domingo, febrero 10, 2013

Dos textos “anarquistas” de Pi i Margall




Pi i Margall tiene una obra importante en general descatalogada. En ella se pueden encontrar apartados tan apasionantes como El hurto y declaraciones en defensa de las ocho horas de trabajo que hemos reproducidos.
Lo dicho: se vuelve a hablar y a evocar a Pi i Margall. No hay artículo un poco extenso sobre el “derecho a decidir” de Cataluña, que no se le evoque como principal exponente del federalismo durante la las últimas décadas del siglo XIX. .
Pero más allá de este debate sobre lo que queda del federalismo en una izquierda institucional que ya había dejado de ser social desde principios de los años ochenta del siglo XX, y de los que puedan darse sobre la experiencia de la Primera República (de su proyecto de “federalismo por arriba” que le reprocho Valentín Almirall), es justo recordar que fue un hombre profundamente admirado por el pueblo consciente, y que su ideario se sitúa entre Proudhom y Lincoln, o sea entre la democracia burguesa radical y el socialismo que los marxistas llamaron “de transición”, o sea entre el utópico que prescindía de la clase obrera en nombre del pueblo y de la revolución en nombre de la reforma, y el que ya empieza darle contenido programático a un movimiento obrero que va asumiendo que tiene unas finalidades propias como clase. Durante muchos años su obra fue defendida por los republicanos federalista (que los hubo en la CNT), y por sectores del anarquismo. Incluso existió un pequeño partido, el partido federalista que se mantuvo generalmente como un sector dentro de la CNT, pero que aceptaba la política parlamentaria.
Igualmente hay que recordar que Pi i Margall se definió como anarquista («Yo soy anarquista, sábelo, hace más de cerca de medio siglo. El hombre, decía ya entonces, es un ser libre y dueño de sí mismo. Lleva en su alma la raíz de toda certidumbre, de toda moralidad y de todo derecho y no reconoce justo, moral ni verdadero sino lo que como tal su razón afirma. No admite contra sus afirmaciones ni la autoridad de la ciencia, ni de la Biblia, ni la de los códigos, y merced a su independencia inicia todos los progresos de que después se vanagloria y aprovecha todo nuestro linaje. Ser de índole tal es ingobernable; a la idea de poder hay que sustituir la del consentimiento»), añadió a este término el de reformista, pensando que había que evolucionar por «reformas en lo político, en lo civil, en lo penal, en todo lo que hoy regula la vida de los individuos y los pueblos.
Sólo por esta vía –dirá-, cabe llegar quizás no pacíficamente, pero preferiblemente sin catástrofe, a la anarquía. Entiende que en una primera instancia, el objetivo es la república federal, una democracia que se asemeja al módulo estadounidense que admira. No hay que decir que en los años sesenta y setenta, Pi i Margall fue extensamente reeditado, y dio pie a numerosos ensayos y biografías, para luego recaer en un cierto olvido, algo que se trasluce por un detalle muy simple, no recuerdo haberme encontrado con ninguna calle o avenida dedicada a su nombre (a lo mejor es por no molestar al PP que en estas cosas es también muy sensible)- De ahí que haya que recibir con la atención que merece esta antología que pretende recuperar para la calle a un clásico-clásico, cuya vigencia contrasta con el difícil acceso a sus obras, muchas de ella descatalogadas desde hace tiempo, y que sería del mayor interés recuperar como lo serían los libros que les dedicó Antoni Jutglar.
Como pequeña contribución editamos en Kaos dos cosas suyas, un cuento breve, y un fragmento de el horario laboral que aunque fue escrito en 1873, hoy pondría los pelos de punta a los modernos esclavistas de la CEOE.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

