Pese a la peor crisis en la historia del país, la oposición venezolana no encuentra la forma de apartar del poder a Nicolás Maduro. La confianza en que el derrumbe económico haría crujir las bases de apoyo político-militar del chavismo se mostró nuevamente excesiva tras el nuevo ciclo iniciado con la (auto)proclamación de Juan Guaidó como «presidente encargado», un cargo que no aparece en la Constitución. Al cabo de unas semanas de exitismo, el gobierno parece haber recuperado parcialmente el control de la situación y la oposición se encuentra ante el dilema de participar, debilitada, de una nueva mesa de diálogo.
En 2019 la oposición venezolana tuvo su mejor febrero en años. De manera fulgurante, el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, ascendió al Olimpo de la alicaída política venezolana con su (auto)proclamación como presidente «encargado». En ese mes apareció en las portadas de los diarios más importantes del mundo. Pero cinco meses después, tras los aclamados sucesos relativos a la «ayuda humanitaria» y la intentona de alzamiento militar, el panorama parece muy distante del optimismo opositor de esas jornadas. La esperanza de un derrocamiento fácil y rápido del régimen de Nicolás Maduro parece haberse anegado, otra vez, en un mar de deslices políticos, con un activo, pero no menos errático, apoyo internacional. ¿Cómo pudo desvanecerse el enésimo intento de correr al chavismo del poder?
Un 2019 auspicioso para una oposición alicaída
El 10 de enero de 2019 se llevó a cabo el acto de proclamación de Maduro para un segundo periodo presidencial, de acuerdo con los resultados de las elecciones adelantadas del 20 de mayo de 2018, que la oposición había tachado de fraudulentas debido, principalmente, a que el gobierno impidió la inscripción de los candidatos con cierta posibilidad de triunfo. Solo dejó participar a postulantes que en las encuestas mostraban escaso potencial electoral. Quizás por ello participó apenas 46% del padrón electoral; fue la abstención en elecciones presidenciales más alta de la historia reciente. Los grupos de poder no quisieron negociar con el candidato a quien el gobierno dejó inscribir, Henry Falcón, y abandonaron de plano la lucha electoral sin ninguna propuesta alternativa en el horizonte. Debido a esto, la oposición tachó a Maduro de «usurpador» y denunció que a partir del 10 de enero de 2019 Venezuela quedó bajo una presidencia ilegítima que el mundo no debía reconocer.
En el corazón del plan de desconocimiento, la oposición se rearmó en torno de la denuncia de usurpación y, al mismo tiempo, de vacío de poder en el país. Con ello, empezó a difundir la necesidad de juramentar a Guaidó, en ese entonces escasamente conocido, como presidente de la nación. Para ello se amparaban en el artículo 233 de la Constitución, que establece los criterios a seguir ante las «faltas absolutas» del presidente. En realidad, estas se originan en muerte, renuncia, destitución decretada por el Tribunal Superior de Justicia (tsj), incapacidad física o mental permanente. En estos casos, si la ausencia se produce antes de que el presidente pueda tomar posesión de su cargo, el presidente de la Asamblea Nacional debe asumir el cargo. Si ocurre después, debe hacerlo el vicepresidente, con la misión de llamar a elecciones en los siguientes 30 días, como efectivamente sucedió cuando Hugo Chávez murió el 5 de marzo de 2013.
Blandiendo el artículo 233 y una interpretación sui generis, la oposición determinó que había una especie de usurpación y «falta absoluta», al mismo tiempo, en la silla presidencial. Por ende, también argumentó, con suma laxitud, que la toma de posesión fue ilegítima y, por ende, no existió. De allí derivó la «legitimidad» de Guaidó. Aunque nadie entendió muy bien esta exégesis de la Constitución, se suscitó una enorme algarabía en las filas opositoras. Esa alegría se sustentaba en una serie de apoyos mediáticos del ala más conservadora de la derecha estadounidense y en un fervoroso impulso del presidente Donald Trump. Ello desembocó en un juramento realizado en una plaza luego de una multitudinaria marcha realizada el 23 de enero, fecha emblemática para la democracia venezolana por el fin de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Aunque la figura de «presidente encargado» no exista en la Constitución, Trump y una serie de gobiernos salieron de inmediato a reconocerlo formalmente y con un renovado entusiasmo.
