescindibles en las sociedades contemporáneas. En las estructuras primitivas, la cultura, como la tierra, es un bien compartido por todos, administrado y transmitido por el chamán. Con la propiedad privada y la aparición de las clases sociales, las funciones se bifurcan. Algunos servidores de la gleba concentrarán buena parte del trabajo manual e irán acumulando los conocimientos indispensables para la agricultura. Con el desarrollo de las ciudades, se configurará el perfil de los artesanos, de los comerciantes –administradores de cuentas por excelencia-, mientras otros tendrán el dominio de lo eclesiástico y un sector se ocupará del manejo de las armas. El dominio de la letra instaurará una suerte de aristocracia que conducirá al nacimiento de la universidad. Habrá surgido la era Guttemberg. El libro, pensaba Víctor Hugo, terminará por desplazar a la iglesia.
El imperio de la letra se convirtió en instrumento de poder. Por necesidades de la propagación de ideas religiosas –el acceso directo a la biblia para los protestantes y por exigencias del desarrollo industrial- el círculo de lectores se amplió. La noción de cultura se desgajó en dos vertientes, al extremo de asociarse al ámbito del libro, de las instalaciones especializadas para la representación teatral y el concierto, así como a los salones de artes visuales. En esa coyuntura, el romanticismo intentó reivindicar el folklore, detenido en el tiempo, tan exótico como las tierras distantes que poblaron el imaginario de la época. Museos y bibliotecas nacionales preservaron, jerarquizaron y legitimaron la alta cultura.
En el siglo XX, el surrealismo subvirtió el orden establecido y redescubrió, mediante la percepción de lo insólito, la existencia de una cultura popular viviente, sin descartar por ello la validez de la otra, aunque sometiera a una revisión crítica los paradigmas reconocidos.
Puesto que el saber es poder, se imponía la necesidad de favorecer el diálogo productivo entre las dos culturas. En el plano de la creación artística, la vanguardia advirtió, n los ritmos persistentes en la memoria colectiva una vía de retroalimentación. Por otra parte, la tradición letrada debía convertirse en bien disfrutable para las grandes mayorías. Con ese propósito cobró fuerza la política extensionista de las universidades y las bibliotecas. En este último caso, las instituciones patrimoniales se colocaron al servicio de los investigadores de más alto nivel, mientras la promoción de la lectura irradiaba desde centros instalados en municipios y comunidades. Al triunfar la Revolución, las universidades cubanas, dotadas de modestos recursos, habían impulsado, más allá del currículo formal, proyectos de difusión cultural. No ocurrió así con las bibliotecas, muy escasas y reducidas a total desamparo.
Correspondió al binomio formado por María Teresa Freyre de Andrade y Maruja Iglesias diseñar en 1959 una política de desarrollo y refuncionalización del sistema bibliotecario atemperada a las circunstancias concretas de Cuba. Correspondía a la Biblioteca Nacional preservar el patrimonio bibliográfico del país. Se procedió al organización y rescate de libros, publicaciones seriadas, grabados, mapas y otros documentos valiosos en el área destinada a la colección cubana. Similar criterio se aplicó al ordenamiento de las fuentes patrimoniales depositadas en centros equivalentes de las seis capitales de las provincias entonces existentes. Pero, grandes o pequeñas, las bibliotecas debían ser, al mismo tiempo, ámbitos propicios para la animación cultural.
Con ese propósito, la Biblioteca Nacional adquirió un perfil singular. Favoreció el trabajo de los investigadores, abrió el acceso a los estudiantes, creó salas circulantes para niños y adultos y multiplicó en distintos espacios la difusión cultural. De esta proyección hacia el conjunto de la sociedad, se encargó Maruja Iglesias.
En el salón de actos de la institución se presentaron prominentes personalidades intelectuales de Europa y América Latina, se produjeron debates sobre asuntos polémicos de la actualidad –como sucedió con el entonces controvertido tema del feeling-, se ofrecieron cursos sobre arte, música y literatura, a modo de iniciación al mundo de la cultura. Franqueando los muros de la Biblioteca, se organizaron colecciones circulantes para los sindicatos, concebidas para incentivar el hábito de la lectura. Se emprendió un experimento dirigido a las zonas campesinas, recién salidas de la campaña de alfabetización. Desde la ciudad de Cienfuegos, sobre camiones adaptados al efecto, salían las bibliotecas viajeras hacia los territorios rurales más intrincados. En plena lucha contra los bandidos del Escambray, partía desde Trinidad otro vehículo similar. Tierra adentro, se detenían en puntos fijos, donde ya los aguardaban los usuarios, muchas veces acompañados por sus hijos escolares. La colección comprendía libros para niños y para adultos. Más avispados, los pequeños dirigían su curiosidad a los volúmenes más llamativos. Todavía tímidos, los mayores titubeaban y se valían del apoyo del bibliotecario para definir sus intereses inmediatos. En la ciudad y en el campo, el trabajo extensionista se esforzaba por romper barreras.
Como señal de rebeldía ante el estrecho y conservador ambiente provinciano, Maruja Iglesias abandonó Holguín con el propósito de estudiar en la Universidad de La Habana, la única existente por aquel entonces. El azar la hizo compartir una casa de huéspedes con un joven estudiante de derecho involucrado ya en luchas políticas: Fidel Castro. Completó el aprendizaje en las aulas con el intenso debate generado en la colina por algunos profesores –recibiría de Raúl Roa una influencia perdurable- y por grupos de estudiantes que combatían los males de la república, se definían como antimperialistas y volvían la mirada hacia América Latina. Algunos –Alfredo Guevara, Baudilio Castellanos, Mario García Incháustegui y Enrique Rodríguez Loeche enfrentarían luego la dictadura de Batista y se entregarían a la causa de la Revolución triunfante. Coincidían todos en el deseo de contribuir al a construcción de un país. Vinculada al Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), Maruja Iglesias, tras el golpe del 10 de marzo, se comprometió de lleno con la lucha clandestina. Fundadora del Frente Cívico de Mujeres Martianas, coincidió con la vocación unitaria de ese grupo de mujeres en franca colaboración con todas las tendencias involucradas en las acciones del llano contra la tiranía. Encontró lugar seguro para preservar la carta enviada por Fidel desde México a Carmen Castro, dirigente del frente, de larga trayectoria revolucionaria.
Para refundar la nación, su vocación de servicio se centró en aquello que mejor sabía hacer: patrticipar en la gtransformación del sistema bibkliotecario cubano. Sin descuidar las áreas patrimoniales, atendió de manera especial el crecimiento de ese tejido impalpable y secreto mediante el cual los bienes culturales alcanzan amplios sectores de la sociedad, allí donde el crecimiento de los lectores carga de sentidos diversos la obra de creación presente y pasada. Se sintió plenamente realizada al integrar el universo anónimo y silencioso de quienes, maestros o bibliotecarios, edifican el andamiaje requerido par vertebrar la cultura al cuerpo de la nación. Su modestia y su ética intachable le ganaron el afecto de los intelectuales que se sumaron a las tareas cotidianas impuestas para la necesaria difusión de las letras y las artes: Argeliers León y María Teresa Linares, Cintio Vitier, Fina García Marruz y Eliseo Diego, Juan Pérez de la Riva y Zoila Lapique, Alejo Carpentier y Lilia Esteban. En esta hora difícil para el mundo, su ejemplo contribuye a la imprescindible

Graziella Pogolotti

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