lunes, junio 18, 2007

Poder, cultura y oposición.

Discutiendo algunas perspectivas sobre los procesos de
dominación y resistencia.

En las últimas décadas, una parte importante de los estudios sobre poder y dominación se ha desplazado hacia la temática de la resistencia de los dominados frente a los imperativos de la dominación. Del excesivo acento puesto en los mecanismos de dominación y reproducción social por las corrientes ligadas al estructuralismo o al funcionalismo, se ha pasado a enfoques más abiertos a la agencia humana, y en este contexto, la categoría “resistencia” ha devenido central. Este desplazamiento ha abierto un fecundo campo de análisis en las ciencias sociales. Se ha pasado, por ejemplo, a estudios más detallados de la configuración cotidiana de las relaciones de poder en las clases subordinadas y su relación con el simbolismo. Se amplió el concepto de lo político, para integrar a él aquellos aspectos del disciplinamiento y de resistencia simbólica y material que se despliegan en la vida cotidiana y en un nivel “local”. Sin embargo, la noción de resistencia presenta una serie de problemas conceptuales, entre ellos, su falta de precisión. Esta falta de precisión ha dado lugar a que la categoría sea utilizada en sentidos bastante diferentes según la orientación teórico-ideológica de los autores (ya sea en las distintas vertientes del materialismo histórico o en las corrientes pos-estructuralistas). Teniendo en cuenta esta situación, pero a la vez considerando que la noción es analíticamente útil, ya que dirige la mirada hacia aquellas acciones de los dominados que por su falta de dramatismo muchas veces son pasadas por alto por otros investigadores, quisiera repasar algunos trabajos que abordan la problemática para evaluar en qué sentido la noción puede ayudarnos a analizar las complejidades de las relaciones de poder.

La crítica a la “tesis de la ideología dominante” y la recuperación de la noción de resistencia

