lunes, noviembre 23, 2015

La solidarité non plus: París después de los atentados



Desde la capital francesa, y a más de una semana de los atentados que dejaron 130 muertos, las impresiones de un poeta y filósofo chileno.

No soy corresponsal de ningún diario, a la sumo me encuentro en París Saint-Denis de paso, como cualquier otro visitante que llega a esta ciudad por cualesquiera sean sus intereses. De hecho, instalado aquí pude enterarme de los atentados, más particularmente por las preocupaciones de mis amigos y familiares en Chile, quienes me escribían preocupados por las redes sociales. Hoy, a varios días ya de los atentados, la ciudad es lo bastante más “acogedora” como para enterarme inmediatamente de los operativos que sobresaltan el sueño de los ciudadanos. Las patrullas se distribuyen enloquecidas por las avenidas, y las calles de pronto parecen enmudecerse dejando que las Policías realicen su trabajo.
Se encienden entonces las sirenas y de pronto cada gesto es motivo de desconfianza. Pero demás está decir que no es sobre un ciudadano blanco occidental donde apuntan las miradas. Ellas sobre todo recaen en aquellos rostros árabes que, por lo demás, siempre han estado en una compleja situación de exclusión social en Francia. De hecho, ellos son sacados al “azar” por los controles del metro, revisando sus ropas y mochilas. Recuerdo entonces una conocida frase que un filósofo francés retomaba para criticar: “Francia no puede acoger toda la miseria del mundo”. Él, en su reflexión hablaba de lo inadmisible, de aquellos seres que están fuera de cuenta de un pueblo, que no pertenecen al orden de sus partes, por ende, no pueden ser aceptados como ciudadanos iguales. Por ello, un poco más acá de la apertura de las fronteras para los inmigrantes, es necesario insistir sobre este otro pueblo de ciudadanos “franceses” que no son tratados como iguales, ya sea por la pigmentación de su piel, por su ascendencia árabe, por su religión y costumbres, en definitiva, por todo aquello no es identificable con el perfil del ciudadano nativo.
De pronto, pareciera que La France olvida que gran parte de lo que ha forjado la fuerza productiva de la República ha venido de las colonias francesas en África y otras partes del mundo. Padres e hijos proletarios, quienes hoy más que nunca parecen estar exentos de reclamar sus derechos, pues son inmediatamente asociados con el “terror” que fragiliza la tranquila normalidad del país. Es cierto, por otra parte, que el Gobierno francés parece estar bien equipado y organizado para resguardar ciertos derechos sociales (coberturas y seguros de vivienda, salud, educación, etc.), incluso de aquellos que parecen estar en una eterna situación de inmigrantes. Pero todo esto pareciera tener sus costos.
Recuerdo que una amiga italiana que reside hace siete años aquí me decía: “Tú puedes vivir en Francia, tú puedes incluso llegar a tener la nacionalidad –hoy cada vez más postergada para los inmigrantes-, pero nunca llegarás a ser francés. Eso es exclusivo de Ellos”. Más allá de la veracidad de esta visión, lo que parece demostrar un simple recorrido en metro por la ciudad, es que el costo de esta pertenencia –imposible- exige la homogeneización o uniformidad de sus habitantes. Es como si las voces oficiales dijeran: si quieres estar aquí, desnúdate. Sácate el ropaje de tu cultura, ten en cuenta los pigmentos de tu piel y acércate lo más posible a las delicatessen de la francofonía.
El buen Estado “demócrata” francés puede ser elemento benefactor que garantice determinados derechos básicos y sociales. Sin embargo, no se trata aquí solamente de garantías o bienes solidarios, sino de un reconocimiento. Reconocimiento de que dentro de un pueblo habitan muchos pueblos, que entre sí entran también en conflicto. A este respecto, demás está decir que la petición de un laicismo exacerbado por parte del mundo occidental ha hecho ver al mundo árabe, a su religión y costumbres, en un estatus de humanidad inferior. Porque también las muertes que se reconocen en esta guerra ya explícitamente declarada por Hollande o Sarkozy son más valoradas y conmemoradas cuando pertenecen a este lado. Poco importa que una bomba o misil caiga o no sobre el objetivo previsto por la armada en Siria y se mate o mutile a cientos de personas, incluyendo niños y niñas. Pues lo que de fondo parece estar en juego es que hay víctimas y víctimas; muertes que por la paz vale la pena sacrificar.
