sábado, octubre 03, 2009

El maoísmo y la revolución china: 1. Una introducción


Se cumplen 60 años de la revolución china de 1949…A continuación de esta breve introducción, editaré un texto famoso de Isaac Deutscher de 1964, pero cuyo interés creo fuera de duda
La revolución china fue profundamente deudora de la revolución de Octubre, y de los planteamientos anticolonialistas de la Internacional Comunista. Su historia y sus enseñanzas merecen ser conocidas desde todos los puntos de vistas.
Al cumplirse la primera década de Octubre, esta conexión sufrió un poderoso trastorno: la URSS de la burocracia que sustituía una clase obrera destruida durante la guerra civil (1919-1921) que desmanteló las ya atrasadas bases objetivas de la revolución, pretendía crear un “socialismo” autárquico, en tanto que el movimiento comunista internacional se orientaba hacia una misión muy diferente por la que había sido construido. Ahora debía supeditar sus propias exigencias a los vaivenes de la política exterior soviética…
El dilema teórico entre el socialismo en un solo país y la revolución permanente tendría una ilustración inmediata en la actuación del Komintern en la crisis social china entre 1925 y 1927, una primera revolución en la que el anticolonialismo y el socialismo iban de la mano. Para Trotsky, las condiciones socioeconómicas de China sólo podían ser interpretadas por la ley del desarrollo desigual y combinado a través de las enseñanzas revolucionarias de las últimas décadas. La China milenaria se hundió al contacto con las naciones capitalistas más adelantadas. Desde finales del siglo XIX, las compañías extranjeras colonizaron el país, dominando de una parte a otra el comercio, los ferrocarriles, las líneas de navegación y las inversiones en todos los campos de la industria. La burguesía autónoma no surgió, pues, por evolución natural, sino como intermediaria, compradora y dependiente estrechamente del mercado internacional. Sus inversiones propias se orientan hacia el agro y sus representantes no vertebran un cuerpo sólido, capaz de dictar sus imposiciones a las demás clases: debía apoyarse en la reacción y sostenerse en el imperialismo —con el que disputaba la «parte del león»—, contra la revolución agraria y nacional.
La primera revolución china (1911) había sido una especie de equivalente de la revolución que se produjo en Rusia en febrero de 1917, ya que, a pesar de coger las riendas de la nación, fue incapaz de llevar adelante ninguna de las transformaciones que la revolución democrático-nacional exigía. Pero los campesinos no podían esperar y se lanzaron nuevamente a la guerra contra los señores. En los centros ciudadanos, donde había surgido en poco tiempo una industria moderna y concentrada, la clase obrera empezó pronto a desarrollar una intensa labor sindical que desembocó, convergiendo a menudo con las agitaciones campesinas, en movilizaciones y huelgas que agrupaban a millones de luchadores. Según Trotsky, sus similitudes con la Rusia zarista eran evidentes:
Las mismas causas objetivas, sociales e históricas que determinaron la salida de Octubre en la Revolución rusa se presentan en China bajo un aspecto todavía más agudo. Los polos burgueses y proletarios de la nación están opuestos en China con una intransigencia mayor si cabe que en Rusia, ya que por una parte la burguesía nacional china está directamente ligada al imperialismo extranjero y su aparato militar y, de otra, el proletariado chino ha tomado contacto desde sus inicios con la Internacional Comunista y la Unión Soviética. Numéricamente el campesino chino representa en el país una masa mucho más considerable que el campesinado ruso; pero, al margen de las contradicciones mundiales, el campesinado chino es todavía menos capaz de jugar un papel dirigente. (La internacional comunista después de Lenin, p. 308)
Por su parte, Stalin, Bujarin y Martinov —un antiguo menchevique de derechas que representaba el ascenso de gente de ese tipo en el aparato tras la muerte de Lenin—,quienes orientaban ahora la política de la IC, determinaron que en China la revolución no podía ser más que burguesa y que había que apoyar incondicionalmente al partido nacional-burgués y atraerlo a un pacto de amistad con la URSS.
