martes, octubre 11, 2011

Carlos Maria Rama: La revolución social española


Este texto comprende el capitulo IX de la obra de Carlos Mª Rama, Revolución social en el siglo veinte (Editorial Palestra, colección Nuestro Tiempo, Montevideo, 1962, páginas 170-184), y en el que el autor resume materiales de los libros del autor: La crisis española del siglo XX, editado en 1960 en México por Fondo de Cultura Económica, que constituyó en su momento, junto con los libros de José Peirats, Frank Borkenau y Pierre Broué-EmileTémine, unas primeras aproximaciones sobre la existencia de una profunda revolución social en la España republica, hecho que apenas si hay ocupado atención en los historiadores como Gabriel Jackson y Hugo Thomas, que enfocaban la historia desde un enfoque en la que la guerra española es, ante y sobre todo, el preludio de una II Guerra Mundial librada entre el eje Nazi-Fascista y los Aliados, representados en España por los partidos que anteponían la autoridad del gobierno del Frente Popular a una revolución considerada como inoportuna…Este libro, como otros del mismo autor, nos llegó aquí a través del doble fondo de las librerías llamadas “progres” como Documenta de Barcelona, y cuya labor en este sentido merecería un reconocimiento que no han tenido.
Aunque actualmente parece bastante olvidado, Carlos María Rama(Montevideo, Uruguay, 1922-Roma, 1982), fue en aquellos tiempos un sociólogo e historiador uruguayo, próximo a las ideas libertarias, profesor de Sociología e Historia de América de la Universidad Autónoma de Barcelona Hijo de padres gallegos emigrados, hermano del reputado escritor y ensayista Angel Rama, Carlos fue además jurista, periodista, así como fue profesor en diez universidades, sobre todo de su país y de Chile, así como de otros países suramericanos. Comentaba con ironía: “Muchos reyes de España no han tenido profesores tan buenos como los tuve yo. Aprendí historia con Claudio Sánchez Albornoz, literatura con José Bergamín, Derechos español con Jiménez de Asúa y Derecho internacional con Roque Barcía”.
A raíz del golpe de Estado de Pinochet-CIA de 1973, que le obligó a abandonar Chile, Rama se trasladó a España, donde desarrolló su labor de investigador y divulgador hasta su muerte. En su labor pedagógica y en sus publicaciones, destaca el análisis del diálogo cultural entre España y Latinoamérica, la batalla del idioma, la independencia de las repúblicas latinoamericanas y el fenómeno de los escritores trasplantados. Era autor de 35 libros, fundamentalmente estudios históricos y sociológicos sobre España y América Latina por los que había ganado un renombre en los ambientes universitarios y obreristas. Cuando murió, estaba estableciendo contactos sobre temas del Instituto de Estudios Latinoamericanos, que había fundado con otros profesores hispanoamericanos y que tenía su sede en la Universidad Autónoma de Barcelona donde ejercía la docencia en sociología e historia de América.
La crisis española del siglo XX puede considerarse como una aportación decisiva en la crítica de la historiografía «oficial» republicana que ocultaba o minimizaba la existencia de una revolución social. Rama ofrecía una especial importancia al movimiento obrero, con un particular sesgo libertario así como a las experiencias colectivistas, algo que entonces permanecía como algo inoportuno en la lucha antifascista. A este importante estudio le seguirán Ideologías, regiones y clases sociales en la España contemporánea, Sociología de América Latina, pero sobre todo títulos de análisis político social como la ya señala Revolución social y fascismo en el siglo XX …También cabe mencionar Historia del movimiento obrero y social latinoamericano contemporáneo (Laia, Barcelona, 1976) Las ideas socialistas en el siglo XIX (Id., 1977), La ideología fascista (Júcar, Madrid, 1979), Fascismo y anarquismo (Bruguera, Barcelona, 1979), donde incluye, entre otros, varios trabajos sobre el anarquista italiano asesinado en Barcelona en las postrimerías de mayo del 37, Camilo Berneri, y un largo etcétera. Cuando murió estaba a punto de presentar su libro Historia de las relaciones culturales entre España y América Latina en el siglo XIX…Me parece que desde entonces, su obra no se ha vuelto a editar, víctima de la decadencia del libro político-militante que siguió el tiempo de su muerte.
Considero esta breve edición como una forma de homenaje.