Dentro de los distintos “paradigmas” teóricos que coexisten en ciencias sociales las corrientes ligadas al funcionalismo han enfatizado el elemento cohesivo de las sociedades, esto es, las sociedades son vistas como entidades autorregulables y las relaciones de poder son consideradas eternas y/o activamente apoyadas por los dominados en el marco de un “consenso moral” o normativo. Fueron las corrientes ligadas al materialismo histórico las que pusieron más énfasis en las relaciones de poder, su violencia intrínseca y su carácter histórico al estar vinculadas con las relaciones de producción. Para el marxismo clásico las relaciones de poder entre las clases sociales estaban aseguradas por la violencia ejercida por el Estado, a la que se sumaba la acción de la esfera ideológica que oscurecía la visión de los dominados de los mecanismos responsables de su opresión. De todas maneras, si bien se ponía el acento en los aspectos coercitivos de la dominación, no se problematizó de manera adecuada el peso relativo y preciso de los dos aspectos que aseguraban la sujeción de las clases subordinadas. El “marxismo occidental”, a partir de las décadas del veinte y treinta de este siglo, comenzó a plantear que la base de la dominación se encontraba fundamentalmente en el control ideológico que las clases dominantes efectuaban sobre las clases dominadas. El elemento de coerción física directa, propio de toda dominación, y enfatizado tradicionalmente por el marxismo, quedaba de este modo en un segundo plano. La idea central era que, de alguna manera, los dominados aceptaban su dominación, porque el orden social les parecía legítimo; admitían la dominación en los propios términos de los dominadores. Esta tesis fue desarrollada fundamentalmente por la Escuela de Frankfurt y el marxismo althusseriano. Según ella, plantean Abercrombie, Hill y Turner, la ideología dominante
“penetra en la conciencia de la clase obrera y la inficiona, puesto que la clase obrera llega a ver y a experimentar la realidad a través de las categorías conceptuales de la clase dominante. La función de la ideología dominante es integrar a la clase obrera dentro de un sistema que, de hecho, va en contra de los intereses materiales de los trabajadores. Esta integración explica, a su vez, la integración y cohesión de la sociedad capitalista” (1987: 2).
De esta manera, la “tesis de la ideología dominante” enfatiza los elementos simbólicos en la dominación, haciendo aparecer a la situación de dominación como algo expresamente apoyado por los dominados. Los elementos más claramente económicos o coercitivos son ponderados de manera secundaria. Por otra parte, la casi total dependencia de los dominados de las construcciones conceptuales de los dominantes, los condena a una situación sin salida, donde no existen espacios para prácticas o creencias alternativas o no reductibles a las dominantes. De hecho, en la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, esta visión se traducía claramente en el campo político en un profundo escepticismo (y en una renuncia al compromiso político explícito). Y en las corrientes más “militantes”, como en Althusser y sus seguidores, conducía a una concepción elitista de la relación partido-clase, donde la clase obrera, totalmente cooptada por los “aparatos ideológicos del estado” y condenada a ser la “simple portadora de las estructuras de una ideología corrupta” -en palabras de Raymond Williams- solamente podía ser conducida por intelectuales altamente calificados que escaparan a las influencias ideológicas desarrollando la “ciencia” de la historia. De esta manera, aunque invirtiendo la carga de valor, estas teorías críticas coincidían en puntos importantes con las teorías “burguesas” del “consenso de valores” en las sociedades (las teorías funcionalistas).
Para poner en cuestión esta visión, que unilateraliza la problemática de las relaciones de poder y de la dominación, voy a tomar algunos trabajos donde se plantea una crítica a esta concepción, llegando incluso a desechar totalmente cualquier referencia a una ideología dominante para pensar tales temas y postulando una resistencia omnipresente (y fatalmente eterna) de los dominados. Después trataré a su vez algunas debilidades de este planteamiento crítico “radical” y su uso de la categoría “resistencia”, para recuperar una concepción “débil” de la ideología dominante y una conceptualización más productiva (en términos téoricos y políticos) de la categoría “resistencia”.
Abercrombie et al. (op. cit.) realizan una crítica detallada a los fundamentos empíri-cos de la tesis, demostrando, a partir de materiales históricos del feudalismo y del capitalismo primitivo y tardío, que se encuentran pocas evidencias de que los dominados mantenían la ideología de las clases dominantes. Una de las razones más importantes para explicar esta falta de ascendiente ideológico de las clases dominantes sobre las subordinadas en el feudalismo y el capitalismo primitivo es la falta de mecanismos de transmisión ideológica lo suficientemente poderosos. En el caso del capitalismo tardío, si bien los mecanismos de transmisión ideológica se han sofisticado (desarrollo de las medios de comunicación de masas, sistema escolar, etc.), su eficacia no es tan poderosa como lo supone la tesis de la ideología dominante. Uno de los ejemplos más importantes de esta eficacia limitada de los mecanismos de integración ideoló-gica la describe Willis (1988) en su investigación sobre el funcionamiento de las escuelas para chicos de la clase trabajadora inglesa. Allí Willis demuestra cómo “muchas formas de la ideología dominante convencional -particularmente en la medida en que son mediadas por la escuela- son desmenuzadas, invertidas o simplemente derrotadas por la cultura contraescolar” (p.184). Esto es, en los ámbitos particulares donde se reproducen las relaciones sociales desiguales y opresivas, la situación es mucho más matizada y contradictoria de lo que una lectura muy sesgada por la “integración ideológica” dejaría ver. Más bien, habría que ver que la clase obrera tiene la capacidad “de generar formas de conocimiento colectivo y cultural que, aunque resultan ambiguas, complejas y a menudo irónicas, no son reducibles a las formas burguesas.” (Willis, 1989: 31). Otro ejemplo de abordajes empíricos que cuestionan la visión de los sectores dominados como pasivos receptores de la ideología elaborada por los sectores dominantes es el trabajo de Ginzburg (1994) sobre la cultura popular en la Edad Moderna. Allí tenemos una investigación en otro período histórico, los comienzos de la “modernidad”, que demuestra también las configuraciones complejas de la subjetividad de los grupos dominados en las sociedades de clases. En este caso, Ginzburg analiza cómo en los sectores populares de ese momento existía una “tradición oral” o “cultura popular” cuyo contenido era irreductible a las elaboraciones de los sectores doctos (hegemónicos) del momento. Son estas investigaciones informadas empíricamente que comenzaron a desarrollarse en los setenta, las que llevan a Abercombrie et al a concluir que la ideología dominante ha tenido escasa eficacia sobre la vida de las clases subordinadas, y que en ninguna de estas épocas históricas existió una integración ideológica que garantizara la reproducción del orden clasista, tal como lo suponía la tesis en cuestión.