Este partido era elKuomintang, y su líder, Chiang Kai-check, fue nombrado «miembro honorario» de laInternacional, curiosamente en el mismo momento en que Trotsky era tildado de agente reaccionario y de menchevique.
El papel que Stalin asignaba al Kuomintang era el de dirigir un frente de cuatro clases: la burguesía, la pequeña burguesía, el campesinado y el proletariado, contra el feudalismo chino (término que no correspondía en absoluto a la historia china) y el imperialismo. El Partido Comunista chino debía restringir su labor al interior del Kuomintang, aceptando sin reservas sus principios y su disciplina. Para Stalin, « […] el partido comunista chino reconoce resueltamente que el Kuomintang y sus principios son necesarios para la revolución china. Sólo aquellos que no quieren ver la revolución china triunfar pueden ser partidarios de la ruina del Kuomintang. Incluso en el caso de que sea mal dirigido, el partido comunista chino no puede ser partidario de la ruina de su aliado el Kuomintang, por darles placer a nuestros enemigos, los imperialistas y los militaristas».
La consecuencia de esta subordinación fue una sangrienta derrota. Temeroso de la creciente influencia del comunismo, Chiang preparó una dantesca represión para exterminar a sus militantes. Algunos comunistas chinos y la Oposición rusa ya habían advertido de que esto podía ocurrir. Pero, a pesar de la evidencia, Stalin se niega de plano a reconocer los resultados de sus órdenes a la sección china y trata de enmascararlo obligando, en plena derrota del movimiento revolucionario, a la sublevación ultraizquierdista, inútil y heroica, de Cantón. Después de tres días de encarnizada resistencia, la revuelta es aplastada, con lo que se rompe la espina dorsal del movimiento sindical y proletario en las ciudades hasta 1949. Trotsky denuncia con fuerza este hecho:
Sería una prueba de pedantismo si afirmáramos que, de haberse seguido una línea correcta durante la Revolución de 1925-1927, el PC chino habría conquistado de golpe el poder.
Pero afirmar que esta posibilidad estaba completamente descartada sería hacer un alarde de filisteísmo vergonzoso. El movimiento de masas de los obreros y los campesinos, al tiempo que la desintegración de las clases dominantes, podía permitir su realización. La burguesía indígena envió a su Chiang Kai-check y Wang Ching-wei a Moscú; por intermedio de sus representantes de izquierdas como Hu Han Min llamaba a las puertas de la IC precisamente porque, cara a las masas revolucionarias, se sentía muy débil: reconociendo esta debilidad desde un principio, buscó con qué protegerse. Los obreros y los campesinos no habrían seguido a la burguesía indígena si nosotros —la IC— no los hubiéramos cogido con el lazo y obligado a seguirla. Si la política de la IC hubiera tenido alguna justeza, la alternativa de la lucha del PC por la conquista de las masas estaba decidida desde el primer momento: el proletariado chino hubiera sostenido a los comunistas y la guerra campesina hubiera apoyado al proletariado revolucionario.
Si, desde el principio de la campaña del Norte, hubiéramos comenzado a establecer los soviets en las regiones «liberadas» (y las masas aspiraban a ello con todas sus fuerzas), hubiésemos creado nuestro ejército y disgregado el del enemigo; a pesar de su juventud, el PC chino hubiera madurado bajo la dirección juiciosa de la IC en el curso de estos años excepcionales: habría podido llegar al poder, si no en toda China de un golpe, al menos en una parte importante de su territorio, y lo que es más importante, habríamos tenido un partido.
Pero precisamente ha sido en el terreno de la dirección donde se ha producido algo monstruoso, una verdadera catástrofe histórica: la autoridad de la Unión Soviética, del partido de los bolcheviques, de la IC, ha servido enteramente para sostener a Chiang Kai-check contra la política del Partido Comunista y después ha apoyado a Wang chingwei como el dirigente de la revolución agraria. Después de haber patinado la base misma de la política leninista y roto los huesos del joven PC chino, el Comité ejecutivo de la IC ha determinado desde el principio la victoria del kerenskismo chino sobre el bolchevismo chino. (La Internacional Comunista después de Lenin).