Carlos Mª Rama: la revolución social española

Por 1930 España tenía los rasgos de los países atrasados o subdesarrollados, A pesar de la potencia creadora de su pue­blo y de sus grandes riquezas naturales, el país vivía al mar­gen de los grandes acontecimientos históricos, en condiciones inferiores incluso a nuevos países que había creado su esfuer­zo en América Latina.
En efecto el 52% de la población vivía dedicada a la agri­cultura, los recursos minerales eran explotados por empresas extranjeras y la industria solamente había arraigado en al­gunas ciudades de las regiones catalana y vasca. La mitad de toda la población del país era analfabeta, las famosas univer­sidades que databan de la Edad Media contenían un alumna­do minúsculo, los servicios de carácter público eran deficientes en todo sentido.
El país se veía enfrentado a problemas tan graves como los siguientes: las regiones periféricas imbuidas del naciona­lismo local procuraban infructuosamente su autonomía o su independencia; millones de españoles vivían en condiciones subhumanas o tenían que emigrar al extranjero para poder sub­sistir; el atraso cultural, sanitario, administrativo, era pavoro­so.
De esta situación eran responsables las clases y grupos pri­vilegiados que en forma despótica y arbitraria explotaban al país en su exclusivo beneficio. Estas fuerzas eran por su orden: los grandes latifundistas agrícolas, el clero y la oficialidad del ejército. El 1l% de la población campesina eran latifundistas propietarios del 50% de todo el territorio nacional. En las pro­vincias de latifundio apenas había 20 habitantes por kilómetro cuadrado, mientras en las zonas de minifundio (Galicia, País Vasco, etc.) cada familia vivía casi en un cuarto de hectárea.
Rutinarias, ignorantes técnicamente, absentistas de sus mis­mos campos, las empresas agropecuarias tienen una productivi­dad bajísima, que obliga a los latifundistas a obtener sus gran­des ingresos sobre la base de salarios de hambre.
Todavía, en 1932 solamente un grupo de 14 personas integradas por duques, condes y marqueses, eran dueñas de 383.062 hectáreas. Solamente el Duque de Medinaceli poseía como pro­pietario unas 79.147 hectáreas.
Los grandes monopoliza dores de la tierra, (a menudo no­bles herederos desde hacía siglos), manejaban el gobierno con la complicidad del clero y el ejército. La Iglesia Católica había conseguido en España —al revés de toda Europa— mantener el ex­clusivo monopolio de la vida intelectual y cultural. La Inquisi­ción todavía funcionaba a principios del siglo XX. En 1930 la Iglesia era parte del mismo Estado, y la intolerancia religiosa era respaldada por medidas represivas.
El clero aseguraba la enseñanza de los ricos, la dirección, de sus conciencias y les proveía de una ideología retardataria y medieval. Para el pueblo trabajador se confundía con la misma riqueza, y por esa razón el clero —con contadas excepciones— era impopular.
La oficialidad del ejército, tan abundante e innecesaria co­mo el clero, había experimentado derrotas, en América y Áfri­ca, y solamente se justificaba como órgano- represivo del prole­tariado. Privilegios abusivos, una militarización del país, eran su retribución por la defensa de los intereses de la gran bur­guesía terrateniente.
Aplastada por estos grupos parásitos, enclavada en una vida espiritual intolerante, aislada de las corrientes intelectua­les mundiales, España retrocedía en el concierto de los pueblos, e incluso dejaba de influir entre los países de su misma lengua.
Todos estos problemas no eran desconocidos a los grandes intelectuales españoles de la época, surgidos en su casi totalidad de la menguada clase media intelectual. Las ideas de Jovellanos, Larra o Francisco Giner de los Ríos, se reavivan en las manos de la generación de escritores de la llamada época del desastre de 1898, como Joaquín Costa, Ángel Ganivet, Francisco Pi y Margall, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset. Algunos no fueron fieles a ese ideario, pero en ocasión de la guerra de Cuba coincidían en estigmatizar al Estado absoluto, teocrático y militarista; en plantear el peligro del militarismo africanista; en denunciar el hambre del pueblo; y el atraso general del país.
Costa resumía ese programa generacional diciendo: "de­bemos fundar una España nueva, es decir una España rica y que coma, una España culta y que piense, una España libre y que gobierne, una España fuerte y que venza, una España, en fin, contemporánea de la humanidad, que al trasponer las fron­teras no se sienta forastera como si hubiera penetrado en otro planeta o en otro siglo".
