lunes, mayo 11, 2009

Los asesinos de Bolívar


¿Es Bolívar una pieza inofensiva de museo o el guía inspirador de las rebeldías contemporáneas? ¿Quienes amaban y quienes odiaban a Bolívar? La historia oficial y la otra historia…, según el punto de vista de la insurgencia bolivariana de nuestros días.
Ellos identificaban a Colombia con Bolívar… Fueron los mismos que mataron al Mariscal de la independencia y la libertad, Antonio José de Sucre. “La bala cruel que te hirió en el corazón, mató a Colombia y me quitó la vida”, exclamó desde su dolor profundo el Libertador al enterarse del execrable magnicidio. No hay duda, los asesinos de Bolívar, son los asesinos de Colombia.
En algunas de sus alocuciones el Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Chávez, ha exteriorizado su sospecha de que el Libertador Simón Bolívar no murió de tuberculosis, sino asesinado, envenenado por sus enemigos, que también lo eran de Colombia, su proyecto político de unidad de pueblos, esperanza del universo que aún palpita en la conciencia colectiva de Nuestra América.
De verdad que es muy sospechoso…
Un hombre expectante de los resultados electorales de Colombia para determinar el curso de acción que salvara de las hienas de la historia, el más destellante logro de su espada y sus ideas, no podía haber escrito ese extraño llamamiento de su Última Proclama a obedecer al gobierno de la camarilla santanderista, que ya subordinada al nuevo amo anglosajón, despedazaba a Colombia, a su ejército libertador, sembraba la desunión y la anarquía, rendía la patria al predominio de los Estados Unidos y se enriquecía a costa de la pobreza pública.
Odiaban al Bolívar libertador de esclavos, al general insurgente que se jugaba la vida porque no hubiese en este continente “¡un hombre poseído por otro! ¡Un hombre propiedad!”, al adalid que quería colocar a los pies de la Igualdad, cubierta de humillación, la infame esclavitud.
A esa oligarquía que se aferraba al poder como sanguijuela y se endosaba los privilegios de la Colonia en el Congreso de Cúcuta, le había pedido encarecidamente el Libertador aprobar en recompensa por la victoria de Carabobo, la abolición de la esclavitud; pero esta clase sin alma le respondió con el ultraje de una extinción gradual, que “¡no comprometiera la tranquilidad pública ni vulnerara los derechos de los propietarios!” ¡Los hijos de las esclavas serían libres, pero debían pagar con obras y servicios los gastos de su crianza hasta los 18 años!
Repudiaron la democracia sustentada en la soberanía del pueblo y fundaron la democracia de los propietarios al determinar que para ejercer en Colombia el derecho al voto el ciudadano debía ser dueño de propiedad raíz o usufructuario de jugosa renta. Su inspiración era la democracia con esclavitud que imperaba en los Estados Unidos; miserable sistema que no se avergonzaba de llamarse democracia a pesar de sus dos millones de esclavos, del despojo de tierras y el exterminio indígena.
Y el cabecilla de esa ignominia, Francisco de Paula Santander Omaña, vivía sólo para fustigar al Libertador y obstruir su proyecto político y social, acusándolo de “hablar de soberanía del pueblo y guardar silencio sobre las libertades individuales”. Este adorador del individualismo y la injusticia creía socavar al héroe difundiendo entre las élites de esos años 20, que “Bolívar quiere provocar una guerra interior en que ganen los que nada tienen, que siempre son muchos, y que perdamos los que tenemos, que somos pocos”. Vaya si estaban molestos con esa potencia moral que tronaba: “yo antepongo siempre la comunidad a los individuos”.
El triste presagio del Libertador al escuchar el saludo de bronce de las campanas de Santafé a la Constitución de Cúcuta de 1821, visionaba la tragedia hispanoamericana: “Doblan por la muerte de Colombia” –se le escuchó decir.