Tras la derrota de las ciudades, la revolución china se refugia en el campo para emprender dos décadas después, y muy a pesar de Stalin, quien apoyaba todavía al Kuomintang, la conquista del poder. Antes de esta revolución, la sociedad china no conoció ninguna etapa democrático-burguesa. La dirigió el PC chino y tuvo que emprender —a su manera— el camino de un «socialismo» cuyos rasgos despóticos están sirviendo en los últimos tiempos para una restauración capitalista bajo la dirección del PC... En los años sesenta, el PC chino, después del comienzo del conflicto chino-soviético, adoptó la consideración de que China se había convertido en
«el bastión de la revolución mundial» —a la inversa de la Unión Soviética, en la que el capitalismo habría sido restaurado—, esquema desarrollado en una teoría llamada de «los tres mundos», y de la que podemos encontrar una justificación local en obras como Política internacional y conflictos de clase, de Jordi Solé-Tura (Laia, Barcelona, 1974).
Partiendo de dicha teoría, el maoísmo justificó toda clase de asociaciones contrarrevolucionarias con las fuerzas reaccionarias de todo el mundo (con el Sha de
Persia-Irán, con las dictaduras militares de Pakistán, con el imperialismo estadounidense, con Franz-Josef Strauss, con Sadat, con el carnicero militar chileno Pinochet, con la dictadura militar tailandesa) contra la Unión Soviética.
Se decía que se trataba de la «defensa de la fortaleza socialista», identificada con elEstado chino, al igual que había hecho Stalin, por ejemplo durante el pacto
nazi-soviético. La trágica consecuencia final de las aberrantes doctrinas del nacionalcomunismo» fueron las guerras abiertas entre «países socialistas», como parte de una escalada al final de la cual la «revolución cultural» resultó desenmascarada, el presidente Mao se desveló como un auténtico sátrapa ambicioso y el maoísmo internacional resultó abocado a una agonía de la que sobrevivirían fuerzas políticas tan deleznables como Sendero Luminoso en Perú.
El maoísmo fue una corriente política muy militante, con gente muy entregada, muy dada a hegemonizar o patrimonializar los movimientos —y, así, acusar a quienes
discrepaban de atentar contra la «unidad»—, y a crear sindicatos y organismos propios; harto elocuente en este sentido sería cómo la ruptura del PTE y la ORT con Comisiones Obreras dio lugar a un congreso constituyente «unitario» del que saldrían dos centrales sindicales opuestas, la CSUT (Confederación Sindical Unitaria de Trabajadores) y el SU (Sindicato Unitario), ligadas, respectivamente, a dichas organizaciones políticas. Al margen de sus matices tácticos y estratégicos, el maoísmo hispano (como otros, claro está) se distinguió por una orientación jerárquica, por un sistema organizativo en el que correspondía a la dirección (y dentro de ella al líder o al grupo dominante), el desarrollo del programa y la interpretación de su aplicación, en tanto que a la base le tocaba siempre obedecer. Cualquier discrepancia era considerada como una traición…
El maoísmo tuvo una importancia en absoluto desdeñable en la España de los años setenta, a través de partidos como el Partido del Trabajo Español (PTE), surgido en 1967 en Barcelona de una escisión en el comité «provincial» del PSUC; la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), creada por la reconversión de una asociación sindical cristiana; Organización Comunista (Bandera Roja), que contó con un equipo de líderes muy reconocidos, como el propio Solé-Tura, Jordi Borja, Alfonso Carlos Comín, etc.; Movimiento Comunista (MCE), proveniente de una escisión de ETA; la Organización de Izquierda Comunista (OIC), que fue más sincretista (maoísmo, trotskismo, consejismo); y otros menores.
