domingo, diciembre 21, 2014

La vejez obrera: problemas y alternativas



Este artículo apareció en el número 7 de la revista “Mientras tanto”. Fue a petición de Paco Fernández Buey. Aunque han pasado unos cuantos años
Aunque han pasado unos cuantos años desde entonces, creo que, en sus trazos generales, el artículo tiene su interés, sobre todo porque abordaba una cuestión en absoluto tratada en los medios de la izquierda militante. Meses antes había publicado un libro con este título en la editorial Hacer…

Aunque nos parezca mentira, existe algo así como una «barrera invisible» que nos impide acercarnos a la problemática de la vejez en la sociedad actual. Y esto no es porque se trate de gente lejana, extranjera a nuestra cotidianidad. Se trata, por el contrario, de gente próxima, de nuestros familiares y amigos, de las generaciones que nos han precedido; tampoco se trata de una minoría exigua —como son por ejemplo los minusválidos—, pues vienen a significar en estos momentos más del 10 % de la población y serán más del 20 % en el siglo que se acerca y por lo tanto es en una gran medida un problema general. Sí es porque hemos interiorizado los prejuicios de la ideología dominante que subestiman radicalmente a la persona que no trabaja, a la que no puede competir, a la que no tiene sitio en la lucha por la vida.
Esta ideología se trasluce muy claramente en los medios de comunicación. Si tomamos el ejemplo de la prensa diaria es fácil comprobar —constatando colecciones de los periódicos más influyentes, sin ir más lejos El País—, cómo no se encuentran apenas referencias. No hay artículos, estudios, reseñas de libros, información sobre charlas y debates, notas sobre actos del movimiento de los jubilados y pensionistas, como los hay por ejemplo de las feministas, de los gais u otros sectores oprimidos. Esto vale también para la prensa especializada: seguidor durante años de las revistas de izquierda el autor de estas líneas no ha encontrado la menor referencia a la situación de la edad postrera.
La información no va más allá de algunas referencias de pasada, por ejemplo:
— En una breve nota publicada en El País durante el verano del ochenta, se daba la noticia de que en Santander había sido asesinado y torturado un anciano que dormía en la calle. Días después el cronista explicaba que la izquierda había querido tratar el asunto en el pleno municipal, ante la cual el alcalde ucedeo zanjó la propuesta arguyendo que cada uno era muy libre de morir donde quería. En el mes de diciembre de 1980, la UGT organizó un acto dedicado a los jubilados y pensionistas. Las agencias de prensa sólo notificaron una cosa: a saber, que Felipe González les había dirigido la palabra. Aunque existen contadas excepciones (por ejemplo El Diario de Barcelona de ahora ha tratado constantemente el problema),
se puede decir sin miedo al error que el único lugar que la prensa dedica a la vejez es el lugar que ella misma ha ocupado: el de las Cartas al director. En una de esas cartas lo explica muy bien uno dé ellos: «Yo creo que no hay semana que por dos o tres veces no se trate el tema de los jubilados en la sesión de Cartas de los lectores de La Vanguardia, lo que demuestra la gran importancia que tiene el tan debatido tema de la llamada tercera edad. De una manera continuada los jubilados escriben sobre sus preocupaciones personales o colectivas.
Estas cartas nos dan una muestra bastante fehaciente de sus graves problemas. Citemos para ser breves un par de ellas:
Trabajo en una gestoría laboral y tengo que decir que lo que está ocurriendo en este país respecto a las pensiones es una canallada, una crueldad sin parangón en los anales de las injusticias sociales. Son muchas las personas que se presentan en nuestros despachos con sus extremidades atrofiadas y Su organismo enfermo a causa de un duro y continuado trabajo, diciéndonos que están en la brecha desde la edad de doce años, y cuando recopilamos los datos para tramitar la pensión de invalidez, ya aprobada por el tribunal médico, resulta que los que han trabajado durante cuarenta años consecutivos tienen como máximo de ochocientas a mil cotizaciones.' Cuando les comunicamos la triste noticia, salen de nuestros despachos desconcertados, con la desesperanza y la amargura en el rostro.
Soy una señora casada de 76 años. Desde los diez años que mis padres me pusieron a trabajar no he dejado de hacerlo hasta los setenta y ahora me encuentro que no cobro ni jubilación, ni pensión ni nada porque nadie había pagado el seguro social cincuenta años atrás. Ya saben que los críos no contábamos para nada porque sólo éramos aprendices. A los quince años me pusieron a servir. También estábamos asegurados; después vino la guerra y todo se derrumbó.
