jueves, marzo 12, 2015

Stefan Zweig: introductor a grandes clásicos de la literatura



No puedo citar a Zweig sin un profundo agradecimiento amén de un lamento por la pérdida de un tiempo en el que creía que lo podía leer todo…

No fue hasta que llegué a Barcelona descubrí por primera vez que existían las librerías, unas tiendas con escaparates que ofrecían libros, un lugar que cada vez me resultaba más llamativo y que estaba asociado a la cultura, algo que me avergonzaba no tener. Estaba creando una predisposición y entre los quince-dieciséis años, me acerqué al “mercado de las pulgas” que los domingo por la mañana desplegaba sus mantas y sus puestos en las puertas del mercado de Collblanch. Allí había un poco de todo desde ropa hasta revistas de cine, mi primera atracción. Los libros llegaron de la mano de la colección Pulga y siguiendo la pista de las adaptaciones fílmicas.
Estaba como perdido en un bosque sin nadie que me ayudara. En mi ambiente más inmediato raramente se podía hablar de libros en plural, normalmente sucedía como en casa de los abuelos que tenían dos ejemplares. Ni tan siquiera el profesor republicano de la escuela nocturna de San Ramón tenía mucha idea. No comencé a tener un cierto mapa hasta el día que descubrí –después de pasar por el lugar durante más de un año seguido- que existía una biblioteca pública en un rincón pegando con la comisaría de Collblanch. Allí “me descubrió” un anciano bibliotecario que, según pude entender, había conseguido recuperar su plaza después de haber estado represaliado durante muchos años. Como no había muchas visitas, el hombre se aficionó conmigo, me contaba atrocidades del régimen y trataba de guiarme a través de la literatura popular. Gracias a él leí durante una buena temporada obras de Pío Baroja –su autor preferido-, Benito Pérez Galdós y también de Josep Pla, al que ya leía en la revista Destino.
Una tarde me encontré la biblioteca cerrada por defunción del bibliotecario al que siempre le estaré agradecido.
Cuando esto sucedió yo ya estaba probando un cierto método de lectura que consistía en comenzar con biografías e introducciones, un método que me sirvió para sacar sobresaliente en los cursos de bachillerato nocturno a los que estuve asistiendo hasta que me impliqué como activista. Las historias eran muy diversas, pero en lo de las biografías el espacio fue ocupado por dos autores, Stefan Zweig, André Maurois en mucho menor grado más Emil Ludwig cuyos personajes no me interesaban tanto. Maurois (1885-1967) se llamaba en realidad Emile Herzog y provenía de una familia de la alta burguesía francesa. Hombre de amplia cultura, discípulo muy moderado de Alain –un filósofo republicano avanzado al que citaba pródigamente, pero que aquí no estaba traducido-, destacó en la faceta de novelista aunque yo no lo supe apreciar, así como historiador especialista en Inglaterra, pero su mayor fama la ganó como biógrafo. Le recuerdo retratos de Percy B. Shelley, Lord Byron Balzac, Goethe, Victor Hugo, George Sand, la de Disraeli la más famoso pero también la más lejana, así como la de Voltaire quien, rabiosamente satanizado desde el nacional-catolicismo se había convertido para mí en una fruta prohibida. No era fácil encontrar obras suyas, pero algunas quedaron, como una edición que incluía Cándido y Zadig, con las que disfrute doblemente ya que me sirvieron para polemizar con el clérigo “reformista” del Bachillerato nocturno.
No sabría decir porque, supongo que no existirían muchos problemas de derechos de autor, pero el hecho era que, tanto Zweig como Maurois se encontraban sin dificultad en todo tipo de ediciones, se veían tanto en los escaparates como en los puestos de Els Encants de Urgell/Av. Sant Antoni. Eran autores eminentemente didácticos que te permitían abrir la puerta a la una cultura que se le negaba al pueblo, acceder a los primeros escalones del nada fácil arte de leer sin perderte demasiado por los muchos vericuetos. Los ensayos biográficos tenían la virtud de situarte ante personajes, especialmente ante los grandes novelistas del siglo XIX de manera que te permitían elaborar ciclos muy amplios de lecturas más o menos sistemáticas. El sistema significó una superación de las lecturas al azar. Autores como Tolstói, Dickens, Balzac, Goethe y otros, me sedujeron durante largas temporadas durante las cuales buscaba robar tiempo en los descansos laborales, en el tiempo de las comidas, en los viajes, en la espera del autobús incluso caminando. Recuerdo que Pedra me llamó “lletraferit”, una expresión catalana que me tuvo que explicar y que más o menos se podía traducir por “loco por los libros”.