Un argumento similar es mantenido desde un terreno más antropológico por Scott (1985, 1990). En efecto, Scott se dedica a describir las formas de resistencias cotidianas de las clases subalternas que se despliegan de modo “oculto”, escapando de esta manera muchas veces a la mirada de los investigadores más interesados por las formas más dramáticas de oposición y lucha contrahegemónica (rebeliones, revoluciones, etc.). Scott intenta demostrar que existe una autonomía cultural relativa, una cultura de “resistencia” entre los sectores subordinados de distintas épocas históricas que recurren a distintos subterfugios y tácticas para expresar su descontento y su oposición a las estructuras sociales que los sojuzgan. Las clases explotadas desarrollan entonces de manera cotidiana una “prudencia táctica” que les permite defenderse de las aristas más opresivas de su situación de subordinación y mantener un margen de autonomía imprescindible para el despliegue de formas de lucha más eficaces. Esta prudencia táctica se expresa en el manejo del significado de la deferencia, de los silencios, del respeto formal, o de una forma más espectacular en los rituales donde se expresa el deseo de un “mundo transtornado” (“world-upside-down”), todas formas de resistencia “disfrazadas”. Para dar cuenta de esta lucha cotidiana, Scott recurre al concepto de “infrapolítica”, que conforma la base necesaria de la resistencia “abierta” a la dominación.
El análisis de Scott no deja de ser sugerente, ya que introduce interrogantes impor-tantes que escapan a los análisis funcionalistas centrados en los aspectos integradores de las prácticas culturales (entre ellas los rituales, tópico recurrente en antropología). El énfasis en la “resistencia” nos previene de los análisis excesivamente “reproductivistas” que conciben a la dominación como totalmente penetrante, y de esta manera nos conduce a poner el foco en aquellas prácticas específicas cuyo significado es altamente ambivalente y que por lo tanto deben ser examinadas de manera más detenida para entender su significado preciso.
Sin embargo, el argumento de este autor presenta deficiencias bastante importantes. Uno de los planteos básicos y de más largo alcance teórico de sus trabajos es que las “transcripciones ocultas” o la “infrapolítica de los desposeídos” no es una sustitución de la resistencia práctica, abierta, sino una condición de ella (1990: 191, bastardillas del autor). En este sentido, se opone, según sus palabras, a la concepción clásica de Lenin acerca de los efectos negativos que la conciencia espontánea “tradeunionista” de la clase obrera tiene sobre la posibilidad de desarrollar movimientos de lucha más abiertos. Para Scott, por el contrario, esta “conciencia trade-unionista” (que identifica con sus “transcripciones ocultas”) es la única base real para desplegar ese desafío abierto y revolucionario. De todas maneras, en ningún momento aclara cómo se daría este paso. En realidad esta referencia es puramente formal porque, como afirma Gledhill (1994), esta idea de Scott se basa en “el argumento de que el poder de los dominantes en las sociedades modernas es tan substancial que las formas más abiertas y organizadas de resistencia popular tienden a constituir una lectura errónea acerca de las posibilidades reales de emancipación” (p. 81, traducción mía). Las formas abiertas de oposición y movilización revolucionaria son consecuencia, entonces, de errores de lectura de la situación política real de los subordinados. Estarían condenadas al fracaso de antemano.
Se nos presenta aquí un posicionamiento que encierra problemas conceptuales y políticos. La manera en que las resistencias locales pueden llegar a convertirse en movimientos más generalizados y organizados es un problema que no le incumbe a Scott. En realidad parece estar más preocupado solamente por sugerir que las resistencias cotidianas son pasadas por alto (pese a sus referencias formales a los movimientos sociales más amplios). Y el político es que, Scott expresa aquí su afinidad con el pesimismo político actual en gran parte de la intelectualidad “progresista”, que con su celebración (muchas veces romántica) de las resistencias cotidianas lleva a desvalorizar las formas de resistencia abiertas, más organizadas y que apunten a unir las diferentes sectores populares en una sola estrategia común (lo que no implica una homogeneidad). En efecto, la “resistencia cotidiana”, como el mismo Scott lo afirma, está configurada a través de las “tácticas” desplegadas desde la debilidad en la relación de fuerzas. Es adaptarse al terreno del otro, son defensivas. En este sentido, Scott sobreestima la resistencia, y termina reduciendo la “agencia” a la resistencia heroica, y en última instancia inútil. Y esto no es sino una expresión de su pesimismo político, más que un examen detallado de las reales posibilidades del cambio revolucionario. En este sentido, también la visión de Scott de la lucha de clases es estrechamente economicista, ya que parecería que para Scott las formas de conciencia de las clases subordinadas se relacionan exclusivamente con los temas ligados a la subsistencia directa. Es decir, restringe el significado del concepto de lucha de clases a la lucha inmediata en el lugar de producción entre los individuos de distintas clases, sin hacer referencia a las contiendas más generales implicadas en las luchas de clases (como los conflictos ideológicos, la construcción de una organización política autónoma, etc.).
Para resumir lo dicho hasta ahora, tanto el trabajo de Scott como el de Abercrombie et al. son importantes en tanto cuestionan aspectos relevantes de la tesis de la ideología dominante y su obsesión con la ideología, y desde esta perspectiva son puntos de partida claves para introducirnos en el tema. Uno de los aspectos que destacan en este sentido es la importancia de la coerción, ya sea en términos de violencia física directa o en términos de la “sorda coerción” económica de la que hablaba Marx, para entender la realidad de la dominación. Esta recuperación del elemento coercitivo es muy importante ya que había sido dejado de lado por las corrientes que sustentaban la tesis de la ideología dominante. Sin embargo su perspectiva presenta debilidades importantes. En el caso de Scott ya hemos visto algunas de ellas. Podemos agregar que, con respecto a la coerción física, este autor sobreestima y subestima a la vez el lugar del Estado, al hacerlo a veces omnipotente y otras veces ineficaz. Con respecto a Abercrombie et al., uno puede pensar, como lo hace Bottomore en el prólogo al texto que “cuesta creer que tales ideologías carezcan de efecto” (p. XI). Es decir, la mirada iconoclasta radical de estos autores pasa por alto aspectos importantes de la realidad de la dominación, donde los factores ideológicos tienen efectos reales sobre las acciones de los dominados.
En este sentido, se requieren matizaciones importantes para captar las complejidades de las relaciones de poder y de dominación en la vida real, para no caer en el error de concebir a los sectores subordinados en un permanente alerta contestatario y fatalmente reactivo. Y para ello, pienso, como Callinicos (1989) que una “versión débil” de la tesis de la ideología dominante debe ser recuperada para entender las complejas luchas que se libran en las sociedades de clases.