Testimonios parecidos se «cuelan» a veces en la radio y aparecen excepcionalmente en la TVE (recordamos un programa de «Vivir cada día» conmovedor, entre otros salía una anciana abandonada por sus familiares en un asilo, era franquista, su marido había sido un «héroe» de guerra y así se le pagaba). Es quizás en la TVE donde se distingue más claramente la subestimación de la vejez, la verdad oficial y el cinismo gubernamental.
Diversos programas, como por ejemplo «Gente hoy», sacan a colación el tema para mostrarnos que la situación de nuestros ancianos es parecida a la de Europa, que los pequeños problemas que existen se van solucionando con un poco de buena voluntad... Aparecen pensionistas satisfechos, expertos gubernamentales que nos hablan de las Aulas dedicadas a la tercera edad, del estudio realizado sobre las casas suecas hechas para los abuelos, de los servicios que se les presta, etc. El gobierno no tiene el corazón de piedra, el ministro de Hacienda, señor Añoveros, ha explicado en distintas apariciones que el Gobierno soporta lo mejor que puede la «carga» de las pensiones y que uno de los grandes logros de la transición ha sido las constantes mejoras para los pensionistas. Ante estas muestras de cinismo nadie protesta, a excepción de algún abuelo que brama en una carta a la prensa.
Nadie habla sobre los viejos, muy pocos escriben sobre ellos. Debe de ser por lo que decía André Gide en Los falsos pasaportes: «¿Por qué hay tan pocas referencias a los viejos en los libros? Eso se debe, creo, a que los viejos ya no son capaces de escribirlos y cuando uno es joven no se ocupa de ellos. Un viejo no interesa a nadie». Razones parecidas ha encontrado el autor de este artículo en revistas y editoriales: «¿Un libro sobre la vejez? Muy bien, pero ¿a quién interesa? Los viejos no tienen dinero ni van a las librerías, los jóvenes pasan del tema».
Ciertamente, durante el período electoral no es difícil encontrar un interés redoblado de los partidos parlamentarios sobre esta franja de la población, tan importante a la hora del voto. Durante el tiempo en que dura la contienda electoral los partidos explican su programa sobre la vejez, luego lo olvidan una vez ésta ha transcurrido. Esto es tan evidente que hasta Fraga Iribarne se ha permitido ironizar sobre ello en las Cortes.
La hipocresía de la clase dominante es sobre esta cuestión escandalosa. En el programa de la UCD, como en los de Alianza Popular o Convergencia i Unió, se recoge no pocos de los principios reivindicativos del movimiento de pensionistas: desaparición de la marginación, control de sus propios asuntos, elevación y revalorización de las pensiones, creación de centros asistenciales, retiro voluntario, etc. Pero los hechos concretos caminan en dirección opuesta a estos programas.
La derecha ha promocionado en los aledaños del poder una llamada Asociación de la Tercera Edad, que representa a la vejez española en la ONU y demás organismos y actos internacionales. Sus «dirigentes» son funcionarios gubernamentales y sus cuadros viejos servidores del franquismo, entre ellos el general golpista Iniesta Cano y la académica Carmen Conde, la presidencia de honor la posee el padre del actual Monarca. En ningún momento el gobierno ha reconocido a las organizaciones de base; se ha opuesto a la democratización de los Hogares del pensionista —regidos todavía por leyes franquistas—, así como a la participación de representantes de los jubilados en los organismos de control de las Instituciones que le atañen...
Sus aumentos de las pensiones siempre ha favorecido a las más altas, oponiéndose a cortar el despilfarro que significan las gruesas pensiones de los antiguos testaferros del franquismo. Ha aumentado siempre en vísperas electorales y ha «inflado » su realidad. El caso es que más del 90 % de los pensionistas no alcanzan el salario mínimo interprofesional y que, entre ellos, más de la mitad no supera las cinco mil pesetas del SOVI, siendo una importante fracción —mujeres, campesinos, etc.— que no cobran absolutamente nada. No solamente ha legislado —mediante consenso, tal como ha recordado insistentemente el ministro de Hacienda— un Impuesto sobre la Renta en el que un jubilado que, manteniendo a su compañera, cobre 25.000 pesetas ha de pagar alrededor de las 20.000 al fisco. También ha legislado una medida según la cual no se pueden cobrar dos pensiones. Esta medida, que no afecta a las grandes pensiones, pero sí a una mujer que por el OVI y por viuda cobre dos pensiones no superiores en total a las 15.000 o 20.000 pesetas.