Tanto más importante que estos escritores, (que restaura­ron internacionalmente la España culta), fue la acción efectiva de las clases medias de las regiones periféricas (Cataluña, País Vasco y Galicia), y más todavía de los campesinos y obre­ros revolucionarios.
A costa de inmensos y heroicos sacrificios el proletariado español desde 1864 se había incorporado al movimiento revo­lucionario europeo. La Primera Internacional de las Trabaja­dores tuvo "secciones" y "Federaciones Regionales" en Es­paña, y a partir de entonces una corriente formidable de sindi­catos, uniones, ateneos, periódicos, y centros de estudios. Los obreros; y muy en especial los industriales de Cataluña, los mi­neros del norte y los campesinos andaluces, hicieron de los sin­dicatos su organización por excelencia, y supieron defenderla contra la reacción y el medio invariablemente hostil.
Con su movimiento obrero escribe el proletariado español una de las páginas más brillantes de la historia de las luchas sociales de Occidente. Sin su conocimiento resulta incomprensi­ble la historia contemporánea de España, pero asimismo la formación del pensamiento progresista en América de lengua es­pañola.
Aquel movimiento fue animado por obreros manuales, co­mo por ejemplo Pablo Iglesias, Francisco Mora y Francisco Largo Caballero en el ambiente socialista; Anselmo Lorenzo, Ricardo Mella, Francisco Ferrer y Guardia y Federico Urales en el anarquista. En su conjunto, el movimiento obrero española adquirió conciencia propia, independiente de las ideas y preo­cupaciones burguesas ya en el siglo pasado.
En otra parte hemos señalado que "Se podría sintetizar todo esto diciendo que antes de cerrar su ciclo la vieja "Espa­ña tradicionalista", la "España negra" de los adversarios re­publicano-liberales o simplemente progresistas que heredan una "política de razón", ha surgido una "tercera España", la "España roja", de la clase obrera sindicalizada y revolucionaria, que busca extender su acción a través del campesinado.
Las divisiones ideológicas del movimiento obrero surgidas, en la misma Primera Internacional se sienten inmediatamente en España, donde ya en 1864 Fanelli, un discípulo de Miguel Bakunin, lleva ideas anarquistas; mientras el yerno de Carlos Marx, Paul Lafargue propagaba algo más tarde el marxismo. La socialdemocracia se organiza con la fundación del Par­tido Socialista Obrero Español en el año 1879, la creación de la Unión Generar de Trabajadores (UGT), que alcanzará una sólida base obrera en regiones como Asturias, y ciudades como Bilbao y Madrid.
El anarquismo alcanzará una difusión mayor, y terminará por identificarse. —como señalan incluso sus adversarios— con la idea de revolución hispánica. Un poco en todas partes, ero especialmente en Cataluña y Andalucía, arraiga profundamen­te apoyado en la misma psicología colectiva de España, su in­dividualismo, sus tradicionales rebeldías, y la situación política del país, que no canalizaba de una manera políticamente pa­cífica el ascenso popular.
Los sindicatos de esta tendencia se agrupan en 1910 en la Confederación. Nacional del Trabajo (CNT), donde arraiga a su vez la Federación Anarquista Ibérica (FAI).
En la primera post-guerra el movimiento proletario revo­lucionario y la opinión pública de las clases medias progresis­tas son tan vigorosas que las clases privilegiadas recurren pre­ventivamente a la dictadura. Entre los años 1923 y 1930 se instala un gobierno militar presidido por el Gral. Miguel Pri­mo de Rivera que suprime dictatorialmente las escasas liberta­des públicas existentes, procura dividir y reducir el movimien­to obrero, deporta a los intelectuales y refuerza la importancia del ejército africano y el clero.
Pero la Dictadura, (cuyas relaciones con el fascismo italia­no han sido señaladas), no solucionó ninguno de los grandes problemas de España y terminó por ser impopular, incluso para algunos sectores de las fuerzas burguesas que representa­ba.
Finalmente el 14 de abril de 1931 se declaró la Segunda República Española, gracias a la concurrencia de aquellas fuerzas revolucionarias ya citadas que venían luchando por la reno­vación del país desde principios de siglo.