Sólo un atolondrado podía celebrar con júbilo, como lo hizo Santander en 1822, la Doctrina Monroe que mostraba sus garras a una Hispanoamérica aún en lucha por su libertad. La consideraba “consoladora del género humano”. Es difícil entender cómo el caudillo de la traición podía ver en el sumun de esa doctrina, “América para los americanos”, motivo de laudable orgullo ser engullidos por la “nación más favorecida del genio de la libertad”, como lo pregonaba poseído por un éxtasis abominable. La ambición de Santander era la presidencia de Colombia, aunque fuera sobre sus ruinas. “No hay comisión ni destino que pueda alagarme, sino la Presidencia de la República, inmediatamente después de que la deje el general Bolívar”. Y ese fue el motivo de su conspiración permanente contra Bolívar, contra Sucre y contra Colombia, hasta causarles la muerte.
Quería –en una actitud delincuencial de lesa patria y alevosía agravada- entregar las repúblicas recién salidas de la espada de Bolívar al predominio y al pillaje de los ambiciosos gobernantes de Washington, a sabiendas que nuestra transitoria independencia se había logrado luchando contra España y contra los Estados Unidos al mismo tiempo. Nunca se solidarizaron con la guerra justa de los independentistas del sur. Sólo querían ganar tiempo mientras afilaban la garra expoliadora que debía competir contra Inglaterra por el predominio de Nuestra América. Atrincherados en su hipócrita neutralidad permitían la venta de armas y de pertrechos a los realistas, pero prohibían hacerlo con las guerrillas populares de Bolívar. La Ley Madison aprobada en 1817 castigaba con 10 años de cárcel y 10.000 dólares de multa al ciudadano estadounidense que fuese sorprendido vendiendo armas a los insurgentes de la libertad del sur del continente. Con razón decía el Libertador: “Jamás política ha sido más infame que la de los (norte) americanos con nosotros”.
Resentidos los terratenientes, los criollos ricos y los curas por la abolición de la servidumbre y por las medidas de justicia agraria que devolvía las tierras a los indígenas, refunfuñaban con su mala leche que con ello Bolívar levantaba las “heces de la sociedad”. Para los santanderistas el pueblo era “gente baja”, o simplemente una “manada de carneros”. En cambio para Bolívar, -llamado por las oligarquías, caudillo de los descamisados- “la ofensa hecha al justo es un golpe contra mi corazón”. Proscribía las distinciones, los fueros y los privilegios. “Tales son nuestros liberales –denunciaba-: crueles, sanguinarios, frenéticos, intolerantes y cubriendo sus crímenes con la palabra libertad que no temen profanar”.
Pensando en el pueblo, en su dignificación, consultando a su maestro Simón Rodríguez, Bolívar declaró la educación como la primera necesidad de la República y decretó que esta debía ser gratuita, laica y generalizada; y para ello no se cansó de fundar escuelas, colegios y universidades en toda la extensión del teatro de sus campañas liberadoras.
No gustaban de Bolívar los señores congresistas porque les rebajó de un solo tajo a la mitad sus escandalosos sueldos que ofendían la pobreza pública. “Piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos”, protestaba el Libertador. “Tengo mil veces más fe en el pueblo que en sus diputados”. Bolívar combatió con ardentía a los ladrones del Estado, a los corruptos, a quienes llamó a despedazar en los papeles públicos, comparándolos con las sanguijuelas que le chupan la sangre y hasta el alma al pueblo.
Y Bolívar les decía: “veo vuestras leyes como Solón, que pensaba que sólo servían para enredar a los débiles y de ninguna traba a los fuertes”, mientras Santander exigía obedecer la ley “aunque se lleve el diablo a la república”, desconociendo que es el pueblo la “fuente de las leyes”.
¡Qué les iba a gustar a los predicadores del libre comercio la prohibición de las importaciones de manufacturas para forzar, mediante la producción diversificada, el desarrollo de la industria nacional! Como no albergaban en su ser ningún sentimiento de patria y soberanía, lanzaron contra Bolívar sus anatemas de fuego cuando tomó la decisión de nacionalizar las minas del suelo y el subsuelo.