De ahí en adelante vino una retahíla de portadas de medios internacionales que aplaudieron y arroparon al joven «presidente». El equipo de Guaidó elaboró un traslúcido mantra de gran simpleza: 1. cese de la usurpación; 2. gobierno de transición y 3. elecciones libres. Una línea con nueve palabras y una gran claridad. El gobierno estadounidense amenazó al chavismo si se atrevía a «tocar» a Guaidó. La frase «todas las opciones están sobre la mesa» se hizo viral, en relación con la posibilidad de una invasión militar estadounidense al estilo del Día d, o, alternativamente, como operación quirúrgica al estilo de la invasión a Panamá. La posibilidad de una invasión, que nunca será incruenta, se hizo cada vez más popular entre muchos opositores sin una reflexión sobre las consecuencias de una potencial acción bélica. Guaidó insistía en que nadie le teme a una guerra civil y en que la opción de la intervención no estaba descartada.
Un caballo de Troya sin ruedas
En la «comunidad internacional» corrían ríos de tinta tratando de explicar algo tan sencillo como el misterio de la Trinidad. Los más connotados analistas intentaron, como San Agustín a la orilla de la playa, explicar cómo Guaidó era presidente de la República y de la Asamblea Nacional; en qué consistía la usurpación y una «falta absoluta» que, de existir, obligaba a llamar a elecciones presidenciales en febrero de 2019. En medio de estas disquisiciones, la gente empezó a impacientarse, ya que la vertiginosa ruta de salida de Maduro, alimentada irresponsablemente por ensueños de la Casa Blanca y por guerreristas venezolanos en el exilio, parecía perderse en una retórica tan combativa como estéril.
La ignorancia de Trump y la «comunidad internacional» sobre la especificidad del caso venezolano es monumental. Parecen limitarse a leer los informes interesados de los políticos opositores que les piden grandes cantidades de dinero y les ofrecen pronósticos excesivamente optimistas. Los análisis que traducen erróneamente el gigantesco desastre económico como debilidad política llevaron a Trump a pensar en una fácil y rápida victoria sobre el chavismo y a evadir el hecho de que el gobierno lleva 20 años aprendiendo a resistir profesionalmente y que cuenta con macizos apoyos políticos, económicos y militares de China, Rusia, Irán, Cuba y Turquía. La ferocidad mediática de la «comunidad internacional» es inversamente proporcional a su conocimiento de la situación concreta de Venezuela.
A mediados de febrero, el entusiasmo ya mermaba ligeramente. Los objetivos parecían lejos de haberse cumplido y la oposición no encontraba una ruta clara. En ese desbarajuste emergió la idea de convertir la necesaria ayuda humanitaria en una especie de desembarco de Normandía contra la usurpación. De ese modo se especuló con meter a militares disidentes dentro de los camiones de la ayuda humanitaria, con esconder armas dentro de las cajas de comida o con hacer pasar los camiones a la fuerza para que miles de personas se montasen en ellos y redimieran a la población del yugo «comunista». En el plano internacional, el operativo se vendió como una nueva caída del Muro de Berlín impulsada por la presencia de presidentes como Sebastián Piñera, Iván Duque y Mario Abdo, quienes se apersonaron en Cúcuta, del lado colombiano de la frontera, pensando que iban a presenciar un desplome glorioso de la opresión.
