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miércoles, septiembre 18, 2019
Alberto Fernández: el peronismo de las calles vacías y los salarios congelados
Pacto Social: 180 días para enamorarse. La calle y el poder: de restauración y restauradores. La decadencia nacional y los programas para salir de la crisis.
En marzo de 1974, la revista Cuadernos Nacionales señalaba que “tanto los primeros resultados como las perspectivas de largo plazo derivados del Pacto Social, distan en buena medida de satisfacer las amplias expectativas populares”.
Tan solo ocho meses habían pasado de la firma del Acta de Compromiso para la Reconstrucción, la Liberación Nacional y la Justicia Social. Período más que suficiente para verificar el engaño de aquella concertación. Mientras los empresarios rompían los límites del Pacto, un chaleco de fuerza aprisionaba las demandas de la clase obrera.
Las huelgas y manifestaciones continuaron. Los trabajadores, decididos a recuperar aquello que habían perdido contra los empleadores bajo Onganía y Lanusse, marcharon hacia adelante.
El Pacto Social estalló a mediados de 1975. Sobrevivió apenas un año a Juan Domingo Perón. Isabel, López Rega y Celestino Rodrigo lo enterraron con un ataque fenomenal al salario obrero.
Aquel golpe hiperinflacionario fue derrotado por una potente huelga general. La clase trabajadora, paralizando el país, echó abajo el Rodrigazo. Aquel enorme despliegue de poder social convenció a la clase dominante de la salida genocida. La burocracia sindical peronista, limitando al movimiento obrero, allanó el camino de la dictadura de Videla y cía.
180 días para enamorarse
En la última semana, la idea de un Pacto Social volvió a sobrevolar el escenario político. Reiterada por Alberto Fernández, se escenificó en la mesa compartida junto a Héctor Daer y Miguel Acevedo, actual titular de la UIA. La imagen que recorrió los medios incluyó, además, a Juan Manzur y Sergio Massa, enemigos declarados del derecho al aborto y aliados del ajuste macrista.
La propuesta del candidato presidencial estipula plazos (180 días), pero no objetivos. Se parece, básicamente, a un pedido de tiempo muerto en las tensiones sociales que recorren al país.
Se puede adelantar, sin embargo, una función específica: sostener el logro de haber devaluado el salario obrero en los últimos cuatro años. Lo “razonable” de un dólar a $ 60 radica en que implica una baja en los costos salariales para el conjunto de la clase capitalista. El peronismo se propone garantizar esa conquista de las patronales contra la clase trabajadora.
Pero el Pacto Social al que convoca Fernández tiene múltiples límites y condicionamientos. Tal vez el principal reside en el enorme endeudamiento del país y en el lugar que ocupa el FMI en el esquema del poder. Las decisiones del organismo internacional pesan -y bastante- en la arena nacional. La amenaza de no desembolsar los U$D 5.400 millones pendientes ya empieza a conmover el escenario político y económico.
Un eventual consenso supone, además, una complejidad mayor a la de aquellos años 70 que sirven de “modelo”. Desde la dictadura genocida en adelante, el gran capital internacional avanzó en su predominio al interior de la estructura económica nacional. Determinantes como la restricción externa están entrelazados a esa situación. Para el gran capital imperialista y los grandes especuladores internacionales, la estabilidad política argentina es, siempre, un asunto relativo.
La impugnación a un eventual Pacto Social podrá también venir desde otro extremo del arco social. La alta votación a Alberto Fernández no es un aval a cualquier política. Evidencia, por el contrario, fuertes expectativas de un futuro mejor. El camino del ajuste que transitará un gobierno peronista enfrentará, con seguridad, múltiples resistencias.
Las calles y el poder
Desde Tucumán, Alberto Fernández hizo un llamado explícito: “Evitemos estar en las calles”. La sintonía entre el candidato peronista y los dueños del poder alcanzó un momento cumbre, similar al de aquel jueves donde selló públicamente su reencuentro con “Héctor” (Magnetto).
El pedido fue recuperado y amplificado por la gran corporación mediática. Sirvió para reforzar la operación política de distinguir entre movimientos “dialoguistas” y “duros”. La diferenciación, repetida hasta el hartazgo, tiene una finalidad específica: demonizar a las corrientes y organizaciones que rechazan subordinarse al acuerdo nacional que proponen macrismo y peronismo.
Toda operación de demonización apunta, necesariamente, a avalar la represión y la persecución. La historia nacional registra multiplicidad de casos. Una porción significativa durante los años del tercer gobierno peronista.
El mensaje va más allá de sus inmediatos interlocutores. Es un disparo discursivo hacia la tradición de movilización callejera que arrastra la sociedad argentina. Las plazas y las calles son, desde siempre, un escenario de la política nacional.
Contra esa tendencia trabajó activamente el kirchnerismo en sus 12 años de gobierno. La política pasó de la plaza al Palacio. El “que se vayan todos” implicó, a fin de cuentas, que todos se quedaran. Hasta Menem y Duhalde.