Si el proyecto social del Libertador que flameaba como bandera al viento había enardecido a la oligarquía criolla y la había empujado a la conspiración desesperada, el proyecto de formar con la unidad de nuestros pueblos el “escudo de nuestro destino”, terminó por unir en la causa común de los privilegios y el expolio, al gobierno de los Estados Unidos y a los criollos ricos contra Bolívar, contra su proyecto político y social, y contra Colombia como categoría hermanadora de pueblos. Una guerra total y a muerte a la resistencia capitaneada por Bolívar contra la opresión, fue la que desataron bajo la complacencia de las potencias europeas coaligadas en la Santa Alianza. Los liberticidas, los separatistas, los librecambistas, los apátridas y los imperios, ¡todos contra Bolívar y su proyecto de redención para los pueblos de Nuestra América!
Para Bolívar la unidad era y sigue siendo la base de nuestra existencia política. Con ese propósito había convocado el Congreso Anfictiónico de Panamá, buscando la unidad, el florecimiento en este hemisferio de una nación de repúblicas que con sus fuerzas congregadas afianzara la independencia, rechazara a las potencias expoliadoras e intervencionistas, y sobre todo arropara el continente con la reforma social bajo los auspicios de la libertad y de la paz.
“La naturaleza nos dio un mismo ser para que fuésemos hermanos”. “¿Quién resistirá a la América unida de corazón, sumisa a la ley y guiada por la antorcha de la libertad?” “Ella debe ser la salvación del nuevo mundo”… era su sermón de la montaña y la semilla que regó, luego de arar en esta vasta latitud y hasta en el propio mar.
Entre tanto Santander, poseído por la ambición irrefrenable de alcanzar la presidencia de Colombia, estaba dispuesto a aliarse con el diablo washingtoniano, sin importarle que éste arrastrara la república al infierno del predominio y las cadenas.
A pesar de que Bolívar lo había instruido para que no invitara al Congreso de Panamá ni a los Estados Unidos, ni a Inglaterra, ni al imperio del Brasil, ni a los monárquistas de Buenos Aires sumisos a Britania, fue a los primeros que invitó en un acto de abierto desacato y de traición. “No creo que los (norte) americanos deban entrar en el Congreso del Istmo”, había dicho el Libertador. “Lo que hago con las manos lo desbaratan los pies de los demás.”
Del gobierno de los Estados Unidos decía Bolívar: “Aborrezco a esa canalla de tal modo que no quisiera que se dijera que un colombiano hacía nada con ellos”. “Los Estados Unidos son los peores y son los más fuertes al mismo tiempo”. “En mi concepto el mayor peligro es mezclar a una nación tan fuerte con otras tan débiles”; pero Santander los consideraba sus “hermanos mayores” y se alelaba imaginando al águila de las armas de los Estados Unidos posada sobre los cuernos de la abundancia. El panamericanismo impulsado por los gringos es sometimiento, el bolivarismo es unidad y es independencia.
No querían los Estados Unidos en su frontera sur un volcán bolivariano trepidando por la justicia, la soberanía de los pueblos, la democracia y la dignidad, iluminando con su fuego los cielos como esperanza del universo. Alexander Everett lo decía a su manera en 1827: “Un déspota militar de talento y experiencia al frente de un ejército de negros no es ciertamente la clase de vecino que naturalmente quisiéramos tener”. William Tudor, embajador en Lima, prevenía a su gobierno respecto de Bolívar: “téngase presente que sus soldados y muchos de sus oficiales son de mezcla africana”… Y coincidiendo con ellos Santander adujo razones de rastrero racismo para excluir a Haití del Congreso de Panamá: “siendo una república de color –decía-, atraería perjuicios a la causa americana ante la opinión de las potencias europeas”.