Este espejismo pintaba muy mal cuando las organizaciones especialistas en ayuda humanitaria, como la Cruz Roja, se divorciaron del proyecto y denunciaron lo innegable: la ayuda humanitaria no puede ser empleada como una cuña para tumbar a un gobierno; más bien, debía tener el consentimiento del gobierno y su cooperación para poder ingresar. Pensar que la entrada de cuatro o cinco camiones cargados con mercancías de diversa índole y acompañados por jóvenes con bombas molotov y resorteras traería el «fin de la usurpación» era asombrosamente ingenuo. Los pasos de la entrada de la ayuda humanitaria quedaban a más de 20 horas de la capital, incluso yendo a buen ritmo. Creer que esa gesta causaría una deserción masiva de militares que se pondrían a la orden de «la Libertad» era aún menos esperable, por más ofertas monetarias que hubiera y que luego ni siquiera fueron honradas.
Como era de esperar, la operación fue un fracaso estrepitoso. Los camiones no entraron y las masas que debían poner el cuerpo por la entrada de la ayuda tampoco aparecieron. En ese marco, la oposición trató de explotar el incidente de la quema de uno de los camiones. Cientos de medios de comunicación salieron a decir que la «policía de Maduro» había quemado los furgones. Guaidó, el asesor de seguridad estadounidense John Bolton y el senador de Florida Marco Rubio salieron a criticar este gesto de malignidad. Pero semanas más tarde, una breve investigación de periodistas del New York Times desmintió esa información. En el video que publicaron aparecía cómo, por accidente, un joven había lanzado la mecha de una molotov sobre las cajas que portaba un camión y había causado el incendio.
Impasse
Desde enero de 2019 se planteó que con sanciones económicas cada vez más fuertes y con multitudinarias marchas iba a ser suficiente para derrocar a un gobierno cívico-militar con gran trabajo de inteligencia y un extendido control social. En otros escritos hemos hablado de la tríada popular clientelar que otorga al gobierno una especie de «biopoder» por el cual la población más depauperada depende cada vez más del gobierno para asegurar su reproducción biológica. Al contrario de lo que se cree, las sanciones económicas no hacen sino cimentar ese vínculo y le otorgan al gobierno una excusa para deshacerse de su responsabilidad por la crisis más fuerte que ha vivido el país en su historia. A pesar de que las primeras sanciones financieras empezaron en agosto de 2017, al gobierno y a la «izquierda lumpenprogresista» les es fácil culpar a las sanciones por los pésimos resultados económicos.
Las protestas de marzo estuvieron fuertemente influenciadas por el colapso del sistema eléctrico nacional. En muchas zonas, la energía eléctrica falló durante varios días seguidos. Aunque el agua, el servicio eléctrico, el gas y la gasolina en las regiones alejadas de la capital habían venido fallando regularmente desde hace años, el hecho de que Caracas se quedara sin luz y sin agua por entre tres y cinco días fue algo inédito. Ello contribuyó a frenar un poco más el leve ímpetu que aclamaba por una invasión e hizo pensar a la gente que, efectivamente, se podía estar peor. Las protestas amainaron y el éxodo de venezolanos cobró un fuerte impulso.
Abril comenzó con un renovado letargo político opositor. Las huelgas generales o paros empresariales (como los realizados en 2001, 2002 y 2003) estaban muy lejos de poder organizarse. El gran empresariado está decididamente quebrado y sobrevive a muy duras penas. Ni hablar del altísimo grado de informalidad en la economía, más la alta cantidad de trabajadores estatales que harían fracasar el paro con cierta rapidez. Eso lo sabían las principales cámaras patronales, que inmediatamente dijeron que no iban a cerrar y que era suicida aventurarse a un lockout en estas condiciones.
La sublevación militar del 30 de abril
El 1o de mayo se había publicitado como otro día de marchas. Por un lado, el «presidente obrero», durante cuyo mandato el salario real disminuyó 92% y que tiene el arrojo de anunciar en tono celebratorio un incremento del salario mensual de 6 a 12 dólares; y por el otro la marcha de Guaidó, quien adoptó el «Plan País» como propuesta económica de un gobierno que no quiere saber nada con un protagonismo obrero. En vista de las últimas marchas, era predecible que no habría mucha gente de la oposición (que suele asumir un discurso anticomunista) celebrando el Día Internacional del Trabajo. El equipo de Guaidó no está a favor de fuertes subidas del salario mínimo. José Guerra, economista líder del Plan País, propone un salario de 20 dólares al mes, llevadero a 30 dólares a mediano plazo, por lo que les resulta difícil levantar las reivindicaciones económicas más elementales que esgrime la amplia base depauperada.
