lunes, noviembre 13, 2017

11 de noviembre de 1887: con el puño en alto, son ahorcados los mártires de Chicago



Pelearon por la jornada de ocho horas. Fueron acusados sin pruebas de un crimen que no cometieron. Reproducimos fragmentos de sus alegatos finales, una muestra emocionante de combatividad y heroísmo.

A fines del siglo XIX, Estados Unidos vivía una intensa agitación en las fábricas y las calles. El 1° de mayo de 1886 más de 300 mil trabajadores confluyeron en una huelga por la reducción de la jornada, que en muchos casos superaba las 14 horas. Los piquetes se multiplicaron en varias ciudades y Chicago se convirtió en el epicentro de la ira obrera. Allí, el 3 de mayo, la policía atacó a quemarropa una protesta frente a la fábrica McCormick. Como respuesta, al día siguiente se realizó un mitin pacífico en la Plaza Haymarket que terminó nuevamente con una represión. Cuando los manifestantes se estaban dispersando, estalló una bomba que causó muertos y heridos. Las fuerzas del orden se llevaron detenidos, hubo allanamientos a casas y locales partidarios así como ataques a la prensa de izquierda. Ocho militantes fueron falsamente acusados de instigar los hechos de violencia.
Luego de un año y medio, el 11 de noviembre de 1887, cinco de los ocho condenados fueron destinados a la horca: George Engel, August Spies, Albert Parsons, Adolf Fischer y Louis Lingg –quien se suicidó para no morir en manos enemigas-. Samuel Felden, Oscar Neebe y Michael Scwab recibieron larguísimas penas en prisión. No había pruebas en su contra. José Martí, que presenció los hechos como corresponsal de La Nación, relataba:
“Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza, el de Parsons, orgullo radioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. (…) Resuena la voz de Spies, mientras están cubriendo las cabezas de sus compañeros, con un acento que a los que lo oyen la entra en las carnes: ‘La voz que vais a sofocar será más poderosa en lo futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir ahora’. Fischer dice, mientras atiende el corchete a Engel: ‘¡Este es el momento más feliz de mi vida!’. ‘¡Hurra por la anarquía!’, dice Engel (…). ‘¡Hombre y mujeres de mi querida América…’ empieza a decir Parsons. Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando.”

Los alegatos finales: un canto a la vida

El 7, 8 y 9 de octubre, estos mártires de la clase trabajadora brindaban sus alegatos finales. Pese que sabían el destino que enfrentaban, mostraron una gran valentía y confianza en el futuro.
“Si nos van a matar, entonces dejen que la gente sepa por qué es. Este veredicto es contra el socialismo”, exhortó Parsons. Su discurso duró ocho horas y fue pronunciado en dos días. Denunció la persecución que se desarrollaba en la ciudad e incluso citó una edición del diario Chicago Tribune que recomendaba a las patronales una “dieta del rifle” contra los huelguistas.
Spies no se quedaba atrás. Decretaba: “Si creen que pueden aplastar estas ideas que ganan cada día más terreno, si creen que las pueden aplastar por mandarnos a la horca (…), yo los desafío a mostrar dónde hemos mentido. Si la pena de muerte es el precio por decir la verdad, entonces estoy dispuesto a pagarlo desafiante y orgullosamente. ¡Llamen al verdugo!”.
“Un anarquista está siempre dispuesto a morir por sus principios: pero en este caso yo fui acusado de asesinato y no soy un asesino. Van a ver que es imposible matar un principio aunque le quiten la vida a los hombres que lo profesan. Mientras más persigan, más rápido estas ideas van a instalarse. (…) Este veredicto es un atentado contra la libertad de expresión, la libertad de prensa y la libertad de pensamiento en este país, y la gente va a ser consciente de eso. Eso es todo lo que voy a decir”, replicaba Fischer.
Lingg, por su parte, resumía: “No, no es por un crimen por lo que nos condenan a muerte, es por lo que aquí se ha dicho en todos los tonos: nos condenan a muerte por la anarquía, y puesto que se nos condena por nuestros principios, yo grito bien fuerte: ¡soy anarquista! Los desprecio, desprecio su orden, sus leyes, su fuerza, su autoridad. ¡Ahórquenme!”.
Engel, obrero tipógrafo alemán, brindó quizás las palabras más encendidas:
Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Sus leyes están en oposición con las de la naturaleza y mediante ellas roban a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar...
En la noche en que fue arrojada la primera bomba en este país, yo me hallaba en mi casa. Yo no sabía ni una palabra de la conspiración que pretende haber descubierto el ministerio público.
Es cierto que tengo relaciones con mis compañeros de proceso, pero a algunos sólo los conozco por haberlos visto en reuniones de trabajadores. No niego tampoco que haya yo hablado en varios mítines, afirmando que si cada trabajador llevase una bomba en el bolsillo, pronto sería derribado el sistema capitalista imperante. Esa es mi opinión y mi deseo.
Yo no combato individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da el privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes son sus amigos. Todo lo demás yo lo desprecio; desprecio el poder de un Gobierno inicuo, sus policías y sus espías. Nada más tengo que decir.

La venganza de los esclavos del salario

En 1889, el Congreso Obrero Socialista de la II Internacional instauraba el 1° de Mayo como Día Internacional de los Trabajadores. Actualmente se celebra en la mayoría de los países. No así en Estados Unidos. Allí, en 1894 el presidente Grover Cleveland legitimó oficialmente el Labor Day de septiembre para evitar que esa fecha se convirtiera en un catalizador del descontento social. Pero aunque la burguesía logró obscurecer esta fecha como emblema, no pudo clausurar la rebeldía de los trabajadores norteamericanos que se hizo presente a lo largo de la historia.
Lucy Parsons, activista y viuda de uno de los mártires afirmaba: “Nuestros camaradas no fueron asesinados por el Estado porque tuvieran una conexión con la bomba sino porque estaban organizando a los esclavos del salario”. Las nuevas generaciones tienen pendiente recuperar el legado de los luchadores de Chicago y llevar sus banderas hacia la victoria.

Jazmín Ortiz

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