El plan de la conspiración contra Bolívar, su bandera social y política, y contra su proyecto de gran nación de repúblicas, estaba en marcha y era dirigido desde Washington por el Secretario de Estado, Henry Clay. Mientras que Santander, Páez, La Mar, Luna Pizarro, Riva Agüero, Torre Tagle, Córdoba, Obando y López, eran los caudillos de la traición; y Tudor, Anderson y Harrison, representantes del imperio en Lima y Bogotá, el estado mayor de la intriga y la conjura. El plan de los Estados Unidos y de los apátridas, de acuerdo con el historiador Juvenal Herrera Torres, tenía alineadas sus miras hacia los siguientes objetivos: Dividir y desmoralizar al ejército libertador. Sabotear el Congreso Anfictiónico de Panamá. Desmembrar a Colombia. Asesinar a Bolívar y a Sucre, y abolir la obra política y legislativa bolivariana.
Sabían que el fuerte del Libertador era su ejército, es decir el pueblo en armas defendiendo la patria y las garantías sociales, el ejército bolivariano creador de la república. Su mismo comandante general lo denominó “defensor de la libertad”, agregando que “sus glorias deben confundirse con las de la república, y su ambición debe quedar satisfecha al hacer la felicidad de su país”. Desde los campamentos y cuarteles del ejército en el Orinoco fue naciendo la nueva institucionalidad republicana, sus instancias de poder, hasta tomar cuerpo en los mismos campos de combate, como quedó reseñado en el parte militar del Libertador Simón Bolívar luego de la crucial batalla de Carabobo: “hoy se ha confirmado en una espléndida victoria el nacimiento político de la República de Colombia”.
Los primeros disparos contra la unidad del ejército fueron hechos por Santander emboscado desde el Congreso de la República. En 9 años de gobierno -mientras los libertadores ofrendaban su sangre por nuestra independencia en los campos de batalla-, el hombre de las leyes para enredar a los débiles, el padre del clientelismo, de los ladrones del Estado, el traicionero manipulador político, Francisco de Paula Santander, había logrado construir unas mayorías parlamentarias a imagen y semejanza de su mezquindad. Las manejaba con su dedo meñique. Esa bancada parlamentaria santanderista decretó mediante recorte presupuestal el pie de fuerza del ejército libertador, desautorizó la campaña del sur y le retiró el mando de las tropas a Bolívar en vísperas de la batalla definitiva contra las cadenas coloniales. Estuvo Santander a punto de sabotear la más asombrosa victoria de la libertad americana en los campos de Ayacucho. Ayacucho fue a pesar de Santander, y porque Bolívar supo apaciguar la indignación de Sucre que explotaba contra la bellaquería de Bogotá, confiándole al futuro mariscal la conducción del ejército libertador. El eco de la victoria de Ayacucho y el júbilo de los pueblos eran como mil puñales en el corazón artero del cabecilla de la traición.
Fue también Santander, aduciendo leguleyadas y rebuscadas razones constitucionales, quien detuvo el avance del Libertador hacia el Río de la Plata, impidió la solidaridad de Colombia con los patriotas de la Banda Oriental comandados por Artigas, y saboteó la contención del imperio del Brasil que pretendía, aupado por el gobierno de Londres, invadir el territorio de la libertad y el ámbito republicano.
Con razón decía Bolívar: “Santander es un pérfido, no tengo confianza ni en su corazón”. Y por eso escribe a Soublette: “Ya no pudiendo soportar más la pérfida ingratitud de Santander, le he escrito hoy que no me escriba más, porque no quiero responderle ni darle el título de amigo”.
¡Y qué amigo iba a ser “el más sagaz hombre de las trampas”, que intentaba asesinarlo confabulado con el embajador gringo William Tudor y la podrida aristocracia de Lima, que lo había hecho regresar a Bogotá a apagar el incendio de Colombia cuando se aprestaba a extender los servicios de su espada a las provincias del Río de la Plata, y que había urdido la insubordinación de Bustamante para desestabilizar y dividir al ejército.
