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domingo, abril 09, 2017
Yevtushenko visto por Isaac Deutscher
Acaba de fallecer Yevgeny Aleksandrovich Yevtushenko (18 Julio 1932 – 1 Abril 2017) conocido poeta soviético y ruso de iniciación precoz que fue al mismo tiempo novelista, ensayista, dramaturgo, guionista, editor, actor, editor y director de varias películas. Yevtushenko tuvo su momento de oro con ocasión de la década reformista de Kruschev, iniciada con el Informe del XX Congreso del PCUS que marca el borrón y cuenta de la herencia ideológica estalinista que ya no levantará cabeza. Pocos autores llegaron tan lejos en sus análisis de este periodo, lo que le significó un prestigio muy considerable. Tanto fue así que se llegó a acuñar el refrán “sabes más de política que “el Deutscher”. En sus trabajos, Deutscher cultivó la biografía (primero la de Stalin, luego la célebre trilogía sobre Trotsky y se quedó en la juventud de Lenin. Pero Deutscher también cultivó otros terrenos, obviamente el de la literatura, algo tuvo que ver que antes de historiador fue poeta, excelente según los que lo leyeron. Deutscher escribió diversos ensayos sobre varios escritores rusos-soviéticos, entre otros un ensayo titulado “Dos memorias”, con una primera parte dedicada a las esquivas y cínicas memorias de Eherenburg. El texto apareció en el Reino Unido en 1964 y fue incluido en la recopilación “Ironías de la historia”, editada por Península, Barcelona, 1969 en traducción de Juan Ramón Capella.
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La autobiografía precoz, 1/ de E. Yevtushenko contrasta con cierta ironía con las tardías y tímida Memorias de Eherenburg. Se trata de un libro pequeño, escrito apresuduramente durante la breve estancia en París del autor, publicado originalmente en francés y todavía prohibido en Rusia; el autor incluso ha caído por él en cierta desgracia. Es fácil ver la razón: en la descripción de su vida no hay ninguna de las evasiones y de los silencios diplomáticos por los que se distingue Ehrenburg. Lo que nos dice Yevtushenko sobre los hombres, los acontecimientos y el estado espiritual de la sociedad soviética excede de mucho la dosis permitida de verdad; pone de relieve amplios retazos del trasfondo social y moral de la política soviética que los gobernantes de Moscú todavía prefieren mantener ocultos. Llega incluso a iniciar sus recuerdos con un ataque a los proveedores de confesiones recientes y verdades a medias:
«Muchas personas se jactan de no haber mentido nunca. Que se miren al espejo. No les pregunto cuántas veces han mentido, sino cuántas han preferido la comodidad del silencio…Ya sé que tienen una excusa… el silencio es oro. Mi respuesta es que su oro no puede ser de ley, y que el silencio es un engaño…»
La posición de Yevtushenko, naturalmente, ha sido mucho más fácil que la de casi todos los escritores de la generación de Ehrenburg: no ha tenido que soportar el terror y las presiones morales a que otros han estado sometidos; no ha tenido que llegar a compromisos que le hicieran perder la propia estimación. En la época de las Grandes Purgas tenía sólo cuatro o cinco años; tenía solamente ocho cuando Hitler atacó a la Unión Soviética; no llegaba a los veinte cuando Stalin murió. Su espíritu no se retuerce de remordimiento ni anhela justificarse. Habla en nombre de una generación que no rehúye la verdad entera sobre la era estaliniana, sino que está dispuesta a conocerla y afrontar las consecuencias.
Yevtushenko dice de sí mismo:
«Muchas personas de Occidente han intentado convertirme en una especie de figura excepcional, que se destacaría, al parecer, como una mancha luminosa sobre el fondo gris de la sociedad soviética. Pero no hay nada de esto. Hay muchísimos hombres soviéticos que aborrecen tan apasionadamente como yo las cosas contra las cuales lucho… Las nuevas ideas, los sentimientos nuevos que pueden encontrarse en mis poemas existían allí, en la sociedad soviética, mucho antes de que yo empezara a escribir. Es verdad que todavía no habían recibido forma poética, pero si no las hubiera expresado yo, entonces lo habría hecho otro.»