Por entonces, leer era cosa de una minoría. Lo comprobé trabajando en una oficina con ocasión de una cosa llamada “el amigo invisible” y que consistía en intercambiar regalos entre una veinte de personas, se me ocurrió contribuir con un ejemplar de El candelabro de siete brazos, una obrita de Zweig que ofrecía una parábola sobre el peso de las arcaicas tradiciones judías a través del tiempo, creyendo que era una buena idea, pero lo cierto es que, entre una veintena de personas, a nadie se le ocurrió nada igual. Quizás eso explique que el “afortunado” al que le tocó maldijo su suerte, que, por cierto, no fue inferior a la mía ya que a mi me cayó un bonito mechero, lástima porque quizás era el único que no fumaba. Menos mal que no le importó el canje.
Entre lecturas y conversaciones pude saber algunas cosas sobre aquel refinado autor, un sensible erudito de entre guerra al que, sobre el papel, la vida le había tratado muy bien, pero su viejo mundo se estaba deshaciendo y no estaba nada claro que fuese para mejor. Provenía de casa bien, sus padres eran judíos de fortuna en la Viena culta y decadente de entre siglos. A Stefan le hicieron estudiar en aquélla ciudad y en Berlín, aunque él se gra­duó en Filosofía en Viena; antes que escritor fue un hombre de mundo, un buscador, un cosmopolita que residió en Francia, Ita­lia, Inglaterra, Bélgica. En su haber también estaba la tra­ducción de los simbolistas france­ses, Rimbaud, Verlaine, a Baudelaire. A los 16 años ya cultivaba la poesía, versos que se estiman como primorosos ecos de los poemas de Rilke, al que conocía muy bien; comenzó a escribir teatro, y seguía al res­pecto el ejemplo de los gran­des dramas simbólicos de Hofmannsthal, Una variante que me quedaba muy lejana.
Sus experiencias de narrador se iniciaron bajo la influen­cia de otro escritor austriaco: Arthur Schnitzler (1862-1931), al que acabaría conociendo a través del cine gracias a un cineasta extraordinario Max Ophuls, responsable de maravillas como La ronda (1950), el mejor Schnitzler jamás filmado (lo siento por Kubrick), y también del mejor Stefan Zweig del llamado Séptimo Arte, Carta a una desconocida, realizada dos años antes, una joya más conocida gracias a Joan Fontaine y Louis Jourdan, a cual más inmenso en una penetrante descripción psicológica del “amor” amén de evocación nostálgica de Austria y de unos tiempos que no volverán.
De su producción juvenil sólo le quedó a Stefan Zweig algo esencial en un escritor afanoso de “profesionali­zarse”: la conciencia aguda y omnipresente del papel deci­sivo que el estilo propio ha de desempeñar en su obra, así como de una exquisita preocupación por llegar a los lectores incluyendo a los más atrasados como era mi caso. Pero, al menos durante casi toda su juventud, no fue la literatura lo que absorbió al inteligente y culto judío y viajero que fue Zweig. Durante muchos años siguió siendo un ávido viajero. Estuvo en la In­dia, China, Canadá, África… y fue lo suficientemente inte­ligente y conocedor de sus propias limitaciones para no caer en la fácil tentación de hacer libros de viajes, un terreno en el que, al menos que yo sepa, no destacó. Cierto es que, como todo buen autor, a Zweig le sucedía lo que a muchos personajes cultos y viajeros: cultivaba en sí toda una sutil mitología del desarraigo en la que la ausencia, la fuga, el viaje eran conceptos y reali­dades centrales.