Es lamentable decirlo, pero nuestra izquierda parlamentaria tiene mucho de que avergonzarse en este aspecto. Está inédita en cualquier esfuerzo de envergadura para mejorar la situación de la vejez trabajadora. Ha votado afirmativamente en medidas como el Impuesto sobre la Renta, ha participado en la concesión de una pensión desorbitada al «honorable» Tarradellas, no ha presentado una batalla seria contra las pensiones escandalosas que se pagan a los «notables» del franquismo... Tampoco se queda manca ni en su programa mínimo —su programa socialista sobre este punto es inexistente, pero esto debemos de entenderlo como una coherencia—, ni en sus promesas electorales. Eso sí, efectúa propuestas en las Cortes de mejoras notables, pero invariablemente estas propuestas son «testimoniales»: no miran de hacerse fuerte mediante la movilización, no buscan el apoyo de las organizaciones de pensionistas, no tratan de unificar la izquierda...Estas propuestas, al margen de las intenciones de sus hacedores, tienen el valor de una coartada. Valen para decir al pueblo: mirad cómo nos hemos preocupado, pero la derecha es mayoría y claro, antes está la Constitución que los viejos... Justo es decirlo también, la izquierda revolucionaria tampoco ha hecho ni dicho nada significativo sobre todo esto.

En todo esto hay un trágico desconocimiento de nuestro futuro.

La vejez, decía Trotsky en su Diario, es la cosa más inesperada en la vida de una persona. Mientras el cuerpo aguanta, nos empleamos a fondo, vivimos para el momento y no asumimos ninguna reflexión, ninguna medida de cara a la última etapa de la vida que puede cubrir hasta los treinta años, o por lo menos quince o veinte. Durante nuestra vida como adultos nos desgastamos, hacemos de kamikazes. Trabajamos, descuidamos nuestra salud y pensamos siempre con las categorías de la juventud, con la filosofía del trabajo, de la fuerza y la competitividad. Si se nos plantea el asunto lo tratamos como algo que es de otro, como algo de lo que «más vale no hablar», o sobre el qué adoptamos una posición sentimentalista.
Mi pobre abuelo, mi pobre madre está fatal... Pero claro, son viejos y la vejez, por lo visto, lo explica todo. Esta concepción que reduce los problemas de la vejez a los años es lo que hace que se admitan para los viejos cosas y situaciones que jamás se permitirían entre las generaciones más jóvenes; Ésta es la base del extendido silencio y conformismo ante todo lo que ocurre: pensiones de miseria, subdesarrollo asistencial, marginación social, familiar y urbana, menosprecio de la sexualidad senil, indiferencia ante sus problemas específicos... La vejez se entiende como una especie de enfermedad incurable y por lo tanto irreversible, como una antesala de la muerte ante la cual poco cabe ya hacer.
Este abandonismo se trasluce en muchas de las frases hechas que se emplean en relación con la vejez: «ya estás viejo y no sirves para nada», «para la vida que me queda, qué más puedo hacer», «si yo fuera más joven», «parece mentira que una persona con sus años», «yo antes de llegar a viejo mejor preferiría morir», «los viejos no necesitan nada», «mis viejos se apañan con poco», «para la edad que tiene se encuentra muy bien», etcétera.
El sentimentalismo ocupa entre nosotros un lugar extraño. Resulta chocante y pan nuestro de cada día, que los mismos familiares que vuelven la espalda a los viejos no tengan más que palabras de sublimación hacia ellos: el «amor» a los padres, a los abuelos y demás seres queridos jamás es puesto en cuestión por quienes son redomados conformistas con la situación de esta gente. Resulta curiosa la reacción del público en los actos de agitación de los pensionistas, todo el mundo se siente turbado e indignado, pero luego la acción consciente queda en manos de una minoría esforzada. Lo mismo ocurre en esos momentos en los que un grupo coincide discutiendo sobre el asunto. Se muestra un hondo grado de sensibilidad que se explica por el conocimiento directo de alguna situación límite (la vieja viuda que no tenía a nadie y lloraba constantemente, el viejo enfermo desahuciado de la Residencia y abandonado en las puertas de los familiares, el reparto del padre entre los diferentes hijos en plazos cumplidos a rajatabla, los que recogen en las basuras, los que se mueren solos, los que sufren simplemente la vejez porque no se han hecho ni preparado para ella...), aparece el Espíritu de la Mala Conciencia, pero como viene se va...