Por estas razones, y al parecer otras de orden más conspirativo, el intento de sublevación en el marco de la «Operación Libertad» se adelantó al 30 de abril, en completo secreto. Es sabido que varios dirigentes de Voluntad Popular (vp), el partido de Guaidó, no sabían del plan. La liberación de Leopoldo López, el líder partidario, de su arresto domiciliario hacía presagiar algo muy importante. Pero pocas horas después, cientos de seguidores se desilusionaron al llegar a la base aérea militar La Carlota, porque vieron con sus propios ojos que Guaidó y los pocos militares insurrectos no habían logrado tomar la base y quedó en evidencia que los militares implicados en la intentona eran muy escasos, con nulo poder de fuego, y que al final solo participaron unas cientos de personas completamente descoordinadas y en total desconocimiento de lo que ahí estaba sucediendo realmente. Es curioso que vp no incluyera en su plan a otros partidos políticos. Y fue así cómo, al final de la tarde, los promotores de la intentona corrieron a refugiarse a las embajadas de Chile, Brasil y España. No hubo combate ni gesta. El fiasco de este plan hundió aún más su proyecto de cambio político.
Un junio lleno de baches
Las últimas marchas han sido poco numerosas, por lo cual Guaidó se ha concentrado en giras por pueblos pequeños y cabildos en espacios reducidos. La última táctica se llama «casa por casa» y, aunque la han seguido algunos pocos líderes de partidos como Primera Justicia (pj), la convocatoria es muy pequeña y el apoyo popular activo parece ser escaso, a pesar de que la mayoría de las encuestas reflejan que Guaidó tiene un muy significativo 40% de intención de voto (Datanálisis) en una eventual contienda electoral.
Un asunto que también mermó (aún más) el apoyo al proyecto de Guaidó fue el generoso pago de 70 millones de dólares por intereses correlativos al bono pdvsa 2020, por parte de una Asamblea Nacional que había estado en desacuerdo con el bono en 2016. El argumento de la Asamblea fue que de ese modo era posible retener en manos del «gobierno» de Guaidó activos venezolanos en Estados Unidos. Pero es contradictorio que quienes pagaran el bono dijeran que ese dinero para citgo es «poco», ya que si el país está en crisis y le urgen los 20 millones de dólares de la ayuda humanitaria, es paradójico que cancelen esos 70 millones de dólares. El asunto central es que Guaidó no ha hecho públicamente nada por obtener una orden ejecutiva de Trump o una resolución de la Organización de las Naciones Unidas (onu) que declare inembargables los activos de Venezuela, lo que permitiría alejar el peligro de confiscación por impago. Algo así se aplicó en la víspera de la genocida invasión a Iraq con la orden ejecutiva 13303 y con la resolución 1483 del Consejo de Seguridad de la onu. A esto se sumaron las denuncias sobre el manejo poco transparente de la ayuda humanitaria. El affaire Cúcuta ha sido devastador para la oposición. La ayuda humanitaria por la cual el pueblo debía arriesgar su vida en la frontera ha sido gestionada de una forma muy similar a la utilizada por el gobierno para manejar la economía, con opacidad y deshonestidad. El propio Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos (oea), ha llamado a abrir una urgente investigación en lo que parece ser un desfalco descarado. En la investigación del medio estadounidense antichavista Panam Post se puede evidenciar una grave malversación de la ayuda humanitaria. El dinero destinado a pagarles a los cerca de 300 militares que desertaron (con sus familias) por esas fechas y se fueron a Cúcuta fue mayoritariamente hurtado. Ello se evidenció en la forma en que los desalojaron de los hoteles y en las quejas de los militares por el incumplimiento de las promesas de remuneración que les había hecho Guaidó. Se cree que en abril ya había más de 1.200 funcionarios que habían desertado en favor de Guaidó y estaban en Colombia. La trama de corrupción ha salpicado directamente al «presidente encargado», quien decidió sustituir a Gaby Arellano y a José Olivares, diputados exiliados desde hace meses en Colombia y de peso en Venezuela, por los desconocidos Rossana Barrera (cuñada de Sergio Vergara, mano derecha de Guaidó) y Kevin Rojas, ambos militantes de vp. Barrera fue acusada de peculado al pasar como propias las facturas de hoteles que estaban siendo pagadas por el gobierno de Colombia y por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (acnur). Luego, habría duplicado la cifra real de desertores y organizado una cena para reunir fondos a través de un correo falso de la «embajada» venezolana (de Guaidó) en Colombia. Se habla de cerca de 100.000 dólares malversados que podrían ser la punta del iceberg de una trama de corrupción develada por el servicio de inteligencia colombiano. Peor aún es que cerca de 60% de la ayuda en alimentos se ha dañado. Es insólito que, en una frontera tan porosa, no se hiciera el más mínimo esfuerzo por distribuir esa comida.
