viernes, marzo 30, 2007

Raymundo Gleyzer: la esperanza quema.


No volví a saber de Raymundo hasta que llegó la noticia de su desaparición. Recordé entonces sus palabras, su vitalidad, su decisión. Y estaba seguro —como lo estoy ahora— de que algún día volvería a aparecer Raymundo en medio de su pueblo. Todo parece indicar que así ha de ser.

Tomás Gutiérrez Alea

Un cine de combate

Pocas personalidades de la cultura política latinoamericana resumen con tanta nitidez y contundencia las apuestas vitales de la izquierda revolucionaria. Aunque quizás menos celebrado y conocido que Rodolfo Walsh, el cineasta y militante guevarista argentino Raymundo Gleyzer (1941-1976) representa el escalón más alto al que llegó su generación. Repensar su obra, su vida y su militancia implica recuperar del olvido una perspectiva ideológica sepultada por el establishment intelectual argentino, aquella que vivió el cine como militancia y la cámara como un arma de combate.
El nombre de Gleyzer ha sido durante años sinónimo de todo lo prohibido y todo lo reprimido por la cultura oficial, su falso “pluralismo” y su simulacro “democrático”. En estas apretadas líneas de homenaje no nos interesa recordarlo como un cadáver “prestigioso”, una “víctima inocente” o un bronce de mausoleo repleto de hipócritas monumentos oficiales. Lejos de los lugares comunes y los golpes lacrimógenos a los que nos tiene acostumbrado el progresismo ilustrado y bienpensante del río de la plata, se nos impone rememorarlo como un militante revolucionario. Recordamos a Raymundo como alguien vivo e indomesticable, un hermano mayor del cual las nuevas generaciones debemos seguir aprendiendo.
Hijo de una familia judía argentina en cuya casa se fundó el célebre teatro IFT (ubicado en el popular barrio de Once de la ciudad de Buenos Aires), Raymundo recibió su nombre de un guerrillero francés —Raymond Guyot— asesinado por los nazis. Este joven rebelde trabajó desde muy chico y llegó a ser verdaderamente un grande, uno de los principales realizadores de cortos y largometrajes documentales, políticos y de ficción sobre Argentina y América latina.
Tanto él como su cine, silenciados, censurados y perseguidos con odio irracional, fueron durante décadas innombrables. Desde que fue secuestrado, salvajemente torturado y desaparecido a fines de mayo de 1976 muchos de sus films fueron inhallables. Símbolos de una rebeldía y una esperanza colectiva que había que borrar —literalmente— del mapa a sangre, tortura y fuego.

El guevarismo en la cultura argentina

Raymundo comenzó su temprana militancia en la juventud del Partido Comunista (PC). Esa fue su primera experiencia política. Pero aquel viejo reformismo no lo conformó. Por ello, conmocionado íntimamente por la vida y el pensamiento del Che Guevara, Fidel y por toda la Revolución Cubana (visitó la isla y tomó contacto con el ICAIC por primera vez en 1969), Raymundo se identificó rápidamente con el guevarismo. Desde allí se integró al PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo). Desde esa experiencia política generó uno de los grupos más radicales e iconoclastas en el ámbito de la cultura crítica argentina: el Cine de la Base.
Además de ser un militante, en su primera juventud del PC y luego del guevarista PRT-ERP, Raymundo Gleyzer también fue un camarógrafo de Telenoche, de Canal 7 y un realizador de documentales para la TV alemana y varias secretarías de turismo argentinas. Incluso fue uno de los primeros argentinos en filmar en las Islas Malvinas en los ’60, dos décadas antes de la guerra con Gran Bretaña. Esos materiales fueron utilizados en los documentales Malvinas, historia de traiciones (1985) de Jorge Denti y Hundan al Belgrano (1986) de Federico Urioste. Asimismo, tuvo a su cargo una de las cuatro cámaras de Adiós Sui Generis (1975, de Bebe Kamín, film que retrata el último recital del mítico conjunto de rock nacional formado por Charly García y Nito Mestre).
La filmografía de Gleyzer abarca entonces su producción militante —la más voluminosa y perdurable, realizada para la insurgencia guevarista— y también la obra “alimenticia” que si bien fue medio de supervivencia sin embargo reviste un interés más que anecdótico o coyuntural. Algunos de sus films más renombrados son: El ciclo (1963); La tierra quema (1964); Ceramiqueros de Tras la Sierra (1965); Nuestras Islas Malvinas (1966); Ocurrido en Hualfín (1965); Pictografías de Cerro Colorado (1965); Quilino (1966); México, la revolución congelada (1971); Comunicado cinematográfico del ERP (1972); Ni olvido ni perdón (1972); Los traidores (1973); Me matan sino trabajo y si trabajo me matan (1974), entre otros.

