martes, junio 19, 2007

Ideología y diversidad cultural.

Enrique Ubieta Gómez

19 de Junio 2007
Entre los muchos textos publicados a propósito de la no renovación en Venezuela del espacio radioeléctrico a la empresa de televisión privada RCTV, me sorprendió encontrar el aporte de un intelectual que hace más de dos décadas fue el digno vicepresidente de la Nicaragua sandinista. No me sorprendió porque atacara al Gobierno bolivariano –desde hace algunos años su alineamiento a una falsa izquierda “democrática” lo ha alejado de los movimientos revolucionarios--, sino por la índole de su argumentación. Su artículo titulado “Crimen y castigo” aparecía en el diario La Prensa, pero curiosamente yo lo encontraba reproducido en un blog de Internet de la contrarrevolución cubana de Miami. Sergio Ramírez, el autor a quien me refiero, comentaba las declaraciones de una persona a la que no concede el beneficio de la visibilidad: el emisor de la información objetada era un ser sin rostro, sin nombre, que no expresaba opiniones propias, “una diputada, emisaria del Gobierno del presidente Chávez”. El deliberado anonimato del contendiente pretende hacerle creer al lector que toda opinión favorable a un gobierno revolucionario –sea el de Cuba o el de Venezuela--, si ha sido expresada por uno de sus ciudadanos, es impersonal, lo que encaja con la imagen de un supuesto estado totalitario. En realidad, las masas que respaldan a la Revolución están compuestas de individuos que recién empiezan a serlo, que por primera vez lo son (¿no lo recuerda Sergio Ramírez?): en el capitalismo, los hombres y las mujeres “libres”, son rehenes de la desinformación y de la manipulación mediáticas. En oposición a la supuesta emisaria, Ramírez sí menciona –aunque no cita, ni viene al caso--, a Teodoro Petkoff, que en Venezuela es el “izquierdista” canónico de la derecha, entrevistado por la misma cadena de televisión y sobre el mismo tema (pero contra Chávez, claro) una semana antes.

Como no conozco el nombre de la persona a la que alude Ramírez, y merece como cualquier otra mi respeto, me referiré a ella como diputada, que es una dignidad otorgada por el voto popular. Dice él, y no es una cita de la diputada, sino una interpretación que hace de sus palabras, que el cierre de la emisora RCTV, entre otras razones, se debe también a que “en su programación introducía formas extrañas de cultura, que enajenaban las costumbres y creencias del pueblo venezolano”. E inmediatamente acota: “se trata de un acto de represión ideológica (…) destinad(o) a restringir los espacios de convivencia cultural”. Destaco esa frase porque Ramírez descubre y defiende el contenido ideológico de esas “extrañas formas de cultura”. La cultura es ideología, o viceversa, parece decirnos, y ya ese juicio tajante, que no se matiza, puede crear un equívoco peligroso. La ideología que defiende no es un cuerpo en extinción, cuya salvación sea un imperativo para el mantenimiento de la diversidad social. No es una ideología marginal, representativa de minorías culturales; es, por el contrario, la ideología dominante, fascistoide, que controla los medios de comunicación y la mente de los consumidores, establece el repudiado y totalitario “pensamiento único”, y reproduce los valores del sistema. Pero el lector no podría llegar todavía a estas conclusiones, porque estamos en los prolegómenos de su argumentación.

Para Ramírez estas formas culturales o ideológicas deben ser defendidas a toda costa de “una concepción oficial de (la) identidad política, que pasa a ser una identidad cultural. La misma definición de ‘Estado bolivariano’ implica ya una definición nacionalista, que de acuerdo con la doctrina del presidente Chávez, reiterada en sus discursos, es popular además de nacionalista”. Y entonces nos toma el pelo, al sustituir la realidad por su contrario, supuesto futuro imaginado con alevosía: “Lo malo sería que en mi pantalla yo tuviera las veinticuatro horas del día nada más que Telesur, y a la hora de la película de la noche sólo vidas y hazañas de próceres y todo lo demás quedara fuera por tratarse de basura enajenante”. Ramírez confía en que esa estocada le proporcionará de inmediato las simpatías del lector, a quien por cierto subestima. Entonces procede a enumerar los tópicos paradigmáticos de esa “basura enajenante”: “los ayatolas culturales me dejarían con no poca nostalgia. Nostalgia por los chocarreros juicios fingidos delante de jueces de togas negras, en los que se ventilan a grito pelado conflictos familiares; por los edulcorados programas de entrevistas donde las amas de casa lloran sus penas delante de entrevistadoras implacables; por los longevos concursos de aficionados con premios vistosos, autos deportivos relucientes y viajes al fin del mundo, ofrecidos por presentadoras de sonrisa congelada; por las telenovelas venezolanas donde las heroínas y las malvadas, sobre todo las malvadas, se levantan ya maquilladas de la cama y los escenarios de casa rica parecen siempre las salas de exhibición de una tienda de muebles. Sería mi nostalgia por el mal gusto, pero para miles de televidentes sería su nostalgia por lo que les gusta, que en asunto de preferencias no hay nada escrito”. Y es aquí donde ciertamente aparece en toda su trascendencia el carácter ideológico de la propuesta “cultural” que Ramírez defiende. No se trata del melodrama, un género (o un estilo) tan válido como cualquier otro. Reír y llorar –siempre que esto último sea placentero--, son derechos humanos. No se trata sólo de mal gusto, mucho menos del gusto popular. Se trata de ideología pura, es decir de la ideología ciertamente enajenante que sostiene la reproducción del sistema.