Ideología y hegemonía

Las nociones de ideología y hegemonía no son unívocas y han sido utilizadas con sentidos diferentes. Por lo tanto es necesario clarificar los usos que se les da a estos términos. Para comenzar, es importante distinguir que el término “ideología” posee por lo menos dos significados en la literatura marxista. Ambos significados son desarrollos de dos usos distintos que la palabra ideología tiene en los escritos de Marx y Engels. El primer significado es el que asocia ideología con la “falsa conciencia”, esto es, al contenido falso del conocimiento, o un conocimiento distorsionado provocado por intereses de clase específicos. Este es el concepto de ideología que utilizan los seguidores de la tesis de la ideología dominante. En este sentido, lo ideológico se contrapone a lo verdadero o científico. Esta idea aparece fundamentalmente en la Ideología Alemana (“la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante”) y tiene sus raíces en Bacon y los iluministas (Callinicos, op. cit.:139-140).
Otra noción de ideología es la que la considera como “ese aspecto de la condición humana bajo el cual los seres humanos viven sus vidas como actores concientes en un mundo que cada uno de ellos comprende en diverso grado” (Therborn, 1995:1, 2), esto es, se refiere en forma amplia a un conjunto de significados e ideas sin postular necesariamente su falsedad. Para continuar con Therborn: “concebir un texto de unas palabras como ideología equivale a considerar la manera en que interviene en la formación y transformación de la subjetividad humana” (1995:2). Esta noción de ideología, que entre otros es la que sostiene Lenin, es la que desarrolla Marx cuando hace referencia en el Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política a “las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto [entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción] y luchan por resolverlo”. Desde esta perspectiva, la ideología puede tener una dimensión negativa (al expresar creencias falsas) como positiva (al aclarar la naturaleza de la realidad). Para precisar el concepto, habría que hablar de la ideología como articuladora de intereses de grupos sociales particulares, intentando dar una expresión conciente a las necesidades de los agentes que ocupan lugares particulares en la estructura social. En este sentido, no se hablaría estáticamente de ideología versus verdad (o ciencia), limitando la ideología a un fenómeno meramente cognitivo o epistemológico. Un aspecto central de esta definición de ideología es que concibe a los individuos de las clases subalternas como seres reflexivos, y no como simples portadores irreflexivos de creencias y representaciones ajenas.
La noción de hegemonía está relacionada con la de ideología pero es útil separarla analíticamente. Este concepto se desarrolla a partir de los trabajos de Gramsci y su desplaza-miento desde su aplicación original en la estrategia de la clase obrera para dirigir un proceso revolucionario y ganarse a los otros sectores subalternos, a la aplicación para analizar “los mecanismos de dominación burguesa sobre la clase obrera en una sociedad capitalista estabilizada” (Anderson, 1981: 39). Como este autor lo ha demostrado, las ideas de Gramsci al respecto presentan ciertas “antinomias” que dieron pie a interpretaciones diversas de su obra. Una de estas lecturas, que se encuentra entre las más creativas y las mas utilizadas en las ciencias sociales es la de Raymond Williams. Este autor recupera la noción gramsciana de hegemonía para dar cuenta de la relación entre los significados y valores y la distribución de poder en sociedades concretas. En este sentido, la hegemonía “comprende las relaciones de dominación y subordinación, según sus configuraciones asumidas como conciencia práctica, como una saturación efectiva del proceso de la vida en su totalidad; no solamente de la actividad política y económica, no solamente de la actividad social manifiesta, sino de toda la esencia de las identidades y las relaciones vividas a una profundidad tal que las presiones y límites de lo que puede ser considerado en última instancia una sistema cultural, político y económico nos dan la impresión a la mayoría de nosotros de ser las presiones y límites de la simple experiencia y del sentido común” (1980:131). En este sentido, la hegemonía hace referencia a la reproducción “muda” de las relaciones de poder cotidianas, que aparecen “naturalizadas” como “lo dado”.
Entendemos que la diferencia con el concepto de ideología se encuentra en que esta presenta un aspecto más coherente, es una construcción discursiva con grados diversos de sistematicidad. En cambio la hegemonía se presenta de manera práctica, y es más difícil de ser desafiada, por su misma “no visibilidad”. La ideología y la hegemonía coexisten con distintos grados de combinación en la realidad concreta de los grupos subordinados y es compleja su diferenciación analítica.
Es importante resaltar que la hegemonía para Williams es un proceso. Esto es, está permanentemente “resistida, limitada, alterada, desafiada por presiones que de ningún modo le son propias” (p.134), por lo que constantemente tiene que ser renovada, recreada, modificada. Entonces, la dominación nunca es total, nunca las clases dominantes pueden subordinar totalmente a las clases subalternas. Existe un terreno abierto de lucha y confrontación a través del cual la hegemonía se reconstruye y es desafiada. Por lo tanto, la hegemonía es intrínsecamente inestable y vulnerable. Podemos encontrar entonces un terreno cotidiano de lucha alrededor de los límites entre lo hegemónico y lo no hegemónico, lucha que no aparece necesariamente con una articulación discursiva clara. Para aclarar este punto, debemos regresar a Gramsci, que nos brinda la perspectiva más rica para analizar este complejo panorama. Con respecto a la formación espontánea de la subjetividad, del “sentido común”, afirma que:

“Por la propia concepción del mundo se pertenece siempre a un determinado agrupamiento, y precisamente el de todos los elementos sociales que participan de un mismo modo de obrar y pensar. Se es conformista de algún conformismo, se es siempre hombre masa u hombre colectivo... Cuando la concepción del mundo no es crítica ni coherente, sino ocasional y disgregada, se pertenece simultáneamente a una multiplicidad de hombres masa, y la propia personalidad se forma de manera caprichosa...” (1997, p. 8)
y más adelante agrega:
“El hombre activo, de masa, obra prácticamente, pero no tiene conciencia de su obrar, que sin embargo es un conocimiento del mundo en cuanto lo transforma. Su conciencia teórica puede estar, histórica-mente, incluso en contradicción con su obrar. Casi se puede decir que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria): una implícita en su obrar y que realmente lo une a todos sus colaboradores en la transformación práctica de la realidad, y otra superficialmente explícita o verbal, que ha heredado del pasado y acogido sin crítica. Sin embargo, esta conciencia ‘verbal’ no carece de consecuencias: unifica a un grupo social determinado, influye sobre la conducta moral, sobre la dirección de la voluntad, de manera más o menos enérgica, que puede llegar hasta un punto en que la contradictoriedad de la conciencia no permita acción alguna, ninguna decisión, ninguna elección, y produzca un estado de pasividad moral y política” (op. cit.:16).
Aquí Gramsci presenta su noción de conciencia contradictoria que es de fundamental importancia para comprender los procesos de dominación y resistencia. Esta noción nos permite dar cuenta de la “disonancia cognitiva” que se desarrolla a partir de la contradicción entre el mundo como es representado (por los discursos hegemónicos) y el mundo tal como es experimentado de manera práctica (y expresado por las ideologías contrahegemónicas). Esta noción de conciencia contradictoria nos ayuda a interpretar de manera teórica las inconsistencias de las actitudes de los grupos subordinados y a ubicar de manera más precisa el lugar jugado por la “ideología dominante”. Esta última actuaría entorpeciendo el desarrollo de una conciencia más coherente y unificada entre las clases subalternas, antes que induciendo a una aceptación activa del orden existente. Se podría aceptar entonces una versión “débil” de la “tesis de la ideología dominante”, sin caer en los excesos de la versión “fuerte”: “De esta manera una versión débil de la tesis de la ideología dominante puede ser sostenida. La ideología dominante es dominante en el sentido de que la clase dominante busca prevenir el desarrollo en las clases subordinadas de una ideología que desafíe sistemáticamente su derecho a dominar” (Callinicos, 1988:154).
W. Roseberry recupera la noción gramsciana de “hegemonía” en un sentido similar, y critica a aquellos autores que se sienten incómodos al hablar de hegemonía porque parecería que el concepto excluye la categoría de resistencia y/o sugiere un consenso de valores en la sociedad. Roseberry arguye que en primer lugar, estos autores idealizan las formas de experiencia y cultura de la clase obrera y otros grupos subordinados, adjudicándoles un heroísmo que dificulta la comprensión de las épocas no heroicas. Por otro lado, estos autores establecen una conexión excesivamente directa entre clase y cultura, a tal punto que parecería que la clase obrera posee su propia cultura autónoma, basada en su propia experiencia de trabajo y comunidad. Esta visión contiene dos problemas: uno, que elude el problema de la separación del significado y la experiencia en los contextos de dominación. Esto es, el problema de eludir el hecho fundamental de que la experiencia no es autointerpretativa. La clase obrera no vive en un vacío autónomo, sino en un contexto donde existen diversos discursos que pujan por imponer un significado a la acción. Por el otro, que ignora la ambigüedad y las contradicciones de la experiencia de los sectores subalternos, que como veíamos en Gramsci, puede ser entendida en términos de “conciencia contradictoria”.
Entonces, hablar de hegemonía no significa que los sectores dominantes impongan “un dominio total sobre los gobernados -o sobre todos aquellos que no son intelectuales- que alcanza hasta el umbral mismo de su experiencia, e implanta en sus espíritus desde su nacimiento categorías de subordinación de las cuales son incapaces de liberarse y para cuya corrección su experiencia resulta impotente” (Thompson, 1984: 60), sino más bien entender que los procesos hegemónicos implican siempre lucha de clases. La hegemonía aparecería así entonces “encarnando la lucha de clases y lleva la marca de las clases subordinadas, su autoactividad y su resistencia” (Woods, 1990: 77). Y no tendría nada que ver con sumisión ni consenso activo de los dominados.