Recuerdo también que un amigo, haciendo política-ficción, especulaba que los hechos del 13 de noviembre podían corresponder a un autoatentado planeado por el propio Gobierno francés en momentos en que se debe decidir cuántos sirios dejar pasar por sus fronteras. Ingenuo o no, yo le decía que a estas alturas poco importaba detenerse en esto, puesto que las ventajas que se pueden sacar de estos sucesos equivalen a como si así lo fuera. Declarar un estado de “emergencia” o “excepción” no es tan “excepcional” como se piensa, es más bien un ejercicio que se ha hecho constante como muestra de soberanía. En este sentido, la exigencia de suspender cualquier tipo de manifestación política que no se alinee con la sensibilidad o la posición de las víctimas significa de paso contar con la autorización de todos los ciudadanos para inmiscuirse en la intimidad de sus vidas. Así se refinan y profundizan las formas de control social. Por una parte, el allanamiento por sorpresa a un departamento puede ser celebrado como un éxito de la Policía de investigaciones, pero, por otra, es también dar por sentado la posibilidad de que frente a cualquier otro tipo de situación o conflicto político esa sea una opción válida. Sin más, al revisar las redes sociales pereciera que también un grupo de hackers, Anonymous, se ha adjudicado la voluntad política y la autoridad moral de desactivar las cuentas de aquellos pertenecientes solo al Estado Islámico. Algunos parecen celebrar inmediatamente tal capacidad de inteligencia, pero habrá que preguntarse también: quiénes están detrás de estos grupos; qué relación pueden tener o no con determinados Estados y Policías; qué información retienen para distinguir cuándo se trata de un individuo común o de un terrorista; en nombre de qué o de quién se atribuyen el derecho de entrar en la privacidad de las personas pensando en el beneficio de otras.
Cuando las balizas interrumpen el sueño de todo París, algo también se ha cedido. Por una parte, las sirenas dan cuenta de una fuerte señal de reacción y vigilancia, pero, al mismo tiempo, ellas exaltan y atemorizan a cualquiera. Recuerdan que el “terror” todavía sigue allí. De pronto, tu vecino o amigo árabe también puede convertirse en un terrorista. Pero lo que ellas también señalan es que todo acto puede ser interpretado como “sospechoso”. Quedan suspendidas las huelgas y reivindicaciones de cualquier tipo. Hay que comprender que la República está sensible, por lo que las manifestaciones de desacuerdo o conflicto no serán permitidas. No sabemos hasta cuándo, ya habrá tiempo para ello.
Pero esta vez la “democracia”, más que dañada, ha pasado del otro lado. Está en manos de políticos, tecnócratas y empresarios decidir el destino de un pueblo. Quedan así también invisibilizados aquellos ciudadanos franceses que se desidentifican de la “política” francesa. Sus visiones y desacuerdos quedan suspendidos hasta el establecimiento de la futura paz en devenir.
Lo cierto es que hoy, como cada mañana de mi estadía en una esquina de Boulevard Ornano, miro por la ventana un cartel de Secours Islamique France, donde aparecen los rostros de una niña y un niño árabes sonriendo juntos. Allí se lee: la souffrance n’a pas ni origine, ni religion, ni genre. LA SOLIDARITÉ NON PLUS. Pero si mi francés no es tan malo como pienso, esta frase traducida como “La solidaridad tampoco” puede significar, por una parte, que solidaridad no tiene límites raciales, étnicos, sexuales, etc. Sin embargo, yo quiero entender que la solidaridad tampoco es lo que se necesita en este momento, sino un verdadero interés por defender la masacrada egalité.

Rafael Farías Becerra
Desde París-Saint-Denis

El autor es poeta y filosofo chileno. Coordinador de colectivo y editorial Desbordes

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