La vejez más desvalida queda en manos de los «especialistas», su drama no tiene más eco que el de sus más allegados, no se plantea jamás como un problema social, político y humano que afecta al conjunto de la sociedad, detrás del cual existe una responsabilidad del sistema, del poder. Por todo esto es natural que los especialistas» más sensibles se puedan preguntar lo siguiente sobre su misión:
¿Cómo podemos tener los asistentes sociales tanto poder para hacer lo que queramos con los ancianos desvalidos que caen en nuestras manos? ¿Cómo es posible que nadie de su mismo barrio, de la sociedad, nos pida cuentas de lo que hacemos, a dónde enviamos y cómo son tratados los ancianos que están solos? Asumimos personalmente, cargamos sobre nuestras espaldas, paramos el golpe ante un problema en un momento más agudo, apartándolo del lugar donde estorba. ¿A quién pertenece ese anciano? ¿Quiénes somos nosotros, en función de qué, en nombre de quién y por qué hacemos de tapaagujeros, de bálsamo caritativo o inoperante, delante de un problema que atañe a la sociedad entera, a todos los gobernantes y profesionales? (Revista de treball social, n.° 66).
Escondidas detrás de esta maraña ideológica que identifica los males de la vejez con la condición de viejo, se encuentra la burguesía que después de exprimir durante décadas el individuo trabajador se desentiende absolutamente de él, está el Estado de la burguesía que después de recibir mediante diversas fuentes los beneficios de ese individuo trabajador trata de compensarle lo menos posible, ya que sus gastos son requeridos por la clase dirigente, se haya también la Santa Madre Iglesia, la Banca, y otras sacras instituciones que a cambio de un mínimo de favores tratan de capitalizar las angustias de la vejez para aumentar sus fieles, para acumular millones de pequeños «ahorrillos», para negociar en definitiva. Hasta el entierro se convierte en último beneficio económico que este individuo ha de aportar al círculo infernal que lo ha destrozado, lo ha convertido en un “viejo” y lo ha arrinconado en el desván de la vida.
Como veremos más adelante, el factor biológico es secundario en la configuración de nuestra etapa senil. Son las condiciones sociales, las leyes de trabajo, de vida y de salud que impone el capitalismo lo que hace que esta etapa conozca situaciones dramáticas e insoportables, lo que margina al ex trabajador. Está además comprobado que el lugar del anciano en las sociedades precapitalistas era —y es donde subsiste— mucho más prominente y humano. El viejo era reconocido por su historial y por sus actitudes, era acogido en la colectividad que lo acogía como una autoridad moral, como el historiador y el consejero de las nuevas generaciones. La Iógica del beneficio capitalista entra en contradicción con las necesidades del que no produce. Como explica Simone de Beauvoir, será «a partir del siglo XIX (que) el número de ancianos pobres se incrementa de manera notable, y a la clase dirigente le resultó imposible ignorar su existencia. Para justificar su brutal indiferencia se vio forzada a subestimarlo».
Una vez «jubilado» —o sea calificado como improductivo—, el trabajador sólo tiene una opción: acogerse a la protección familiar, retornar a la plena dependencia, en cierta medida a la infancia, a una infancia en la que no se invierte porque carece de futuro. Éste es un capítulo de la historia del movimiento obrero por escribir. Pero hasta donde sabemos podemos deducir una tendencia general en dejar las cuestiones de la jubilación fuera del cuadro reivindicativo general, los viejos no compensaban esta fatal inhibición con iniciativas propias. Así resulta que, a pesar de su pretendida proyección «social», los sindicatos han dejado mucho que desear en exigir pensiones dignas, adecuación de la asistencia, revalorizar 3a vejez... El corporativismo estrecho se ha pagado no sólo a la hora de la jubilación, sino desde el momento en que tuvo que ser la familia obrera la que «cargó» con el abuelo ya exhausto. Los logros conseguidos en los países capitalistas más avanzados no desdicen lo que decimos, incluso en los países nórdicos la cuestión de la vejez se plantea con gravedad.
Los más reconocidos especialistas sobre la cuestión de la vejez, consideran que concurren en ella dos aspectos que conviene diferenciar. El primero de ellos es el que se refiere a los rasgos biológicos que le son inherentes. A partir de una determinada edad, las personas tienden a perder energía vital, a perder y/o encanecer sus cabellos, se les arruga la piel, disminuyen las facultades visuales y auditivas, las enfermedades encuentran menos resistencia, se intensifica la posibilidad del morir, en particular a partir de los setenta años. Pero estos signos no pueden considerarse al margen de las clases sociales, sin tener en cuenta la vida que han llevado, el trabajo.