Resistencia, clase y explotación

Con esta visión más matizada de las prácticas de la dominación, es posible delinear un concepto de “resistencia” más útil y teóricamente más fuerte que el que sugieren los críticos románticos de la tesis de la ideología dominante. Lo que nos interesa particularmente en esta parte es vincular la noción de resistencia, que se despliega en “épocas de aquiescencia” y en ámbitos más particulares, locales, con procesos socio-económicos y políticos más generales para entender su sentido real.
“No buscar la totalidad es el código para no atender al capitalismo” dice Terry Eagleton. En esta huída de la totalidad y en la fragmentación que resulta de ello radica la debilidad más importantes de la noción de resistencia de Scott. Debido a que no vincula las determinaciones estructurales de las relaciones sociales al tipo de actos concientes de resistencia que él aborda, termina por ubicar en el mismo plano las acciones de resistencia individual como las realizadas por grupos colectivos (Smith, op. cit.; Gledhill, op. cit.) o a trazar equivalencias entre movimientos de protesta de momentos históricos difícilmente comparables.
Entonces, una primera idea fundamental aquí es ubicar concretamente y en términos históricos el contexto estructural donde se insertan los grupos sociales subalternos analizados. Un contraejemplo de esto son los “saltos” históricos que realiza Scott en Domination and arts of resistance, donde intenta comparar diversas “resistencias” correspondientes a períodos históricos distintos. En este sentido lo que se escapa en esta visión es la idea del determinismo histórico. Esto es, la idea de que hay una determinación histórico-social de las acciones humanas, por la cual “ciertas acciones, y ciertas consecuencias de esas acciones, son posibles mientras que otras acciones y consecuencias son imposibles” (Roseberry, 1989: 54). Lo que no significa que la historia esté predeterminada. Sino que sigue un curso no arbitrario y depen-diente de las condiciones preexistentes. Y la idea central en este punto es que la determinación histórica hace posible determinadas transformaciones en determinadas épocas históricas y las imposibilita en otras. Si uno pierde esta visión oscilará permantemente en una sobreestimación de determinadas luchas y en una subestimación de las posibilidades reales de otras.
Esta determinación afecta fundamentalmente a lo que Levine y Wright llaman “capa-cidades de clase”, esto es, a los recursos organizacionales, ideológicos y materiales disponibles por las clases en pugna en la lucha de clases (1990: 33). Esta capacidad de clase es el puente entre los intereses de las clases en pugna por un lado, y su traslado a las prácticas sociales y políticas, por otro. Y esta transformación de intereses en prácticas es el problema central en cualquier teoría adecuada de la historia. Porque los agentes humanos no actúan en un vacío, o no se encuentran solamente a merced de “discursos” que los “constituyen” aleatoriamente, sino que tienen que vérselas con realidades estructuradas que los determinan y a la vez que les posibilitan determinadas vías de transformación de esas estructuras. Y las capacidades de clase tienen que ver con estos recursos reales de los que disponen los grupos que confrontan en el campo de fuerzas de la sociedad para imponerse sobre los otros. Los discursos ideológicos actúan sobre esa realidad. En este contexto es que hay que observar y clarificar la relación entre las resistencias y los recursos organizacionales e ideológicos de las clases subordinadas.
La noción de resistencia que defiendo se nos aparece ahora más clara. En Scott aparece utilizada de manera excesivamente amplia y ambigua. Gavin Smith dilucida el contraste entre dos conceptos de resistencia bastante diferentes: uno es el que intenta distinguir entre los elementos de la cultura aquellos elementos que se desarrollan “en resistencia” (como una función de una resistencia activa), y otro es el que simplemente distingue aquellos elementos de la vida de las clases subalternas que tienen el efecto de acentuar la diferencia y el carácter apartado, diferente, de la vida de estas clases (1993: 239). Este último es el concepto de Scott. Este confunde entonces diferencia con oposición, o en otro sentido, en palabras de Smith, disputar algo con mendigar algo. El concepto de resistencia, en cambio, es analítica-mente fértil si se utiliza para referirse a aquellas prácticas o constructos discursivos que se oponen activamente a los discursos y prácticas hegemónicas, relacionándolas con las prácticas de resistencia a la apropiación de un plusproducto por parte de una clase explotadora y sus representantes, es decir, en la medida en que se refiera a aquellas prácticas que vayan configu-rando las capacidades de clase del grupo analizado. En otras términos, resistencia hace referencia a las actividades o percepciones de las clases subalternas que sirven de puente para el pasaje de la mera existencia de la lucha de clases -como situación objetiva- a la construcción de la clase como sujeto histórico revolucionario.
No se puede entender entonces la noción de resistencia sin la noción de lucha de clases. La lucha de clases es entendida aquí como un hecho objetivo, como una relación fundamental entre las clases, que implica una explotación y una resistencia a esta explotación, pero no necesariamente una conciencia de clase. Esta lucha de clases se desarrolla así alrededor del incremento o la reducción de la tasa de explotación mediante algún tipo de coordinación de acciones entre los miembros de una clase. Pero esto no implica una clara conciencia de una identidad de clase compartida. La configuración de una conciencia de clase, de una clase como un sujeto histórico relativamente unificado y auto-conciente, es un proceso que se da a través de la lucha de clases.
De allí que Thompson hable de “lucha de clases sin clases”. Y en este paso de lo objetivo a lo subjetivo, o de una situación de explotación a una conciencia de intereses comunes y de una acción organizada en pos de esos intereses comunes de clase, actúa y adquiere importancia la resistencia cotidiana. Una resistencia que puede ser pensada en términos de “fricciones transitorias” para dar cuenta de la ambigüedad de estas prácticas, en el sentido de que no necesariamente conducen a una transformación general del orden social existente, pero que sin embargo “pueden proporcionar la base para luchas políticas más amplias y más grandes, aunque los fetichismos que las rodean impiden cualquier traslado automático de lo que se experimentó en ellas a estados más generales de conciencia política” (Harvey, 1990: 124). Sólo en este contexto de luchas que no tienen cerradas sus posibilidades revolucionarias a priori, y en el que están implicados complejos problemas materiales y simbólicos de la constitución efectiva de una clase en tanto tal, del desarrollo de sus capacidades de clase, es que es útil pensar la categoría de resistencia.
Entre los complejos problemas implicados en este proceso de formación de clase, uno de los más importantes y uno de los que más atención ha recibido en los últimos tiempos (aunque no necesariamente conceptualizado de esta manera) es la manera en que los subordinados disputan el significado de los símbolos y las identidades (el problema de la “cultura”). Entiendo en este sentido que es importante “anclar” esta disputa en el contexto del proceso de lucha en torno a la tasa de explotación. En este sentido, existen numerosos ejemplos históricos de resignificaciones llevadas a cabo por los grupos subordinados en su lucha por limitar su explotación.
Este tipo de re-significación o de producción de discursos alternativos surge de experiencias sociales reales, y especialmente de aquellas ligadas con la producción. Esto es importante subrayarlo, porque si bien el “signo” es una arena de lucha (y de lucha de clases), esto no significa que los significados van ser totalmente autónomos de las prácticas y de la realidad material. Las distintas clases y grupos no van a desarrollar significados totalmente distintos de las palabras, más bien van a acentuar distintos aspectos de la experiencia social (Voloshinov, 1992). Y allí, uno de los conflictos claves es que las clases dominantes intentan hacer valer un cuerpo unificado de significados (no necesariamente homogéneo) y temas como la única manera posible de interpretar las cosas. En otras palabras, intentan reducir la polisemia.
En este marco de lucha por la interpretación de la experiencia (dentro de luchas de clases concretas), surgen distintos discursos ideológicos que “invitan” a aceptar un particular tipo de identidad social (“interpelan” a los sujetos). Estos discursos ideológicos no necesariamente constituyen formas elaboradas, sino más bien temas nucleares. Temas que son “la contrapartida ideológica de la fuerza social y las prácticas no discursivas de las clases” (Therborn, op. cit., 60). Y estos discursos pueden dar lugar a la construcción de identidades de lucha que contribuyan a conformar los recursos organizacionales e ideológicos de las “capacidades de clase” en el proceso de conquista del poder social por parte de las clases subalternas.