Claro que su cinismo es una trampa múltiple: Ramírez intenta confundir al lector atrapado por la seudocultura del consumo, al lector informado que –como él--, subestima la cultura popular, y cree por ello que peca de elitista; utiliza todos los sedimentos que la manipulación mediática de viejos y reales errores o de falsas suposiciones, va depositando en el fondo de nuestra conciencia: el “odio” de los revolucionarios por el placer mundano y la pura y simple diversión; la suposición de que el “totalitarismo” comunista reemplaza la libertad individual por los caprichos del Estado. “El gusto tiene que ver con la libertad, más allá de las categorías culturales oficiales –dice, adoptando la postura del sabio--, y suprimir las opciones, para dejar ver sólo lo que el criterio oficial determina que uno debe ver, es como levantar barrotes de acero frente a la pantalla y hacer de cada hogar una celda de castigo. Es obligarlo a uno a entregar al Estado el poder de decidir acerca de lo que quiere ver o escuchar, en la televisión, en el cine y en la radio, de donde fácilmente se pasa a arrebatarle a uno ese mismo poder en lo que respecta a lo que quiere leer”. Porque claro, la falsa oposición de libertad individual – Poder del Estado, oculta la verdadera oposición: libertad individual – Poder de las trasnacionales de televisión (o más exactamente, Poder del Capital).

¿Cree sinceramente Ramírez que el televidente disfruta de plena libertad cuando elige según sus “gustos” la oferta que “proponen” los medios? Ni el televidente elige, ni los medios proponen. ¿Quién forma los gustos del telespectador? En el colmo de su retórica manipuladora, apela de forma subliminal a las críticas consagradas que verdaderos revolucionarios le han hecho a la burocracia cultural y al mal llamado realismo socialista: “Programas que para alcanzar la sanidad moral y la pureza ideológica tendrán que ser elaborados necesariamente por un eficiente equipo de ángeles celestiales, de pensamiento homogéneo y a prueba de tentaciones y deslices. Las telenovelas tendrán ahora mensaje moral. ¡Telenovelas sanas, sin colesterol! ¿Y quién dice que esos ángeles militantes serán ajenos a la mediocridad, al mal gusto, y a la ortodoxia ramplona? No olvidemos que se tratará de ángeles disciplinados y que toda ortodoxia es enemiga acérrima de la imaginación, que es la más soberana forma de libertad”. Una buena noticia para Ramírez (que es mala para los revolucionarios): los burócratas de cualquier sistema –porque la burocracia es hija del capitalismo, aunque abunde en el socialismo--, adoran “la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios” y anulan “la auténtica investigación artística”, según las muy conocidas palabras de Ernesto Che Guevara, lo que significa que están de su parte, es decir, que defenderían con pasión los programas de televisión que él teme que desaparezcan. Caramba, la burocracia socialista (en el fondo, hija cultural del capitalismo), sería su aliada.

Sabemos que nada es puro, que nuestras mejores intenciones están supeditadas a lo que somos, para bien y para mal, por eso debo preguntar ¿qué es en realidad lo que defiende Ramírez, el otrora Sergio, ex vicepresidente de la Nicaragua sandinista, un intelectual que –supongo-- sabe de qué habla? Evidentemente, no es una propuesta cultural, sino una propuesta ideológica lo que defiende: las casas de ricos y las muchachas pobres que se casan con jóvenes herederos en las telenovelas venezolanas, mexicanas, miamenses, los autos deportivos y los premios siempre cercanos y evasivos de los concursos por televisión, los programas de chismes de ricos famosos, el éxito vinculado al dinero y al glamour, la discusión pública de los pequeños dramas personales, no son hechos culturales por su trascendencia artística, sino por su sentido ideológico, son mecanismos de reproducción mediática de los valores que sustentan al capitalismo. La cultura del capitalismo ha sido y es dominante en los siglos pasado y presente, incluso en un país que --como Cuba--, ha logrado grandes transformaciones sociales y niveles educacionales altos. En estos días, se celebra en La Habana el V Congreso Internacional Cultura y Desarrollo, dedicado, vaya casualidad, a la defensa de la diversidad cultural; en él los ponentes denuncian la “basura enajenante” que acapara las pantallas de los televisores de todos los rincones del planeta. Pero Sergio Ramírez, el reconocido intelectual, clama por conservarla, y acude para ello al sofisma de la diversidad.

¿Es posible una televisión divertida, placentera, que invite a soñar, a volar, a llorar, a reír, que eduque y entretenga, que satisfaga las expectativas de todas las capas de la población? Creo que ningún hombre o mujer sensatos respondería de forma negativa. La verdadera oposición al proyecto revolucionario, socialista, no se desgasta en Venezuela en discusiones puntuales sobre cada medida adoptada por el presidente Chávez: la guerra es más sutil y profunda, es de valores. Se trata de mantener en la población a toda costa la ilusión del sistema: usted también puede ser rico, inténtelo. Frente a las propuestas de participación popular, democrática, de las misiones sociales, que proporcionan salud, educación, trabajo y también conciencia y protagonismo social para los más humildes y olvidados, la contrarrevolución ofrece dinero, repartir dinero, y despliega su imaginario tradicional: la prensa del corazón, las páginas “sociales”, las telenovelas rosas de las nuevas Cenicientas, los juegos de azar. Dinero contra solidaridad, dos proyectos de vida, de sociedad. No es ni será dinero para todos –eso lo sabe Ramírez--, pero no importa; las mayorías se conformarán con vivir de la televisión, y pasear los domingos por los shopping center, claro, si la Revolución no las despierta. Sergio Ramírez, al parecer, quiere impedirlo.

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