«Cine de la Base», en el camino de Guevara y Santucho

Su compromiso militante con la insurgencia guevarista del PRT-ERP lo llevó a agruparse junto con otros jóvenes revolucionarios en el «Cine de la Base», uno de los dos principales nucleamientos del cine político de aquellos años, paralelo al grupo «Cine Liberación» (que realizó La hora de los hornos), de Solanas y Getino. Con ellos Gleyzer mantuvo estrecha colaboración pero también duras polémicas. Sobre todo cuando aquellos cambiaron el final de la primera versión de La hora de los hornos (Raymundo la había visto en Venezuela y quedó muy impresionado) en 1973 —año en que el general Perón regresa a la Argentina luego de 18 años de exilio en el Paraguay de Stroessner, en la República Dominicana de Trujillo y en la España del generalísimo Francisco Franco—. El final original de este documental famosísimo tenía una imagen del Che Guevara de varios minutos acompañada por una voz en off. En el segundo final, trastocado en 1973, aparecían el general Perón y su tristemente célebre esposa Isabel Martínez, enrolada en el macartismo de la extrema derecha peronista. El grupo «Cine Liberación» se “aggiornó” al regreso del mítico líder moderando su anterior radicalismo político, mientras Raymundo Gleyzer y el Cine de la Base se mantuvieron firmes en la defensa de una perspectiva clasista y socialista, obrera y popular, aun frente al regreso del general.
Tanto Gleyzer como sus compañeros del «Cine de la Base» compartían la perspectiva ideológica de Mario Roberto Santucho, máximo dirigente del PRT-ERP. Santucho había publicado en 1974 un libro titulado Poder burgués, poder revolucionario donde analizaba toda la historia argentina —al calor de la Revolución Cubana y la Revolución Vietnamita—, polemizando con dos vertientes del campo popular: el reformismo del PC y el populismo de Montoneros. Mientras polemizaba en el terreno ideológico Santucho promovía (infructuosamente) la unidad práctica con estas corrientes políticas. Gran parte de las polémicas de Raymundo Gleyzer comparten ese mismo horizonte de sentido político.
Esas controversias ideológicas, políticas y culturales, no han quedado recluidas en el baúl de la memoria. Treinta años después, reaparecen hoy con otros ropajes, otras liturgias y otros vestidos. Aquellos que hoy encuentran en Raymundo Gleyzer y el «Cine de la Base» un paradigma cultural de coherencia política frente a los cantos de sirena del populismo, apoyan y militan junto a los movimientos sociales rebeldes (piqueteros, fábricas recuperadas, estudiantes) que resisten la cooptación estatal. En cambio, quienes se identifican con la herencia peronista del «Cine de Liberación» festejan la incorporación de un segmento piquetero al aparato de estado en tanto funcionarios ministeriales.
Tres décadas después de las encendidas polémicas que distanciaron entre sí a Raymundo Gleyzer y a Fernando Pino Solanas, en la Argentina del presidente Néstor Kirchner se pretende reflotar la vieja retórica nacional-populista, vertida ahora en el molde aggiornado de la centroizquierda “democrática”. Volvemos entonces a toparnos con la misma apelación tramposa al “movimiento nacional”, el mismo intento por canalizar institucionalmente y neutralizar la protesta obrera, el mismo sectarismo macartista que demarca entre “una izquierda racional y dialoguista” (la que acepta los dinerillos estatales y los cargos de funcionarios) y “una izquierda recalcitrante e irrecuperable” a la que se amenaza y se reprime (la que mantiene una perspectiva independiente frente al doble discurso del gobierno y el presidente Kirchner —que con una mano acaricia a Chávez y con la otra se fotografia en Wall Street con la bandera norteamericana de las estrellas y las barras) por negarse a aceptar las ofertas de cooptación en pasillos y oficinas ministeriales.
Ese debate abierto, que a caballo del envejecido y deshilachado populismo reformista hoy pretende reinstalarse en el movimiento popular argentino, vuelve a tener como protagonistas a dirigentes sindicales burocráticos y a intelectuales progresistas que terminan adulándolos y barnizándolos con un lenguaje de izquierda para hacerlos más digeribles y potables. Un viejo refrito —ya fuera de época y de lugar— de los antiguos mecanismos discursivos de la década del ’70 empleados por Jorge Abelardo Ramos o Hernández Arregui para legitimar a aquellos mismos burócratas que Raymundo Gleyzer caracterizó, sin más trámites, como “traidores”.