1. El hurto
(Cuento de Francesc Pi y Margall)

-¿Qué ocurre?
-Acaban de robarme una boquilla de ámbar que tenia sobre la mesa.
-¿Conoces al ladrón?
-Debió de ser uno que me refirió hace poco la mar de las desventuras y termino por pedirme una limosna.
-¿Se la diste?
-No; no me inspiran lastima hombres que pordiosean pudiendo vivir de su trabajo.
-¿Sabes que lo tiene?
-Se quejo de no haber encontrado hace tiempo en que emplear sus fuerzas. ¿Vas a creerle?
-¿Por qué no? Están llenas las calles de jornaleros que huelgan.
-Los malos.
-Y los buenos. La crisis es grande. No se edifica y sobran millones de brazos.
-La crisis no autoriza al hurto.
-No lo autoriza, pero exige de la sociedad que socorra al que muere de hambre. Se estremece la tierra y vienen a ruina casas y pueblos; saltan de sus márgenes los ríos e inundan los valles. Suena al punto un clamoreo general por que se corra en ayuda de los que padecieron por la inundación o el terremoto. ¿Por qué ha de permanecer muda la sociedad ante los dolores de los que sufren, en apagados hogares y míseros tugurios, las consecuencias de crisis que no provocaron?
-Tratas en vano de disculpar al hurto; consentirlo ya es un crimen. No puede blasonar de cultura la nación donde la confianza falta y la propiedad peligra.
-¿Qué harás entonces con tu presunto hurtador?
-No haré; hice, mande que lo detuvieran y lo llevaran a tribunales.
-¡Por una boquilla de ámbar! ¿Y si resulta inocente?
-No a mí, sino al tribunal corresponde averiguarlo.
-¿Y te crees hombre de conciencia? Reflexiona sobre el mal que hiciste. Has llevado la perturbación, la zozobra y la amargura al seno de la familia. Has impreso en la frente del acusado y de sus hijos una mancha indeleble. Puso el Dios de la Biblia un signo en Caín para que no lo matasen; pone la justicia un signo peor en los que caen bajo su férula. Será inútil que se los manumita; los nublara eternamente la sospecha y los apartara de los otros hombres. ¡Ay de el y de el y de los suyos si por falta de fiador entra en la cárcel! Mantenía el la lumbre del hogar, bien trabajando, bien pordioseando; deberán ahora los hijos ir mendigando para su padre y recibirán en no pocas puertas ultrajes por dadivas. Quisiste castigar al que supones ladrón y sin saberlo ni quererlo descargaste la mano en seres que ningún mal te hicieron.
-¿Debo, pues, consentir que me roben?
-Te diré lo que Cristo respecto a la mujer adultera: castiga al que te robo si te consideras exento de pecado.
-¡Como! ¡Como!
-Ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en el tuyo.
-¿Me llamas ladrón?
-Ejerciste un tiempo la abogacía. ¿Estas seguro de haber proporcionado siempre tus derechos a tus trabajo? Eres hoy labrador: ¿vendes los frutos de tu labranza por lo que cuestan?
-¡me ofendes! Nada tome ni tomo contra la voluntad de su dueño.
-Lo tomaste ayer aprovechándote de la ignorancia de tus clientes y lo tomas hoy aprovechándote de la necesidad de tus compradores, como ese desdichado tomo la boquilla de ámbar aprovechándose de tu descuido.
-No castiga ni limita ley alguna los hechos de que me acusas.
-tienes razón: la ley no castiga al que hurta sino al que hurta o defrauda sin arte.
-Eres atrabiliario como ninguno.-Quien a tu juicio, podrá decirse exento de pecado?
-Nadie; lo impide la actual organización económica. Para los hurtadores sin arte bastan los presidios; para los hurtadores con arte, no basta el mundo.

Extraído de Dinamita cerebral. Antología de los cuentos anarquistas más famosos (Ed. Icaria/Totum Revolutum, Barcelona, 1977, reedición de la antología de Jordi Mir, editada en Mahón hace ahora un siglo.