La rebelión de Bustamante, fue tan grave suceso que al apresar éste a los generales Lara y Sandes y a otros oficiales venezolanos, estaba hiriendo de muerte con la daga de la discordia la hermandad de granadinos y venezolanos integrantes del mismo ejército que invicto había hecho flamear hasta ese entonces la enseña de la libertad. Era un atentado contra Colombia y contra la independencia. Y el indigno y felón vicepresidente Santander en ruidosa celebración por las calles de Bogotá gritaba vivas a la División insubordinada del cabecilla Bustamante, a la Constitución de Cúcuta, y profería abajos al tirano, en alusión al Libertador. El rumbo del general de la traición y de los apátridas era irreversible. “Yo no confío en los traidores de Bogotá ni en los del sur… no me apartaré de la fuerza armada ni media hora”, repetía para sí el Libertador.
De Santander dice el historiador Fernando González, con relación a Bolívar: “Lo trajo a Bogotá, al frío lomo andino y le formó pelea en el campo en que Santander era invencible: el de la pequeñez: elecciones, compadrazgos, congresos, libelos, suspicacias, intrigas… fue como frágil hormiga en lucha con el león. ¿Cómo vencerlo? Yendo y viniendo, andando más allá, picándole los ijares… el león corre, desespera y muere precipitado: así fue como Santander venció al Libertador”.
“La bacanal de las fieras” presidida por el Secretario de Estado, Henry Clay, desde Washington, por sus representantes Tudor y Harrison en Lima y Bogotá, por Santander y Obando en Nueva Granada, y La Mar y Luna Pizarro en el Perú, dirige ahora el fuego de su artillería divisionista contra Colombia. El ejército del Perú azuzado por míster Tudor se lanza desde el sur a la invasión de Colombia, tomando a Guayaquil. En su delirio contra el Libertador, Tudor le aseguraba a Clay que “La Mar es indudablemente el primer general de América del Sur, Bolívar que fue inicialmente un capitán de milicias, es inferior a él… si llegan a chocar, estoy plenamente seguro que Bolívar será derrotado”. Los correos de la conspiración iban y venían de Lima a Bogotá y de estas a Washington. La correspondencia de Bolívar era interceptada por la red de espionaje que habían montado Tudor y Santander. A José María Obando le habían hecho llegar armas para que impidiera en Pasto cualquier posible refuerzo de Bolívar a Sucre que se encontraba en Quito después de dejar la presidencia de Bolivia. Sin embargo el Mariscal de Ayacucho le infligió a La Mar y al general Plaza, juntos, que lo duplicaban en número, la más vergonzosa paliza y derrota en el Portete de Tarqui causándoles 2.500 bajas, entre muertos y heridos. El mismo pueblo del Perú, enemigo de esa guerra injusta instigada por los Estados Unidos, derrocó al fratricida general La Mar castigándolo con el destierro.
Entre tanto el general José María Córdoba, héroe en Pichincha y Ayacucho, se había convertido en “misionero de la división y la rebelión”, tristemente utilizado por Harrison, Henderson y Santander, como instrumento de la destrucción de Colombia. En los cuarteles de Popayán, Cali y Rio Negro instaba al ejército a la insubordinación frente a Bolívar. Había perdido el juicio cortejando a la hija del embajador Henderson, y degustando el té de las tardes en la sede de la legación inglesa. Como loro lo pusieron a repetir que Bolívar quería coronarse rey, y que él, el gran vencedor de Ayacucho, sería ahora “el terror de los tiranos”. Terminó degradado a la despreciable condición de informante y soplón al servicio de los gobiernos de Estados Unidos y de Inglaterra, a los que pasaba informes sobre secretos de Estado, croquis de los campamentos de Bolívar y planes del ejército. Preguntémonos con Vargas Vila ¿Quién puede decir el espacio que separa a un traidor de un asesino?
El objetivo seguía siendo matar a Bolívar y a Colombia. Ya lo habían intentado en Lima cuando asesinaron a Bernardo Monteagudo. Para el Presidente Chávez, lo sucedido a Bolívar en Pativilca fue un primer intento de envenenamiento.