Es algo que los geriatras tienen muy claro: se envejece como se ha vivido. La vida, o sea, los factores ajenos a la biología son determinantes. Para Alex Confort vienen a ser algo así como el 75 % de los hechos que acondicionan la vejez, los que la hacen desgraciada. Han sido las condiciones de vida las que han hecho que la longevidad de la persona se remonte hasta los setenta años que actualmente tienen los países más adelantados. La diferencia entre esta edad y otras mucho más bajas estriba en las diferencias en la forma de vivir que hay entre estos países y otros, entre las mismas clases sociales de un mismo país.
No se puede decir, pues, viejo sin matizar. Viene a ser tremendamente curioso que con la edad que Reagan asalta la Presidencia USA, que Wojtyla es considerado corno un Papa joven, que muchos actores y actrices interpretan papeles románticos, que la prensa del corazón o de los negocios nos cuentan hazañas de los «protagonistas» de nuestro tiempo, con esa edad nuestros abuelos, después de toda una vida de trabajo y sinsabores se encuentran sin ningún incentivo futuro, sin ninguna clase de protagonismo, obligados a esconder sus necesidades sexuales, arrinconados de mala manera. ¿Dónde estriba el antagonismo de sus situaciones? En las condiciones de existencia. Si todos estos «protagonistas» de nuestro tiempo hubieran conocido una vida de trabajo sin cuento, de angustia y necesidad, de descuido sanitario y de complejo de «secundario», ninguno de ellos se habría asomado a donde está, ni siquiera a las proximidades.

Unos y otros son las dos caras de una misma moneda.

Todos estos convencionalismos infames coinciden en establecer además que la vejez ha de ser pasiva. Se da por supuesto de que en la edad augusta hay que ser moderado y conservador y que los prejuicios sólo existen por parte de los viejos respecto a los más jóvenes. En una obra memorable de Brecht, La vieja dama indigna, este supuesto es pulverizado. La «opinión pública» es conformista ante la situación de agobio de una anciana, pero no acepta el hecho de que esta misma anciana proyecte una fuga hacia adelante, se lance a vivir como una persona que quiere hacerlo, a conocer, experimentar, amar. Qué decir de todos estos jóvenes que se mofan de los viejos pasa, es un viejo derrotado. Ha sido esta derrota la que ha mantenido a la vejez al margen de los movimientos sociales. Hasta hace muy poco tiempo se desconocía cualquier movimiento de resistencia, y menos cualquier movimiento que cuestionara el lugar del anciano en nuestra sociedad. Al margen de ellos, tampoco lo había hecho nunca ningún partido o sindicato.
Pero las cosas han cambiado en este terreno. Desde finales de los años sesenta, distintas maneras de asociacionismo de la vejez —sindicatos, clubes, grupos de presión, etc.— fueron apareciendo en USA y en Europa asumiendo muchos de los aspectos de los movimientos auspiciados por la «nueva izquierda ». Se constituyeron a gran escala y tratan desde entonces de mejorar su suerte y de rectificar su posición en la sociedad. Uno de los aspectos más sobresalientes de este movimiento ha sido la defensa de la vejez militante, concepto que han glosado positivamente todos los especialistas sobre el tema. La militancia en cualquier concepto vale mucho más que la mejor medicina
En nuestro país, el movimiento de los pensionistas emergió con la conquista de las libertades. En el período de 1976 al 1978 protagonizaron diversos actos como manifestaciones y ocupaciones de edificios públicos que sorprendieron a todo el mundo. En los dos últimos años se ha estabilizado como un movimiento, diversificado por nacionalidades y regiones, sustentado en las Asociaciones de Vecinos, los clubes de pensionistas, los pueblos y en los sindicatos. Ha desarrollado diversos Congresos en los que ha mostrado su evolución ideológica, sobre todo en Cataluña, donde las ponencias trataban los puntos más variados —desde las pensiones hasta la posición de los partidos— y se ha establecido como una realidad viva que, a pesar de la modestia de sus efectivos actuales, modifica de manera muy especial la situación de la vejez. Nada se puede hacer ahora sin contar por lo menos con la protesta de un grupo reducido pero con indudable impacto moral, su programa llama la atención a la izquierda y está obligando a ésta a tomarse en serio el problema.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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