2. Francesc Pi i Margall, 1873, Presidente de la República: Comunicado sobre la reducción de las horas de trabajo:

Piden, hoy los jornaleros que se les reduzca las horas de trabajo. Quieren que se les fijen en ocho al día. No nos parecen exageradas sus pretensiones. No se trabaja más en buen número de industrias. Tampoco en las oficinas del Estado. Sobre que, según laboriosos estudios, no permite más el desgaste de fuerzas que el trabajo ocasiona. Mas ¿es el Estado el que ha de satisfacer estas pretensiones? En la individualista Inglaterra empezó por limitar el trabajo de los niños y las mujeres y acabó por limitar el de los adultos. Dio primero la ley de las diez horas, más tarde la de las nueve. No a tontas ni a locas, sino después de largos y borrascosos debates en la prensa y el Parlamento. Siguió en Francia el ejemplo apenas estalló la revolución de 1848. El trabajo es la vida de las naciones. No vemos por qué no ha de poder librarlo de los vicios interiores que lo debiliten o lo perturben el que lo escudó por sus aranceles contra la concurrencia de los extranjeros. ¿No es acaso de interés general que excesivos trabajos no agoten prematuramente las fuerzas del obrero? ¿No lo es evitar esas cada día más frecuentes y numerosas huelgas que paralizan la producción, cuando no dan margen a sangrientos conflictos? Ni acertamos a explicarnos por qué se ha de tener reparo en fijar las horas de trabajo para los adultos y no fijarlas para las mujeres y los niños. Se las fija para los niños y mujeres pasando por encima de la potestad del padre y la autoridad del marido; y ¿no se las ha de poder fijar para los adultos pasando por encima del bien o mal entendido interés del propietario?
Dadas las condiciones industriales bajo las que vivimos, el adulto no necesita de menos protección que la mujer y el niño. Es en la lucha con el capital lo que la caña al ciclón, la arista al viento. El Estado, aun considerándose incompetente para la determinación de las horas de trabajo, podría hacer mucho en pro de los obreros con sólo establecer el máximun de las ocho horas en cuantos servicios y obras de él dependen. Tarde o temprano habrían de aceptar la reforma los dueños de minas, de campos, de talleres, de fábricas. Falta ahora decir que esta reforma exige otras no menos importantes. Si de las diez y seis horas de ocio no invirtiese algunas el jornalero en su educación y cultura, se degradaría y envilecería en vez de dignificarse y elevarse. Se entregaría fácilmente a vicios que desgastarían sus fuerzas con mayor intensidad y rapidez que el trabajo. Para impedirlo es necesario crear en todas partes escuelas de adultos, sobre todo, escuelas donde oral y experimentalmente se explique las ciencias de inmediata aplicación a las artes y los fenómenos de la Naturaleza que más contribuyen a mantener la superstición y el fanatismo; escuelas que podrían ya existir hoy si empleásemos en lo útil lo que gastamos en lo superfluo. La educación y la enseñanza de las clases trabajadoras deberían haber sido hace tiempo la preferente atención, no sólo del Estado, sino también de las Diputaciones de provincia y los Ayuntamientos. De esa educación y de esa enseñanza depende que sea regular o anómalo el curso de la revolución que ahora se inicia por la modesta solicitud de que se reduzca las horas de trabajo. Podrán venir días tristes para la Nación, como no nos apresuremos a llevar luz a la inteligencia de esos hombres y no les abramos los fáciles senderos por donde puedan llegar sin dolorosas catástrofes al logro de sus más lejanas aspiraciones y sus más recónditos deseos. ¿Nos creéis, entonces, se nos dirá, próximos a una revolución social de la que no es sino un proemio la pretensión de que se límite las horas de trabajo? Ciego ha de ser el que no lo vea. En todos los monumentos de la vecina Francia, inclusas las iglesias está esculpida en grandes caracteres la trinidad moderna, algo más inteligible que la de Platón y los teólogos: libertad, igualdad, fraternidad. Conseguida la libertad, empieza la revolución por la igualdad y hace sentir ya del uno al otro confín de Europa la alterada voz de sus muchedumbres y el rumor de sus armas. ¿Hará esta revolución pasar a los pueblos por las mismas convulsiones que la política?

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