Ahora en el marco de la Convención de Ocaña, los liberticidas irritados porque no podían lograr sus propósitos federalistas y desestabilizadores, fraguaban un nuevo plan para asesinarlo. No lo hicieron porque quedarían en evidencia Santander y sus compinches. Luego intentaron matarlo en un baile de máscaras, salvado sólo por la resolución de Manuelita que lo obligó a abandonar el escenario escogido para el crimen. Pero el más serio intento para asesinarlo se desencadenó la noche del 25 de septiembre de 1828. Otra vez Santander y sus hermanos del crimen de la sociedad filológica de Bogotá fueron los cerebros. Mientras Santander como parte de su coartada con testigos se fue a dormir a casa de su hermana, los conjurados de la brigada de artillería irrumpían en la casa presidencial dando muerte a los centinelas, a Fergusson e hiriendo al edecán Ibarra. De nuevo Bolívar, bajo el apremio de Manuelita, salta la ventana armado de pistola y sable y busca refugio en un lugar seguro. Desde allí mandó a averiguar la situación de los cuarteles y se entera que el Batallón Vargas había derrotado la conspiración. Narra Juvenal Herrera Torres en su obra “Bolívar el hombre de América” que “el Libertador mojado, entumecido, casi sin poder hablar, montó en el caballo del comandante Espina, y todos llegaron a la plaza donde fue recibido con tales demostraciones de alegría y de entusiasmo, abrazado, besado hasta por el último soldado, que estando a punto de desmayarse, les dijo con voz sepulcral: ¿queréis matarme de gozo, acabando de verme próximo a morir de dolor?” Dice el general Posada Gutiérrez que si hubiera muerto Bolívar, habrían muerto sus enemigos no sólo en Bogotá, sino en toda la república.
Perdonado por el Libertador, Santander fue recibido poco después con todas las pompas que el gobierno de los Estados Unidos podía dispensar a uno de los más connotados títeres de su geopolítica para América Latina.
Muy grave por su impacto destructor contra la cohesión del ejército fue el fusilamiento por Santander del venezolano Leonardo Infante, atroz acto de venganza que recalentó el separatismo. Todo empezó con un incidente en la batalla de Boyacá. Estando Santander escondido debajo de un puente lo descubre Infante, quien tomándolo por la pechera lo insta a que “salga a ganarse las charreteras como lo están haciendo el general Anzoátegui y demás patriotas, exponiendo el pellejo”. El “hombre de las leyes”, el que legó a sus sucesores oligárquicos el crimen político, no perdona. Intrigó ante los tribunales, destituyó magistrados, pero al fin logró la condena a muerte de un hombre que había sido distinguido con la Orden de los Libertadores, además único afro descendiente que alcanzó el rango de Coronel del ejército libertador. Cuenta O´Leary que después de la ejecución, Santander se presentó a caballo, y allí, delante del cadáver arengó a las tropas”. Fue Santander un verdadero cobarde. Sus ascensos no fueron ganados en el campo de batalla como Girardot, Rondón, Sucre, Manuelita y tantos otros, sino en el ejercicio de la intriga y el engaño. Siempre quiso ganar “siquiera un par de batallas”, pero la única de importancia que ganó en su vida de mentiras y simulaciones, fue la de “Loma pelada”, que nunca existió.
Santander lo controlaba todo, el poder judicial, el legislativo… y con dineros del Estado manipulaba la prensa de Bogotá. Dejó la orden de arreciar la campaña de desprestigio contra el Libertador en los papeles públicos, luego del atentado de septiembre, que hizo estallar en júbilo a sus enemigos en Venezuela. Las páginas de los periódicos atribularon a Bolívar con sus denuestos e improperios. El Congreso de Venezuela reunido por Páez lo había proscrito advirtiendo que “el pacto con Nueva Granada no puede tener efecto mientras exista en territorio de Colombia el general Bolívar”. Sucre también estaba proscrito. Los dos libertadores ¡sin patria!