En 1912 co­noció a la que fue su esposa, la también escritora Friederike Marie von Winternitz, que se separó de su anterior marido para unirse a él. Los viajes le sorprendieron en 1917 en Suiza, en plena gue­rra mundial. De estaépoca y de esta estancia mucho en el capítulo que le dedicó al Lenin hacia la estación de Finlandia en Momentos estelares de la humanidad, uno de sus libros que en el momento que recomendé a todos los que no desdeñaban “perder el tiempo con la lectura”, o sea la mayoría. La forzada in­movilidad de su estancia lejos de la odiosa guerra interimperialista (un concepto que seguramente no habría utilizado), la aprovechó Stefan para estrenar en Suiza un drama antibélico Je­remías y entablar una larga amistad con otro escritor pa­cifista, el novelista francés Romain Rolland, famoso por su opción neutralista y pacifista en la onda de Lev Tolstói. Zweig dedicó sendas aproximaciones biográficas a uno y otro conformando una cierta veta de la cultura democrática avanzada de la Europa de entonces, una corriente espantada de lo que algunos llaman “la guerra civil europea” y que tanto estupor causó en estos autores, convencidos todos ellos de que el avance civilizatorio era irreversible.
En aquellos años, ese planteamiento me parecía incuestionable y no era una mera percepción personal. A principios de los sesenta parecía que el reformismo dialogante se había instalado aquí y allá, en los EEUU de John F. Kennedy, en la Rusia soviética de Jruschev que teorizaba sobre la coexistencia y la emulación pacífica y Juan XXII contribuía a que amplios sectores del cristianismo de base se sintieran legitimados. Pero en la segunda mitad de la década, la guerra del Vietnam, la caída de Kruschev y la inmisericordia del franquismo llevó a mucho de nosotros a pensar de que el el infierno estaba empedrado de buenas intenciones.
Al acabar la “Gran Guerra” con sus innombrables crímenes, Zweig se estableció en Salzburgo e inició su fase más fecunda de es­critor, la que va de 1918 a 1934. Publicó no­velas cortas: Amok (1922), Confusión de sentimientos (1926) y empezó a trabajar en abundantes ensayos de base psicoanalítico-freudiana. Entre ellos los dedicados a: Holderlin, Kleist, Nietzsche (La lucha con el demonio, 1925), Balzac y Dickens, Dostoyevski (Tres maestros, 1919), ensayos que se leían de un tirón y que te abrían el apetito. Zweig no compartió el rechazo del psicoanálisis freudiano por parte de autores de su generación. Muy al contrario, fue siempre un freudiano preparadísimo, lo suficiente­mente agudo para percibir la importancia del campo de posibilidades literario-biográficas que ofrecían las teo­rías del Dr. Freud sobre la relación entre la “psique” y el destino in­dividual. No se olvide que el mismo Freud confesaba haber tenido gran­des ambiciones literarias. Zweig vino a constituirse en el realizador capaz de tales ambiciones y lo hizo funda­mentalmente, con la serie de biografías his­tóricas, especialmente con la muy puntillista María Aritonieta (1933, que ha conocido una revalorización reciente, pero la verdad es que no pasé de las 50 primeras páginas, entonces esta señora no estaba entre mis personajes más atrayentes. Otra cosa habría sido una biografía sobre Robespìerre
Creo que mi primera lectura de Zweig fue su biografía de Erasmo de Rotterdam (1934), autor del que había leído el Elogio a la locura, un lejano precedente del surrealismo. Le siguieron unas tras de otra hasta llegar a la última de la serie: Americo Vespucio (1942). Estos li­bros habían sido precedidos por el tomo Tres maestros: Casanova, Stendhal, Tolstói, que significaron otras fases de larga durada de lecturas de títulos subyugantes, de aquellos que no podías dejar de leer. Y toda esta obra le había ayudado a verse a sí mismo como escritor europeo culto, hijo de una cultura mori­bunda, la burguesa europea, cuya decadencia significaba también la tragedia íntima de su vida. Desde 1934, Zweig emprende una serie de viajes, vive en Inglaterra (su libro sobre María Estuardo lo terminó allí) por último, en 1935, se va a Brasil y a Argentina. A su vuelta, vive en Italia algún tiempo. Aquellos años son para él de difícil adaptación a una crisis interior que afecta también su vida afectiva: en 1938 se divorcia de Friederike von Winternitz para unirse a Lotte Altmann, su secretaria, si bien sigue manteniendo una buena amistad con su ex esposa.