No todos los gatos son pardos (digresión acerca de Foucault y las resistencias “plurales”)

Aquí conviene tratar brevemente otro enfoque sobre la resistencia, muy influyente en la literatura contemporánea, la perspectiva de Michel Foucault. En efecto, la obra de Foucault, centrada en las formas en que opera el poder, ha tocado la problemática de la resistencia al poder. En la obra de Foucault aparecen analizadas las formas de constitución del poder fundamentalmente en la modernidad, cómo el paso a la modernidad implicó una mutación en las formas de despliegue del poder, de desarrollo de dispositivos de poder que hicieron mucho más eficaz la vigilancia y el disciplinamiento de los oprimidos. Utilizando una perspectiva nietzscheana, liga la noción de saber y poder, a través de su categoría de saber-poder, donde el saber o la verdad es sólo un forma de expresión de la “voluntad de poder”. De esta manera los discursos son formas de dominación: “en una sociedad como la nuestra,...relaciones de poder múltiples atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social; y estas relaciones de poder no pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento del discurso. No hay ejercicio de poder posible sin una cierta economía de los discursos de verdad que funcionen en, y a partir de esta pareja” (1992: 139-40). Por otra parte este poder es difuso, múltiple, y no puede ser tratado como un atributo monopolizable (por el Estado, por ejemplo); funciona a través de una “organización reticular”. Estas relaciones de poder tendrían un fundamento en sí mismas, y serían “productivas”, es decir, no reprimen a un sujeto constituido previamente al acto de sujeción, sino que el mismo sujeto es un efecto del poder: “El individuo es un efecto del poder” (p.144). Y por último, el poder genera una resistencia: “...no existen relaciones de poder sin resistencias ... [la resistencia] existe porque está allí donde el poder está: es pues como él, múltiple e integrable en estrategias globales” (p.171).
Esta conceptualización del poder es, como dijimos, muy influyente en las ciencias sociales, y es el basamento teórico de lo que se conoce como “pos-estructuralismo”. Este concepto de “resistencia” resuena en muchas obras críticas que analizan las “múltiples opresiones” y las “múltiples resistencias” a esas opresiones. De todas maneras, este concepto de resistencia tiene escasa relación con la noción de resistencia que venimos desarrollando. Las discusiones críticas de la obra de Foucault son numerosas, y no me voy a detener en ellas aquí. Pero sí creo que es preciso detenerse sucintamente en los dos puntos más importantes que diferencian la conceptualización del poder y la resistencia de este autor y la que venimos considerando: el tema de la fundamentación del poder y la relación discurso-realidad. En efecto, para Foucault el poder no tiene ninguna justificación más allá de sí mismo, su ejercicio es su propia satisfacción, no tiene origen ni finalidad. Para las corrientes ligadas al materialismo histórico, en cambio, las relaciones de dominación se explican por las relaciones de producción en cierto tipo de sociedades históricas (las sociedades de clase). Las relaciones de dominación brotan a partir de los requerimientos de la explotación de clase, es decir, de asegurarse la extracción regular de un excedente a los productores directos por parte de la clase dominante. Las múltiples relaciones de poder, entonces, hallan un terreno común para ser explicadas.
En este sentido, las bases para una comprensión de la resistencia son divergentes. Para Foucault, al no haber bases sociales más allá del poder (del “discurso”) para poder construir una resistencia real, estas resistencias “quedan en él como una aserción propiamente gratuita, en el sentido de no tener fundamento alguno; son pura afirmación de principio. No sólo, como se dice a menudo, de Foucault no puede deducirse más que una guerrilla y simples hostigamientos dispersos frente al poder, sino que no hay, a partir de Foucault, ninguna resistencia posible. Si el poder está de antemano siempre ahí, si toda situación de poder es inmanente a ella misma, ¿por qué iba a haber resistencia? ¿De dónde vendría esa resistencia y cómo, incluso, sería posible?” (Poulantzas, 1991: 179-180). En definitiva, su teoría no admite bases para una (o quizás ninguna) política de oposición (McNally, 1995b).
Foucault no nos ofrece instrumentos analíticos de abordaje a la realidad de la dominación y la resistencia. Por otra parte, y en un plano más epistemológico, Foucault (como todo el posestructuralismo) adhiere a un escepticismo epistemológico cuyo efecto es lo que Anderson (1988) llama la “atenuación de la verdad” (p.51). No entiende al concepto de verdad en su sentido clásico, esto es, de una correspondencia entre las proposiciones y una realidad extradiscursiva. Más bien, entiende a la verdad como ilusión y como mero efecto del poder. Los significados se vuelven autónomos y dependen de la interrelación accidental de los significantes. Esto tiene profundas consecuencias científicas y políticas, ya que disuelve la separación entre lo verdadero y lo falso discernible a partir de la evidencia. Y esta separación es la premisa ineludible de un conocimiento racional.
Algunos autores han intentado desarrollar una perspectiva que sintetice los aportes foucaultianos con los marxistas, pero entiendo que las perspectivas marxista y foucaultianas, como vengo sugiriendo, son fundamentalmente incompatibles (Callinicos, 1993). La versión de la “resistencia” de Foucault no permite una comprensión general de las prácticas y discursos de oposición en sociedades históricamente situadas. La multiplicidad de relaciones de poder y la fragmentación del sujeto colapsa en un esteticismo con tintes irracionalistas. Al no haber espacio más allá del discurso y su presencia omnipresente, sólo queda espacio para una especie de “populismo negro” que celebra, como única “resistencia” posible la marginalidad absoluta de los locos o los criminales (Ginzburg, op. cit.).