Sucre había llegado a Bogotá procedente de Quito, pero el Libertador, a quien quería ver, ya iba navegando Magdalena abajo. Luego de una carta de despedida llena de ternura hacia su comandante en jefe, el mariscal de Ayacucho resuelve regresar a Quito. La prensa decía que el bandido Sucre llevaba un ejército para asaltar a Pasto, pero que el valeroso general José María Obando corría igualmente al encuentro del bandido. “Pueda ser que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar”, decía la prensa de Bogotá. Y Sucre que no llevaba escolta fue emboscado y muerto a su paso por Berruecos. Los autores intelectuales y materiales del magnicidio, José María Obando y José Hilario López -generales peleles de Santander-, Juan Gregorio Sarria, Antonio Mariano Álvarez, José Erazo y apolinar Morillo, fueron finalmente indultados por el asesino Santander a través de una ley que hizo aprobar en el Congreso.
Para los bolivarianos el fusilamiento y el destierro, para los asesinos de Antonio José de Sucre el indulto, el perdón y el olvido, y no sólo, porque Santander también los condecoró con la Cruz de Boyacá como ocurrió con los generales Obando y López. Lanzó la candidatura de José María Obando a la Presidencia de la República como ardid para llegar más tarde a ella. Impuso la pena de muerte por delitos políticos y se deleitaba con las ejecuciones. Tenía su propia “lista negra” de los perseguidos por su perfidia. Desmovilizó el ejército bolivariano, ordenó borrar del escalafón militar a todos los oficiales leales al Libertador. Clemencia para los insignes malhechores, muerte sin apelación para los inocentes. “Sórdido rábula que afilaba sus garras en los dorsos de los tratados de derecho”, lo definió Rafael Pocaterra. Legó a la posteridad el terror frío de la legalidad, sostiene Herrera Torres. Juró que nada tenía que ver con la muerte de los bolivarianos Sardá, Mariano París, Lino de Pombo, Manuel Anguiano, Pepe Serna…, pero nunca se ocupó del castigo ejemplar de sus asesinos. “Sepulcro blanqueado por fuera, pero podrido por dentro”. “No es el paradigma de Colombia sino de su destrucción”. Jamás en momentos de crisis abrió su boca para llamar a la unidad, a la cordura, a la salvación de Colombia.
Fue un falso héroe nacional. De él dice Fernando González que es “el arquetipo de la simulación: no tenía cara sino careta”. Sant Roz lo asocia con “el triunfo del pícaro sobre el hombre honrado”. “Era taciturno y cruel”, dice Waldo Frank. Se robó el último empréstito hecho en 1824. Mezclaba el ejercicio del gobierno con los negocios personales. Trató de apoderarse con sus amigos del contrato de construcción del canal interoceánico Atrato-Truandó, proyectado por Bolívar. Arregló su historia, rompió comprobantes, pidió certificados… No llamemos historia a los 24 tomos del Archivo Santander, dice Fernando González, son los documentos que dejó para cubrirse y para alindar su historia”. “Organizador de la victoria. Dejó grandes haciendas, casonas en la calle real, becerros, morrocotas y sobre todo créditos”… En 1840, abrazado a crucifijos y rodeado de curas se fue hundiendo en sus propias tinieblas y rencores, como diría Juvenal Herrera. Su testamento, como el de Páez sólo hablaba de sus propiedades aquí y allá; ningún sentimiento de preocupación por la patria… ¡Qué contraste con Bolívar que murió desnudo en Santa Marta, clamando por la unión! “Ojalá que yo pudiera llevar conmigo el consuelo de la unión”.
¿De dónde le vendría tanto odio por Simón Bolívar? No fue por el incidente de su cobarde deserción de la Campaña Admirable en 1813 cuando el Libertador lo increpa con indignación en la población de La Grita: “No hay alternativa, marche usted: O usted me fusila a mí o positivamente yo lo fusilo a usted”. Tampoco sus desavenencias con Bolívar residen en el proyecto de Constitución de Bolivia. Lo que más aborrecía de Bolívar era su proyecto social de redención de los pobres del mundo: Nunca aceptó que por encima de él estuviera el Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre. Por sus principios egoístas, arribistas y de clase, y por la envidia que lo carcomía vendió su alma al diablo del imperio maldito, su verdadero amo.