Alentados por la llamada «revolución cultural», trataron de combinar las tradiciones estalinistas con el izquierdismo del 68, pero la propia historia china acabó conduciéndolos a una crisis final. Sin una respuesta a los dilemas abiertos por la Transición (o por la restauración neoliberal en el caso del MC), sufrieron una crisis tras otra, hasta que la caída y el desprestigio de la llamada «banda de los cuatro» aceleró su descomposición, y muchos de sus cuadros acabaron haciendo carrera política en el PSOE o en la propia derecha. Con todo, algunos de sus líderes no dudaron en algunas ocasiones en resucitar algunas de las mayores aberraciones del estalinismo, aunque esto no quita que llegaran a contar con una generosa base militante, que asistió con estupor a la caída de unos dioses que se habían consagrado poco menos que como «sagrados».
Todas las organizaciones de signo maoísta acabarían a principios de los años ochenta, cayendo como un castillo de naipes. Luego no han conocido más que el olvido, apenas bien en el más absoluto olvido, sin un mal estudio o análisis, en tanto que buena parte de sus líderes hicieron carrera en la política oficial. Quedaron miles de militantes, no pocos de los cuales siguieron siendo buenos combatientes. En países como Portugal o Alemania, muchos supieron evolucionar y ahora forman parte de una militancia reconocida en el Blocas o en la Izquierda. En los países colonizaos, la situación es más complejas, pero hay casos terribles, de fracciones enfrentadas por las armas como en Etiopía, cuando no grupos delirantes como Sendero Luminoso. De lo que no hay duda es que su cordón umbilical con China ya no puede ser el mismo. Ahora más que nunca, China da total prioridad a sus intereses nacionales.
Ni que decir, todo esto forma parte de una historia larga y compleja sobre la cual la corriente llamada trotskista realizó numerosas aportaciones específicas. Algunas de ellas están recogidas en la extensa recopilación, anotada y presentada por Pierre Broué, La question chinoise dans l’International Communiste (EDI, París, 1976, con textos tanto de la línea oficial, representada por Stalin, Bujarin y Martinov, como de la oposición representada por Trotsky y Zinóviev, así como con aportaciones de Alfred Rosmer, Kurt Landau y León Sedov, e incluye también la famosa carta de Chen Du-shiu). La editorial Pluma, de Buenos Aires-Bogotá, editó la recopilación de los trabajos de Trotsky sobre este tema con el título de La revolución china, y también existe una edición en Crisis (Buenos Aires, 1973), que comprende textos de Nicolai Bujarin así como un ensayo preliminar de Richard C. Thornton, de la Universidad de Washington. Asimismo, se volvió a editar el ensayo de Víctor Serge La revolution chinoise (1927-1929), con prólogo de Pierre Naville (Savelli, París, 1977).
Un análisis de conjunto sobre la corriente fue el que realizó Denise Avenas en Maoïsme et communisme (Galilée, París, 1976), que comprende un amplio análisis de la historia de la revolución china y una valoración crítica sobre el significado real del maoísmo. También resulta muy interesante el trabajo de K. S. Karol China: el otro comunismo (Siglo XXI, México, 1967), sin olvidar la controversia entre Trotsky y Malraux con motivo de las dos novelas de este último sobre los acontecimientos, Los conquistadores y La condición humana (ambas editadas en Argos-Vergara), y sobre las cuales cabe citar los artículos de Trotsky incluidos en Literatura y revolución. Otra elaborada aportación trotskiana sobre el maoísmo es la realizada por Livio Maitan en El ejército, el partido y las masas en la revolución china (Akal, Madrid, 1978, tr. de Julio Rodríguez Aramberri), y desde una perspectiva más reciente la de Roland Lew, China, de Mao a la desmaoización (Revolución, Madrid, 1988, tr. de Alberto Fernández). En la recopilación de textos de Ernest Mandel La longue marche de la Révolution (Galilée, Paris, 1976) hay un amplio ensayo sobre Mao.
Por su parte, la Serie Popular de ERA lo hizo con el opúsculo de Deutscher El maoísmo y la revolución cultural china, que es el que editaremos en próximas entregas en las que también trataremos de responder a las objeciones críticas de interés que se nos hagan.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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