La ira y el disgusto de Yevtushenko por el estalinismo brota de su fidelidad a la revolución y al comunismo, fidelidad que da por supuesta. Lo que dice sobre ello suena de modo mucho más convincente que las declaraciones de adhesión ideológica de Ehrenburg. Se describe a sí mismo como «medio intelectual y medio campesino», y dice que «la revolución ha sido la religión de mi familia»; «Nunca pronunciábamos la palabra “revolución” con solemnidad oficial; la pronunciábamos tranquilamente, tiernamente, casi austeramente.» Uno de sus antepasados, campesino, fue deportado a Siberia por incendiar la mansión de un terrateniente. Un abuelo, también campesino y medio analfabeto, luchó en la revolución y en la guerra civil, se distinguió y pasó de Siberia a la Academia Militar de Moscú, donde estudió y alcanzó finalmente el grado de general. «Incluso con su impresionante uniforme, con todas las insignias de su rango (y con todas sus medallas) sobre el pecho, seguía siendo un simple campesino.» No es sorprendente que pereciera en las purgas. El poeta recoge la última visión infantil del abuelo, cuando le acunaba con cánticos de la guerra civil la noche misma en que iba a ser detenido bajo la acusación de «alta traición». Un destino parecido aguardaba al otro abuelo, un matemático de origen letón. Pero el nieto sólo habría de saber todo esto muchos años después; entretanto:
«Mis padres me llevaban a las manifestaciones de obreros en la Plaza Roja, y le pedía a mi padre que me alzara sobre sus hombros para poder ver a Stalin… Alzado sobre las cabezas de la inmensa multitud, agitaba con fuerza una banderita roja y creía que Stalin me miraba y me respondía personalmente.»
En su devoción por la revolución, en la inocencia con que se entregaba al culto a Stalin, que había aprendido desde la infancia, y en su reacción contra él, Yevtushenko representa a muchos de sus contemporáneos. Sus ocasionales naïdivetés no deben resultar sorprendentes. Cuando, por ejemplo, intenta definir la diferencia que hay entre Lenin y Stalin, dice que Lenin deseaba el comunismo por el bien del pueblo, mientras que Stalin sostenía que el pueblo debía servir al comunismo. ¡Menudo eufemismo! Se hace eco también de algunas de las banalidades más gastadas de «patriotismo soviético », y ve en Khrushchev al auténtico promotor y la garantía de la estalinización, del progreso y de la libertad artística. Más sorprendente que la falta de sofisticación política es una cierta vulgaridad en su gusto literario, que permite al poeta admirar el estilo de Stalin y describir el extravagante y casi eclesiástico «Juramento a Lenin» de este último como un «poema en prosa». Pero en estas ilusiones y náivetés hay en realidad una inocencia que falta totalmente en los escritos de antiguos oportunistas desilusionados que se presentan como mártires (Yevtushenko nos recuerda que incluso Pasternak, a quien adora como poeta y como hombre, produjo en su época algunas loas rimadas a Stalin).2
Yevtushenko es, naturalmente, el «ciudadano poeta» y el luchador y cantor de la revolución, dentro de la tradición de Nekrasov y Maiakovsky. Convierte su «rincón del poeta», dondequiera que se encuentre, en una barricada. Del «otro lado» están, por supuesto, los enemigos externos de la revolución, pero también los «herederos de Stalin», los burócratas privilegiados, corruptores del comunismo y antisemitas, que todavía conspiran contra la libertad de Rusia. El autor de Babyi Yar nos da aquí una glosa de este poema suyo. Continúa desafiando a los antisemitas: «Es falso, es absurdo pretender que el antisemitismo es inherente al carácter del pueblo ruso; le es extraño como a cualquier otro pueblo. Siempre y en todas partes ha sido fomentado artificiosamente para favorecer los más bajos intereses creados.»