La revolución estaba hecha en los espíritus, gracias al aporte de los intelectuales progresistas y se había producido un ascenso de masas populares sin precedentes en la historia de España. Los sindicatos obreros con su conciencia de clase, y las
masas campesinas empobrecidas, se unían a la clase media de
los empleados y técnicos industriales e intelectuales, en reclamar mejoras inmediatas que se asociaban al régimen republica­no,
En los hechos la vieja estructura política con la Monar­quía, los partidos dinásticos tradicionales, la Iglesia como rec­tora de la vida espiritual, y el Ejército impidiendo las liberta­des públicas se había desprestigiado. Por vez primera en la historia de España la opinión pública es decisiva. Las nacio­nalidades periféricas, (catalanes, vascos y gallegos), encuen­tran en la República el reconocimiento de sus aspiraciones de autonomía, y participan activamente en su triunfo.
El entusiasmo de las masas, la confianza de las nuevas ge­neraciones en una renovación de las estructuras sociales, la eu­foria de los intelectuales, están en el clima de las grandes transformaciones progresistas del resto de Europa, a través de la historia.
El país entero vive, a partir de abril de 1931 y práctica­mente hasta 1939, el clima de las grandes revoluciones político-sociales del mundo occidental.
Las grandes etapas de la, revolución española son: de 1931 a 1934, en que se ensayó un régimen político neo-liberal; al que sigue la reacción conservadora de 1934 -1936, y finalmente la revolución social española de 1936-1939, que se -desarrolla en la zona llamada republicana, simultáneamente con la guerra ci­vil contra el ejército, la iglesia y la intervención fascista ex­tranjera.
En el primer período, y como .sucede en todas las revolu­ciones históricas, predominan las tendencias políticas de la bur­guesía y de las clases medias progresistas. Su programa es li­quidar la monarquía., reducir la importancia del ejército* y se­parar la Iglesia del Estado. En la legislación, las Cortes Cons­tituyentes, integradas en buena parte por los intelectuales más importantes que entonces contaba España, aprueban la Consti­tución de la República de 1931, en la cual a pesar de la solem­ne declaración de que "España es una república de trabajado­res" se consagraba un régimen constitucional neo-liberal, se­mejante al que anteriormente tuvieron la República de Weimar, México, Uruguay, etc.
La aspiración de la autonomía de Cataluña fue atendida, pero se postergó la solución al problema de Vasconia y Galicia. Durante el Ministerio de Guerra de Don Manuel Azaña se redujeron los exagerados efectivos del ejército. En el terre­no educacional se promovió una expansión muy significativa del sistema escolar, y también en ese sector se redujo la impor­tancia política y económica de la Iglesia católica española.
Estas realizaciones, que eran necesarias para asegurar el desarrollo del país, concitaron la oposición, cada día más en­carnizada, de los sectores ultraderechistas del clero y las fuer­zas militares, y en 1932 el Gral. Sanjurjo inicia la serie de gol­pes armados contra la República, que terminarían por hundir­la en 1939.
Pero los republicanos en los años 1931-1934 no consiguieron atraerse a las masas proletarias españolas, que debían ser sus naturales sostenes contra la extrema derecha reaccionaria y golpista. En primer lugar, porque no tu-vieron en cuenta que sin una reforma agraria no había posibilidades de una efectiva democracia política, ni asegurar a España las condiciones ele­mentales de vida de un país civilizado.
La ley de Reforma Agraria se adopta recién en septiembre de 1932, y hasta 1934 da como resultado el reparto de solamente unas 150.000 hectáreas, (es decir la superficie de un par de latifun­dios de gentes de nobleza, como hemos visto), donde se asien­tan unas escasas 10 mil familias.
En el terreno sindical el gobierno se empeña en controlar, reglamentar, orientar a las fuerzas sindicales, retaceando su derecho a la huelga y sus aspiraciones a mejorar sus salarios y controlar el mercado laboral.
Como consecuencia de todo esto, la República se verá ata­cada por la extrema derecha y abandonada por las fuerzas po­pulares de la extrema izquierda. Primero la Confederación Na­cional del Trabajo y después la Unión General de Trabajado­res pasarán a la oposición, e incluso a la organización de movi­mientos revolucionarios tendientes al triunfo de una "segun­da revolución", una etapa social que supere y trascienda las in­suficientes reformas de 1931-1933.
El movimiento obrero se radicaliza y la CNT es ahora orien­tada por la Federación Anarquista Ibérica; mientras crece la importancia del comunismo, el trotskismo y la izquierda socia­lista.