«Los traidores» y el cáncer de la burocracia sindical

Treinta años antes de que aparecieran en la palestra del movimiento piquetero personajes delatores y macartistas, ayer cómplices entusiastas del neoliberalismo y hoy voceros oficialistas del gobierno, Raymundo Gleyzer había realizado una impiadosa radiografía de la burocracia sindical argentina. El título que eligió para su film, hoy mítico, lo dice todo: Los traidores (el título original iba a ser Una muerte cualquiera). Ese film estaba basado en un cuento de Víctor Proncet, “La víctima”, que narraba un hecho verídico, el autosecuestro del dirigente sindical peronista Andrés Framini (aunque el título Los traidores ya había sido utilizado por el escritor comunista José Murillo en la novela homónima —publicada en 1968— donde relataba la traición de la burocracia sindical a una huelga metalúrgica).
En la película de Gleyzer Proncet encarnaba a “Barrera”, un burócrata sindical peronista, síntesis de Augusto Timoteo Vandor, Lorenzo Miguel y Andrés Framini, tres conocidos y emblemáticos dirigentes de la burocracia sindical. En el film “Barrera” se parecía físicamente a José Ignacio Rucci (otro paradigma del sindicalismo amarillo, macartista y burocrático), su había autosecuestrado como lo había hecho Framini, decía frases de Lorenzo Miguel y terminaba muriendo a manos de un atentado guerrillero como Vandor.
Al realizar cine político desde la ficción (incorporando a las imágenes del Cordobazo “La marcha de la bronca” del dúo de la canción de protesta “Pedro y Pablo”), Gleyzer apostó a la polémica y pensó el film para ser exhibido en fábricas y barrios, apoyándose en las corrientes clasistas de los sindicatos SITRAC-SITRAM (sindicatos de las empresas FIAT, afines al PRT y otras organizaciones revolucionarias), o en dirigentes sindicales como Agustín Tosco y René Salamanca (el primero muerto en la clandestinidad en 1975, el segundo secuestrado y desaparecido en 1976). Incluso Gleyzer planeó volcar Los traidores en fotonovela, para que circulara en un público más amplio.
Su otro gran film político —aunque todos fueron importantes— es México, la revolución congelada, donde trata la institucionalización del proceso político mexicano, el populismo represivo del PRI, el doble discurso permanente de sus dirigentes (similar al del peronismo en Argentina), la explotación de los indígenas, la matanza de Tlatelolco, el papel sumiso y obediente de aquella “izquierda” que con lenguaje progresista y durante décadas legitimó al PRI, incluyendo la matanza de 1968, y el papel nefasto de la sempiterna burocracia sindical. Cabe destacar que en el film de Raymundo aparece retratada la miseria de Chiapas, varias décadas antes de que surgiera el neozapatismo en los ’90.

