En una conferencia pronunciada en los años 30 del pasado siglo, el escritor Robert Musil intentaba responder a la pregunta ¿qué es la estupidez? Su respuesta fue quizás estúpida : « No sé lo que es ». Además, el mero hecho de plantear la cuestión implica que aquellos que escuchen presupongan la vanidad del orador. O bien pudiera ser que quien toma la palabra en esta lid sea el que crea en su superior inteligencia al formularla. Despreciar a los demás siempre es placentero porque nos sitúa en lo alto de la jerarquía social. En ambos casos, también sería estúpido el orador porque hablar sobre estupidez de forma abierta tachará de egolatría y un cierto elitismo a quienes escriban sobre el asunto. También yo soy estúpido, por tanto, lo confieso, aunque esto para el lector avezado sea refinadísima soberbia que confirma mi estulticia.
Por otra parte, como señala Musil a propósito de Erasmo, sin una porción de estupidez la humanidad se habría disipado sin remisión. Por ejemplo, el amor genera ceguera de modo que sólo vemos virtudes donde abundan defectos, aunque esto es una cualidad positiva y deseable de la estupidez. Si uno piensa en la historia de la Humanidad, llega a la misma conclusión que Saramago : ha sido un profundo y absoluto desastre. La Historia es la confluencia de historias estúpidas. Y esto no es ser pesimista, sino un realista bien informado, como nos decía otro gran desencantado, Benedetti. A fin de cuentas, todos somos un poco estúpidos, yo mismo por escribir unas líneas sobre la estupidez y tú, lector, por leerlas.
Sin embargo, aunque ya Dickens nos enseñaba en su Historia de dos ciudades que no hay épocas mejores ni peores, sí es cierto que para el observador atento de la estupidez hay fenómenos regulares de estulticia que se propagan con rapidez en nuestros días. La estupidez se vuelve viral y se contagia de forma instantánea. Más rápido que nunca y eso es un logro de nuestra querida civilización digital. En ocasiones, la incapacidad para comprender y la vana presunción de sabiduria cuando lo lógico sería admitir con humildad la docta ignorantia se convierten, por utilizar uno de esos lenguajes que embrutecen, en trending topic.
Si tú, querido lector, sigues leyendo estas líneas de corrido, tal y como yo las estoy escribiendo sin interrupciones, quizás no hayas sido todavía alcanzado por ese viento huracanado de imbecilidad coyuntural. Me estoy refiriendo, claro está, a la estupidez funcional que es heredera de la televisión, y que toma la forma informe y caótica de lo que con inusitada tontuna se llaman redes sociales. Las ha habido siempre, y nuestra sociedad no ha sido en cualquier época más que una gran malla de vínculos y relaciones interconectadas. Pero sólo ahora parece que hayamos tomado conciencia de la naturaleza reticular. Redes y huecos, eso es todo.
Pero existen algunas prácticas que hacen de la estupidez funcional -todos lo somos por naturaleza, pero a algunos se les congela la inteligencia más a menudo que a otros- un fenómeno contagioso. La más importante es la aceleración. Cuando se lee muy deprisa -o muy despacio- no se entiende nada, nos enseñaba Blaise Pascal. Pues ahora se vive muy deprisa, y ocurre que el pensamiento humano opera en tiempos lentos. Pero para actualizarse en esas redes que colonizan nuestras vidas hemos de someternos a la tiranía del tiempo real, de la lectura transversal, panorámica y de la escritura fugaz, impensada. No hay tecnología neutral : las distracciones constantes del último WhatssApp nos impiden centrar la atención en aquello que tengamos delante. O impiden también los momentos de soledad auténtica, las rêveries a lo Rousseau. WhatssApp y aplicaciones semejantes, como Twitter -que parece ser es más elitista, vanidosa, narcisista, borreguil y endiosante- son máquinas de transmitir mensajes que producen olvido por saturación. Aniquilan la posibilidad de pensamiento ; violentan las conversaciones, que como señala en un reciente libro Sherry Turkle, declinan en la misma medida en que pasamos nuestras vidas en las pantallitas. Hay que ser estúpido para pasar la mayor parte de la vida pendiente de una pantallita que como el espejo mágico, nos halaga y encandila. El smartphone es lo contrario de lo que dice : es una privación sensorial, un instrumento de debilitamiento de nuestro campo de pensamiento ; un agente de desimaginación porque todo lo imagina por nosotros.
Las redes se han convertido en la nueva religión, en el opio al que el individuo común acude para encontrar un entorno familiar, repleto de lugares comunes, de clichés, de vídeos estúpidos y MEMEces que no llegan a ser en verdad origen de escándalos. Ni siquiera son ridículos, porque lo ridículo puede conllevar parte de subversión y de transgresión. Son banales en el peor de los sentidos, como simple repetición de lo MISMO.
Sostenía Voltaire que leemos para disipar la ignorancia. Pero se refería a otro tipo de lectura, paciente, sosegada, intensiva, activa. La lectura de mensajes cortos, que se solapan unos a otros y se funden con la escritura acelerada disemina sin límites la ignorancia bajo la forma de ilusión ilustrada. Y aniquila la curiosidad porque no tenemos tiempo para regalarlo ni al mundo ni a los demás. El reo de la red se cree poderoso cuando lo único que hace es someterse a la lógica destructiva de la conectividad permanente. Es curioso que las nuevas izquierdas también se sirvan de estos mundos virtuales de espectáculo lamentable para escenificar lo que tendría que ser nueva política. También ellos desconectan de los tiempos lentos en favor de este fetichismo de la velocidad que acaba con la inteligencia. Y con la política.
A veces me pregunto por qué somos tan dóciles. Una situación social y económica tan lamentable tendría que producir un levantamiento popular inmediato. Pero sólo parece haber dos motivos que podrían desencadenarlo : la supresión del ocio improductivo (fútbol, televisión basura...) y la de las redes sociales. Sería una hecatombe. Una revolución fría, por decirlo con Houellebecq.
Me despido como otro estúpido más, consciente de serlo, quizás un poco más tras haber escrito las líneas precedentes.
Antonio Fernández Vicente. Autor de Ciudades de aire : la utopía nihilista de las redes, Los libros de la Catarata, Madrid, 2016.
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