En los años de gestión cambiemita, el juego se repitió. Tras las movilizaciones de diciembre de 2017 contra la reforma previsional, surgió el encantamiento político-discursivo del “Hay 2019”. Se trató de un llamado explícito a abandonar las calles como lugar de protesta. A no enfrentar el ajuste en la espera del candidato salvador.
En esa labor desmovilizadora jugó un papel central la burocracia sindical en sus diversas versiones. También aquella que encabeza algunos de los llamados movimientos sociales. Muchos de ellos ocupan hoy alguna silla junto a Alberto Fernández.
Historia de traidores, traidores con historia
Volvamos, por unos párrafos, a los años setenta. El Pacto Social otorgó lugar destacado a la burocracia sindical peronista. A fines de 1973, Perón decidió empoderar a esta casta. En octubre hizo su entrada en el Congreso la reforma de la Ley de Asociaciones Sindicales. La normativa apuntaba a liquidar la ya limitada democracia sindical. Era acompañada por una reforma del Código Penal que castigaba las medidas de lucha. Bajo las nuevas figuras, un paro por aumento salarial podía devenir un crimen grave.
En noviembre de aquel año, escalando la tensión, nació a la vida la tristemente célebre Triple A. Los caciques sindicales tuvieron su lugar en esa y otras organizaciones paraestatales del peronismo, conformadas para masacrar a la vanguardia obrera y popular.
Los Gerardo Martínez, Héctor Daer o Ricardo Pignanelli son la herencia histórica de esa casta. Eternizados en la cúpula de sus organizaciones, aliadas permanentes del poder político y económico, las conducciones gremiales juegan el papel de policía al interior del movimiento obrero.
De ese material también está hecho el Frente de Todos. Así quedó en evidencia en Chubut, donde las patotas de Jorge “Loma” Ávila fueron de madrugada contra docentes y estatales que reclamaban sus salarios atrasados. No hace falta googlear mucho para encontrar una foto del dirigente gremial, sonriente, junto a Alberto Fernández o Cristina Kirchner.
Aquel desalojo también contó con los auspicios del gobernador Arcioni. El mandatario peronista que no paga los sueldos en tiempo y forma, es otro aliado de Alberto Fernández.
Consensos y evasivas
Este jueves, pasado el mediodía, Emilio Monzó actuó como vocero explícito del consenso. El titular de la Cámara de Diputados enunció los acuerdos alcanzados entre macrismo y peronismo para poner límites al debate. Después de casi 80 días de virtual clausura, la Cámara Baja funcionó por espacio de 5 horas. Después de una brutal devaluación, la discusión sobre el hambre y la crisis nacional se limitó a votar una sola norma.
La ley de emergencia alimentaria -un paliativo necesario- está lejos de dar solución real a los padecimientos que sufren millones de familias a lo largo del extenso territorio nacional.
Nicolás del Caño, diputado nacional y candidato presidencial del FIT-U, puso sobre la mesa la cuestión. Lo hizo planteando sumar a la agenda la necesaria discusión sobre aumentos en salarios, jubilaciones y AUH. Pocas fueron las manos que acompañaron. Muchos los silencios.
El núcleo de coincidencias básicas entre macrismo y peronismo supone no afectar las ganancias del gran capital. Implica, además, no poner en discusión los problemas de fondo que empujan hacia abajo el nivel de vida de las mayorías populares.
El realismo de las calles
Especuladores, terratenientes, petroleras y grandes bancos son algunos de los ganadores de la crisis en curso. En el otro extremo, millones de familias trabajadores pierden a cada momento. El hambre y la pobreza se extienden tan rápidamente como la especulación.
Frente a la catástrofe social en curso, la única perspectiva realista para las mayorías populares pasa por afectar las ganancias del gran empresariado. En estos años de ajuste y recesión, el Frente de Izquierda fue la única fuerza que planteó un constante debate sobre esta perspectiva. Medidas como la nacionalización de la banca bajo control de los trabajadores, el no pago de la ilegitima deuda externa o la renacionalización de las empresas privatizadas, previa anulación de los tarifazos, resultan esenciales para cambiar una dinámica pérfida que se recrea a cada instante.
Pero un programa que afecte los intereses del gran capital es inseparable de la activa movilización de trabajadores, mujeres y jóvenes. Inescindible de la organización independiente de la clase obrera, en el camino de hacer pesar su enorme fuerza social. Una perspectiva opuesta a aquella en la que insiste el candidato del Frente de Todos.
Frente al peronismo de las calles vacías y los salarios congelados, es preciso fortalecer al Frente de Izquierda Unidad en la perspectiva de los combates que, inevitablemente, depara el futuro inmediato.
Eduardo Castilla
@castillaeduardo
Viernes 13 de septiembre | 23:57
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