Describe vivamente cómo desde su adolescencia tuvo que romper espiritualmente con su amigo, «el joven poeta K.», 4. miembro de la Juventud Comunista y antisemita, que intentó convencerle de que todo el mal provenía de los judíos («¿Acaso los que han dividido al movimiento obrero, desde el Bund a Trotsky, no han sido miembros de esa raza sospechosa? »): «Después de una de aquellas discusiones, K. se quedó a dormir en mi casa. A la mañana siguiente me despertó gritando y saltando. Bailaba, todavía en slip, una especie de danza africana y blandía un periódico matutino. En la primera página había un comunicado muy largo sobre el descubrimiento de la conjura de los “blusas blancas” y la detención de los médicos que habían intentado envenenar a Stalin. “¿Ves como tenía razón? —dijo con aire de triunfo—. Casi todos son judíos”.»
A Yevtushenko no se le ocurrió entonces que la conjura de los médicos podía ser falsa; la creyó, y el asunto le descorazonó; pero se negó a aceptar la moraleja racista de la historia: «Aquella misma noche fui con mi amigo K. a ver una vieja película… Por casualidad representaba un pogrom de judíos, en Odessa, en la época zarista. Vimos desfilar por la pantalla una serie de criminales y tenderos que gritaban con todas sus fuerzas el viejo slogan del odio: “¡Matad a los judíos! ¡Salvad a Rusia!” Con los garrotes ensangrentados golpeaban a los niñitos judíos en la cabeza… “Supongo que a pesar de todo —dijo Yevtushenko— no querrás volver a ver una cosa como esta.” K. respondió fríamente: “Escucha, Zhenya: somos dialécticos. No hemos de rechazar totalmente nuestro pasado.” Su voz tenía un sonido extraño, metálico; sus ojos brillaban con un odio propio de un joven nazi. Pero en la solapa lucía la insignia de la juventud comunista. Le miré aterrado.»
Como ningún otro escritor soviético hasta el presente, Yevtushenko se ha centrado en esta latente pero profunda resquebrajadura ideológica, la tirantez entre la reacción y el progreso, en Rusia. Insiste en que por debajo de las actitudes e ideas reaccionarias estaban —o están— los grupos privilegiados y corrompidos de la burocracia.
«Más de una vez, el poeta K. me había reprochado mi falta de vigilancia revolucionaria. Se equivocaba. Yo vigilaba a mi manera: le vigilaba a él y a los que eran como él con horror cómo se construían casas nuevas en el centro de Moscú y se instalaban lujosamente al lado de inmuebles superpoblados donde varias familias se amontonaban en cada piso como podían. Observaba con atención cómo aquella élite burocrática devoraba alegremente los artículos de tono antisemita… que aparecían cada vez más frecuentemente en nuestros periódicos. Y veía cómo se acumulaban los privilegios ante las narices de trabajadores mal pagados.»
Este testimonio es de lo más notable porque se basa en la observación empírica más que en una tesis teorética. Y la brusquedad de ésta y otras afirmaciones parecidas era suficiente para garantizar que en Moscú colocaran en el «índice» la Autobiografía precoz.