A Zweig, la descomposición de la Austria de su juventud y el apogeo de la barbarie fascista, le amargó los últimos años de vida. Tanto fue así que en 1940 dejó su muy amada Europa –la Europa de Erasmo y de Freud- para emigrar como tantos otros y otras a los Estados Unidos, pero el país del dólar no los recibe precisamente con los brazos abierto, y finalmente al Brasil. Por esta época escribió un libro que fue una especie de testamento intelectual: El mundo de ayer 1946). Son unas memorias en que va asomando un desencanto cada vez mayor, una pérdida creciente de las esperanzas depositadas en el poder de la cultura y del elemento racio­nal en la historia, que a él, como judío alemán culto, le parecían una conquista de las masas y a la vez, baluarte y garantía contra el avance de la barbarie. Al cabo de dos guerras mundiales, Stefan veía que todas estas es­peranzas no han servido para nada.
La huida a lo largo de la geo­grafía mundial no le pareció suficiente garantía contra el avance de las fuerzas de la barbarie. La vida, es en la vida, en cual­quiera de sus rincones, donde estaba implícito el riesgo. En su novela vuelve por última vez al mundo de la Austria de 1914 que es también el de la confusión de sentimientos previo a la irrupción de algo que está devorando la vida del escritor, que le persigue vaya donde vaya…
El 23 de febrero de 1942, en Petrópolis, localidad del Brasil, Stefan Zweig se quitó la vida culminando de esta manera una vida de creación, viajes, es­peranzas, en el peor mo­mento de un mundo que pa­recía derrumbarse entonces por todos lados.
Zweig fue para mí parte de un tránsito, parte central de una seducción de lecturas que me resultaron mucho más asequibles, más cercanas, uno de los soportes con los que construir una adicción a la literatura que, con todas sus enormes limitaciones, me permitió transitar con una mayor claridad. Leer sus ensayos sobre Balzac, Dickens, Dostoivski me llevaron a dedicar meses de concentración a los autores citados con la sensación que, al menos en algo los conocía.
A diferencias de otros autores, Zweig no fue estimado como un autor peligroso por las autoridades culturales del franquismo y posiblemente, tampoco debía de dar mucho problema a los editores con el asunto de los derechos, de manea que sus obras aparecían en los escaparates y en las ediciones en formato de pequeño periódico que durante un tiempo se podían comprar en los kioscos a precios irrisorios.
Fueron unos años en los que aprovechaba el menor resquicio –los viajes, los descansos laborales, incluso el andar- para sacar el libro que acompañaba el bocata y la fiambrera. Luego se me planteó otra exigencia, conocer y comprender en lo posible el mundo para tratar de cambiarlo. Una apuesta que tuvo en el sueño “culturalista” –la cultura nos hará libres e iguales-, su primera expresión obviamente utópica, pero que bendita sea.
Es por todo eso que no puedo citar a Zweig sin un profundo agradecimiento amén de un lamento por la pérdida de un tiempo en el que creía que lo podía leer todo porque tenía delante mía todo el tiempo del mundo. Buena parte de su obra está en las estanterías de las bibliotecas públicas, felizmente conquistadas con las libertades y que a los jóvenes les debe de parecer –afortunadamente- lo más normal del mundo. Sin embargo, yo no recuero haber visto nunca una hasta principios de los años sesenta. Estaba instalada en un autobús rojo que me recordaba algunos vistos en películas británicas que permaneció durante unos días aparcado en la calle Amadeo Vives del barrio de Pubilla Casas. Desde unas ventanas se veían la estantería y dentro una chica joven dispuesta a atender, un detalle que impidió par preguntar qué libros ofrecían.
Por entonces, todavía no era un lletraferit.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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