Producción cultural y cultura de resistencia

El problema medular que venimos tratando es el de cómo se convierten las resistencias cotidianas y locales en luchas más generales y organizadas (y podríamos agregar, cómo se convierten de resistencia en ofensiva), y para ello, como hemos visto, hay que entenderlas en el contexto de la lucha de clases y la formación de clases a partir de estas luchas. Lo fundamental es entender que la lucha política generalizada es inseparable de las luchas cotidianas que realizan los actores sociales. Y vimos que un factor clave en esta transformación de las luchas cotidianas (las “fricciones transitorias”) en luchas políticamente concientes reside en la conciencia que van adquiriendo los actores de sus intereses comunes. Esto es, la dimensión cultural o simbólica se presenta de esta manera altamente politizada y analíticamente ineludible. La interpretación de la experiencia se convierte en el tema clave.
Entiendo que el concepto de producción cultural adquiere aquí toda su relevancia. En términos de Willis (1989): “la producción cultural es el uso colectivo y creativo de discursos, significados, materiales, prácticas y procesos de grupo, a fin de explorar, entender y ocupar creativamente determinadas posiciones, relaciones y series de posibilidades materiales” (p. 30). El concepto enfatiza la capacidad colectiva de los agentes sociales tanto “para pensar como teóricos como para actuar como activistas”. Esta producción cultural se desenvuelve entonces en un campo de luchas, donde los grupos subordinados desarrollarán diversas formas de oposición. Es bueno tener en cuenta que esta producción cultural hay que vincularla a la esfera de la producción material para que se puedan establecer de manera precisa las conexiones cultura-clase, que de otra manera se pierden.
Por otra parte, como plantea Smith (1991) la producción cultural no se desarrolla con igual intensidad en distintas épocas. Más bien se incrementa en las coyunturas históricas de resistencia abierta y rebelión, cuando los valores hegemónicos son abiertamente desafiados y la articulación discursiva de los grupos subalternos prevalece (el “festival de los oprimidos”).
En este sentido también es conveniente tener en cuenta que las respuestas cotidianas de los oprimidos, en las épocas en que no se desarrolla una rebelión abierta, producen conciencia. Esto es, que el “reconocimiento parcial” que los dominados tienen de su situación (en el contexto de la conciencia contradictoria) y de sus posibilidades de transformarlas los conduce a tácticas a través de las cuales van ganando un mejor reconocimiento de la situación. Estas tácticas tienen que ser pensadas como “opciones bajo presión”, es decir, de opciones reales que los agentes sociales disponen en un contexto de presiones ejercidas por las condiciones y contradicciones históricas reales en que viven (Woods, op. cit.) En este sentido la lucha de clases puede ser entendida como el proceso a través del cual los agentes descubren sus intereses comunes explorando la extensión de su poder.
Un buen ejemplo de este tipo de aproximación, que aborda la especificidad de las dimensiones simbólicas (”culturales”) sin desvincularlas de la lucha de clases es el trabajo de Gavin Smith Livelihood and resistance. En esta obra, el autor analiza la trayectoria de una comunidad de campesinos peruanos de la zona de Huasicancha desde mediados del siglo pasado hasta la actualidad. Este grupo ha protagonizado desde esa época, con momentos de avance y reflujo, una sostenida lucha por la tierra con las haciendas vecinas. Y el énfasis analítico del trabajo está puesto en dilucidar la manera en que se fue conformando en el grupo una cultura de resistencia contra estas haciendas y el estado peruano, en el contexto dado por las condiciones estructurales de la formación social nacional y regional. En este marco, el autor explora en detalle el complejo problema de las tensas relaciones entre la identidad comunitaria y la identidad de clase, y su desarrollo dinámico en el tiempo. De esta manera, este trabajo ejemplifica una de las maneras concretas en que se puede abordar de manera materialista la dimensión cultural de los procesos sociales y las prácticas de resistencia, insertándola en el conflicto de clases, evitando las posturas ahistóricas y las que postulan una autonomía de los procesos de significación.

A modo de cierre

En este trabajo intento realizar un primer acercamiento al tema de la dominación y la resistencia desde una perspectiva que entiende que la acción de los oprimidos no está condenada a la “resistencia” heroica y que puede, en contextos históricos específicos, desarrollar estrategias que anulen definitivamente su opresión. Hemos visto que la dominación de un grupo social sobre otro nunca es un proceso total ni acabado y que está expuesta a múltiples desafíos, aunque no se expresen inmediata y necesariamente en cuestionamientos abiertos y revolucionarios. En este sentido, las respuestas reactivas de los dominados impactan sobre los mismos procesos de dominación, dando lugar a tramas de construcción hegemónica complejas e imprevisibles. En este contexto utilizo la noción de resistencia. Esta noción es útil en relación a los procesos de configuración de contiendas más amplias y revolucionarias. Quedarnos solamente con el reconocimiento de las respuestas reactivas de los explotados es analíticamente limitado y políticamente pesimista.
La resistencia se puede desplegar de manera práctica y simbólica. Y la dimensión simbólica es altamente relevante en el análisis ya que la interpretación de las prácticas de desafío contra-hegemónico que vayan haciendo los dominados potenciará o limitará sus posibilidades de confrontación más abierta a los poderes establecidos, en el marco de relaciones de fuerza materiales determinadas estructuralmente. De esta manera se pueden ir dilucidando los complejos procesos a través de los cuales las clases subordinadas responden activamente a la dominación que se ejerce sobre ellas y eventualmente se suman a luchas más concientes, generalizadas y abarcativas, esto es, revolucionarias.

Sergio Sapkus

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