Dicen que un día al visitar la tumba del Libertador, la pisoteaba preso del malvado júbilo de que estuviera muerto. Realmente los traidores hieden. Toda la vida trató de cubrirse; pero lo que no podrá cubrir jamás, es el asesinato de Bolívar por los siglos de los siglos. Vargas Vila dice que “héroe quiere decir hombre de Libertad y que fuera de la libertad no hay heroísmo”. Hay que expulsar a latigazos bíblicos, al pérfido Santander -el asesino de Bolívar- del templo sagrado de los héroes.
El diario El Tiempo de Bogotá califica la sospecha de Chávez sobre el envenenamiento del Libertador de “exabrupto” y “salida en falso” y sugiere que Bolívar se mató así mismo porque se rehusaba a tomar sus medicinas, dejando de lado el hecho de que podría estar tomando la cicuta con la que lo estaban envenenando, y pasando por alto, adrede, que Próspero Reverend no era médico, como lo afirma Chávez con documentos históricos irrebatibles.
Es necesario analizar si el ofrecimiento de la gobernación de Santa Marta a Joaquín de Mier, por parte de Montilla, gobernador de Cartagena en enero del año 31, tenía que ver con “sus servicios” en la muerte de Bolívar, como lo planteó Chávez bajo los samanes de la noche estrellada de la sabana de Barinas, en un oasis de nuestra conversación sobre la paz de Colombia.
Doce años después, en 1842, el paecista José María Vargas fue enviado a Santa Marta a recoger los restos del Libertador. Cabe preguntarse si realmente se trataba de los restos de Bolívar cuando el “peritaje” de la exhumación sólo se limitó a preguntar a unos testigos anodinos si esos eran los restos de Bolívar y aquellos respondieron que sí eran. Vargas dijo que no pudo unir con un alambre los restos de Bolívar y que no encontró los huesos de los pies.
La historiografía de Nuestra América necesita un revolcón porque los pueblos no pueden seguir siendo secularmente engañados. Al pueblo se le oculta la historia porque le tienen miedo, porque las oligarquías saben que ello desembocaría en un levantamiento insurreccional generalizado de pueblos que las mandaría al carajo.
Es inadmisible pretender, como lo hacen los intelectuales vinculados a la cultura de la actual Colombia y Venezuela encabezados por los ex presidentes Ramón J. Velásquez y Ernesto Samper, los señores Gabriel García Márquez, Plinio Apuleyo, Juan Gossaín, Enrique Santos, Pompeyo Márquez, Teodoro Petkoff, entre otros, “que no se puede permitir que el nombre del Libertador Simón Bolívar se invoque para dividirnos” cuando la sospecha razonable del Presidente Chávez lo que hace es abrir el debate de la historia. No queremos la historia de las academias de los asesinos de Bolívar, de los opresores amangualados con los gringos. El pueblo quiere y necesita la verdad histórica sobre lo sucedido con Simón Bolívar, el padre de nuestras repúblicas, porque tiene que reescribirse la historia, porque la historia en este caso es la clave de nuestra segunda y definitiva independencia y el camino cierto para la instauración en este hemisferio de una Gran Nación de Repúblicas, como lo soñara el Libertador. Necesitamos hoy más que nunca la lectura bolivariana de la historia.
“Sea lo que fuere, no nos hallamos ya en los tiempos en que la historia de las naciones era escrita por historiógrafos privilegiados a los cuales se les daba plena fe sin examen… Son los pueblos los que deben escribir sus anales y juzgar a los grandes hombres –decía Bolívar-; venga, pues, sobre mí el juicio del pueblo colombiano; es el que yo quiero, el que apreciaré, el que hará mi gloria”.
Finalmente, digamos con Martí: “¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el Inca al lado y el haz de banderas a los pies; así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía!”

Iván Márquez
Integrante del Secretariado de las FARC-EP

Montañas de Colombia, Mayo 9 de 2008

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