Cuando en noviembre de 1933 se realizan las elecciones de diputados a Cortes, la izquierda pasa de sus 291 bancas a so­lamente 98, mientras la derecha asciende de solamente 42, que tuvo entre 1931 y 1933, a 212. La verdad es que tampoco la de­recha había aumentado mayormente su caudal por cuanto sus 3.385.000 votos, (en los que se incluían cientos de miles de cam­pesinos analfabetos, peones, o medianeros de los latifundistas), eran inferiores a los 4.062.000 votos de la izquierda y el centro, a las cuales deben sumarse potencialmente unos dos millones de abstencionistas, ex votantes de la izquierda en las elecciones anteriores.
Se ha dicho que mientras, en su primera etapa, la Repú­blica procura contemporizar con las fuerzas feudales, en los años 1934-1936 busca incorporárselas. De nuevo la Iglesia, el Ejército y los latifundistas dominan el gobierno, se procede a la anulación de las tímidas medidas del gobierno anterior, se amnistía a los militares sublevados, se vuelve a pagar sueldos al clero, y se retacea la autonomía nacional.
Desplazadas del poder las fuerzas políticas que habían im­plantado la República, se plantea la posibilidad que la extrema derecha instale un gobierno dictatorial fascistizante. Es en defensa de las libertades públicas, nacionales y re­gionales, que se produce el episodio de octubre de 1934, espe­cialmente importante en Barcelona y Asturias. El gobierno de la Generalidad catalana encabezado por Luís Companys da un golpe de estado, pero, privado del concurso de los sindicatos cenetistas, es inmediatamente reprimido por la guarnición de Bar­celona. En cambio en Asturias donde la UGT y la CNT, con el concurso de los partidos populares, han hecho una alianza, se produce el episodio llamado muy justamente de la "Comuna española". Como en París en 1871, los obreros asturianos 6a hacen dueños del control político y económico de la región, de­rrotan a las fuerzas militares acantonadas en Oviedo, Gijón y otras ciudades, haciendo derroche de heroísmo, y proceden a la instalación de organismos proletarios de administración eco­nómica. La Alianza Revolucionaria asturiana durante trece días, a través de sus comités locales, instala por primera vez en España un poder obrero revolucionario, y ese hecho impide por dos años el triunfo del fascismo en todo el país.
Cuando en 1936 se proceda a nuevas elecciones, el recuerdo de los sucesos de octubre de 1934, y del bienio negro (1934 -1936), será decisivo para volcar en las urnas a la masa obrera que dará el triunfo a los partidos del Frente Popular represen­tativos de la izquierda. La verdad es que a partir de los hechos de Asturias los sindicatos, ahora reorganizados pasan al primer plano de la vida política mostrando la madurez de la clase obrera y su decisión de actuar protagónicamente.
Su divisa podría ser la de los internacionalistas del siglo XIX, "la liberación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos". Ya no se "espera que leyes generosas provean a sus necesidades como en los años 1931-1933, sino que actúan en forma directa y revolucionaria. Ahora el nuevo go­bierno republicano, cuyo sostén parlamentario principal está constituido por el Partido Socialista Obrero Español, actúa ra­tificando o regularizando la acción reivindicatoria popular. En los meses de febrero a julio de 1936, aparte de desmontar la maquinaria represiva del bienio anterior, se procede a una ac­tiva reforma agraria que distribuye 713.000 hectáreas a cam­pesinos desheredados, como son por ejemplo los yunteros de Extremadura. En Sevilla después de una huelga de alquileres se procede a su condonación legal. El nivel de salarios reales se eleva rápidamente, y los sindicatos negocian con éxito mejores; condiciones laborales.
La extrema derecha por su parte no renuncia a sus posi­ciones, y libra verdaderas batallas callejeras con pistoleros a sueldo de la Falange Española que, al estilo del Fascismo italia­no, había organizado un hijo del Gral. Primo de Rivera, el dic­tador de la década anterior.
Pero los sindicatos y grupos políticos militantes resistie­ron esa agresión, y entonces la extrema-derecha precipitó un "pronunciamiento" de las guarniciones militares, apoyadas por el alto clero, el carlismo, falangismo y otros sectores reacciona­rios minúsculos. Pero el 18 de julio inició, al mismo tiempo que una muy cruenta guerra civil, una experiencia totalmente ori­ginal en la historia de los movimientos sociales.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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