El secuestro y la desaparición de Raymundo

Luego de años de silencio inducido y “olvido” fabricado comienzan a surgir libros, grupos de estudio, casas de cultura, talleres de video y películas que recuerdan a Raymundo Gleyzer. Entre otros merecen destacarse el excelente libro El cine quema de Fernando Martín Peña y Carlos Vallina y el formidable largometraje documental Raymundo de los jóvenes realizadores Virna Molina y Ernesto Ardito. En ambos casos, junto a documentos políticos de la época y a los testimonios de militantes y combatientes guevaristas que lograron sobrevivir al exterminio genocida de los militares argentinos, aparece retratado el Gleyzer padre, el amante, el amigo, el inquieto documentalista trotamundos, el revolucionario, el intelectual, con todas sus contradicciones, sus miedos, sus angustias, sus dudas, sus alegrías y su compromiso.
El cineasta fue secuestrado pocos días después del escritor Haroldo Conti quien, junto con el periodista Enrique Raab, el profesor Silvio Frondizi y el propio Gleyzer, también adhirió al guevarismo del PRT-ERP. Conti y Gleyzer estuvieron en el campo de concentración El Vesubio y el cineasta también habría estado prisionero en el destacamento Güemes, cerca del barrio de Ezeiza. Secuestrados y prisioneros que lograron sobrevivir a la represión relataron que los militares torturaron salvajemente a Raymundo. En sesiones de tortura, le habrían cortado los ligamentos de los pies e incluso habría quedado ciego. Mientras a Silvio Frondizi lo asesinó en 1974 la Triple A, Raab, Conti y Gleyzer permanecen desaparecidos. La dictadura militar fue impiadosa con todos los revolucionarios, especialmente con los de origen marxista y guevarista a los que siempre clasificó como “irrecuperables”.
Varios directores del mundo iniciaron en los festivales de cine una campaña mundial por la liberación de Gleyzer. Entre otros escritores García Márquez escribió una carta pidiendo su aparición con vida. Mientras tanto, el 1 de junio de 1976 Alfredo Guevara, Walter Achugar, Miguel Littin, Carlos Rebolledo y Manuel Pérez publicaron una declaración del Comité de cineastas latinoamericanos reclamando por su libertad. Entonces la CIA informó, legitimando de hecho el secuestro y las torturas, que según su “expediente” en Buenos Aires, en su casa había albergado a refugiados chilenos perseguidos por el general Pinochet. Su mamá se convirtió a partir de allí en una Madre de Plaza de Mayo. En el momento del secuestro Raymundo tenía apenas 35 años.

Ejemplo y paradigma para las nuevas generaciones

Lautaro Murúa, uno de los actores de Los Traidores, lo rememora cálidamente afirmando que: “A Raymundo lo veo como alguien muy valiente y romántico, algo que se repetía en miles de muchachos de su edad”. Una caracterización sobre su vida que quizás sintetice a toda su generación.
Lo que Gleyzer generó en la cultura argentina y latinoamericana excede los circuitos del universo cinematográfico. Su obra también expresa que se puede vivir de otra manera. Que los cálculos, el egoísmo, las mezquindades y la mediocridad tan habituales en nuestros días, no están en el corazón del ser humano. Son apenas un triste producto histórico. El compromiso vital de Raymundo también demuestra que cuando el estudio y el talento van acompañados de una ética inquebrantable y de una militancia insobornable, la cultura puede transformarse en una arma explosiva contra el poder. Y que eso siempre tiene un costo. Raymundo Gleyzer estuvo dispuesto a pagarlo hasta con la vida. Conocía el peligro que corría. Fue un militante y un combatiente. Uno de los mejores. De los que no se olvidan. De los que luchan toda la vida. Un imprescindible, como planteaba Bertolt Brecht.
Su sacrificio no fue en vano. Nuevas generaciones de jóvenes militantes —cineastas y documentalistas, pero no sólo ellos— hoy vuelven a retomar en las calles y en los barrios, en las luchas piqueteras y en las fábricas recuperadas, en el estudiantado y en todo el movimiento popular argentino las mismas banderas y los mismos ideales del Che Guevara por los que Raymundo luchó y entregó su vida.

Néstor Kohan
Revista Casa de las Américas

(*) Néstor Kohan es docente e investigador de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Coordinador de la Cátedra Che Guevara en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo (UPMPM). Fue jurado de Casa de las Américas, “Pensar a Contracorriente” y el Doctorado de la UBA. En Argentina ha publicado una docena de libros sobre el marxismo, tres de ellos reeditados en Cuba.

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