Con todo, las páginas más dramáticas de este breve libro son las que describen el impacto de la muerte y el funeral de Stalin en el autor y la gente que le rodea. Muchos de ellos, recuerda, acostumbrados a la idea de que Stalin pensaba por ellos, se sentían perdidos sin él y estaban aturdidos. «Rusia lloraba. Lloraba con lágrimas auténticas; acaso con lágrimas de temor por el futuro. Yo también lloré.» Y sigue una descripción inolvidable de una horrible catástrofe en el funeral de Stalin. Una fría mañana de invierno decenas de miles de hombres, mujeres y niños salieron de todos los rincones de Moscú hacia la Casa de los Soviets, donde se exponía el cuerpo del dictador muerto (el aliento de los que acudían se helaba en el aire, formando una nube por encima de sus cabezas y posándose en los árboles desnudos). Repentinamente la procesión que avanzaba por todas partes se convirtió en una terrible avalancha humana, descendiendo por una calle inclinada al lado de la Casa de los Soviets. La avalancha aplastó a mujeres y niños contra los faroles y otros obstáculos, pasando sobre sus cuerpos destrozados. Nadie parecía capaz de detenerla. Sin quererlo y horrorizada, la multitud descendió la cuesta precipitadamente: «El torrente me arrastró. De repente me di cuenta de que pisaba algo blando. Tardé un momento en comprender que estaba pisando un cuerpo humano. Levanté las piernas, aterrorizado, y quedé colgado entre la multitud que seguía descendiendo la cuesta como una riada. Pasó mucho rato antes de que intentara siquiera tocar el suelo nuevamente. Mi estatura me salvó. Las personas más bajas eran ahogadas por la masa humana antes de caer y ser aplastadas bajo sus pies. Finalmente fuimos a parar a una verdadera ratonera. Unos camiones militares, alineados uno junto a otro, cerraban el camino y nos impedían el paso. Las oleadas humanas se estrellaban contra ellos con furiosa violencia. “¡Sacad los camiones! ¡sacad los camiones!”, gritaba con horror la multitud. Un joven oficial rubicundo contemplaba la escena con lágrimas en los ojos. “No puedo hacer nada. ¡No tengo órdenes!”, empezó a gritar. Los costados de su camión estaban ya teñidos de sangre. Pero los hombres y mujeres que continuaban llegando se aplastaban contra ellos ante los ojos del oficial. Antes de morir oían solamente: “¡No tengo órdenes!” De repente sentí explotar en mí mismo un odio salvaje contra aquella increíble estupidez, contra la docilidad que había producido aquel “No puedo ayudaros. ¡No tengo órdenes!” Por vez primera en mi vida, todo aquel odio se volvió contra el hombre al que habíamos ido a enterrar, pues comprendí finalmente que era el responsable de aquello, que era él quien había producido aquel caos sangriento, que era él quien había inculcado a los seres humanos aquella obediencia mecánica y ciega a las órdenes superiores.»
Unos ciento treinta años antes Adam Mickiewicz describió en un gran poema una escena parecida que se había producido en el San Petersburgo de los zares en medio de un brillante desfile militar. Hay mucha fuerza poética en la descripción de Yevtushenko, que puede entrar en la literatura y en los libros de historia como una descripción sorprendente de un testigo presencial y como una compendiada presentación simbólica de toda una época. La vibrante ira de Yevtushenko por la docilidad que el gobierno de Stalin ha inculcado a sus compatriotas nos lleva muy lejos de las verdades a medias de la destalinización oficial. A través de él, la Rusia joven clama contra la ignominia y el sufrimiento de sus padres y de sus abuelos.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
Notas
1/ Autobiografía precoz (Julliard, París, 1963)
2/ Las observaciones de Yevtushenko sobre El doctor Zhivago de Pasternak merecen ser citadas: «Quienes, en Occidente, han intentado utilizar su nombre en la campaña de la guerra fría han cometido un verdadero crimen. Parecidamente, nunca perdonaré a aquellos de nuestros escritores que han utilizado este pretexto para tratar de borrar el nombre de Pasternak de nuestra literatura…» «Pasternak consideraba muchos acontecimientos de la vida soviética como si los viera desde la otra orilla del río del tiempo… Su aislamiento tenía por consecuencia su… alejamiento… de la lucha y de los grandes cambios que se producían en el mundo. Boris Pasternak dijo una vez que él era una especie de piedra miliar entre dos épocas históricas. Nada puede caracterizarle mejor que esto. Ahí reside la fuerza y también la tragedia de este poeta genial.»
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