Más difícil de digerir es que la oposición apoye la implementación de las sanciones económicas de eeuu. Gracias a ellas, cerca de 6.000 millones de dólares están siendo retenidos en el extranjero, divisas que podrían usarse para traer medicinas y alimentos. Esto equivale a más o menos 300 veces el total de la «ayuda humanitaria». Es cierto que la administración de parte de ese dinero por el régimen de Maduro podría desviarse en la compra de armas, pago de deudas o corrupción. Pero podrían aplicarse alternativas de gestión multiparticipativa de esos recursos, en las que se involucren organizaciones internacionales como Caritas o la Cruz Roja junto con la onu, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (fao) y venezolanos consensuados por ambos bandos en disputa, para tratar de paliar los efectos de la crisis económica generada por la gestión económica del chavismo y agravada por las draconianas sanciones económicas.
Una nota aparte es el fenómeno de «rebote económico» que con seguridad se dará en el segundo trimestre. Siendo, probablemente, el primer trimestre de 2019 el peor de la historia económica del país, en especial por las prolongadas fallas en el servicio eléctrico y la enorme inestabilidad política, el segundo trimestre podría ser el primero en mostrar números positivos en cinco años, debido a un rebote por la mejoría en los servicios de energía, pero también por una apertura económica gradual, lenta y muy tardía. Por ejemplo, la libre convertibilidad de la moneda ha permitido el ajuste de precios al eliminar de facto los controles estatales (lo que provocó una disminución de la escasez de productos) y esto se ha sumado a la aprobación de la libre circulación del dólar como moneda de pago. Más aún, el Banco Central de Venezuela dejó a mesas de dinero interbancarias la responsabilidad de la fijación del tipo de cambio, que a la sazón debería resultar de la oferta y la demanda de divisas en ese mercado. Todo ello podría desinflar la tesis de la oposición de que un continuo empeoramiento de la situación económica haría inevitable el estallido social que llevan años esperando.
Oslo: un diálogo vergonzante
Las conversaciones en Oslo se vienen desarrollando hace más de un año con miembros del chavismo moderado y con algunos integrantes de la oposición más dialoguista. La novedad es la reciente inclusión del indispensable antichavismo más beligerante. El asunto es que Guaidó y quien lo influye más notoriamente en el terreno mediático, María Corina Machado, llevan años denostando el diálogo, diciendo que esa jamás será la vía para salir de la «dictadura». Para ellos, la única negociación posible es estimar cuál sería la celda de Guantánamo donde vivirían Maduro y sus consortes. Ese empecinamiento deja a la oposición sin salida, ya que una posible invasión ha sido constantemente descartada por el halcón Elliott Abrams, asesor de Trump sobre Venezuela, quien no solo ha dicho que no habrá bombardeos, sino que la ruta es democrática. Incluso ha afirmado que el chavismo debe regresar a la Asamblea Nacional y que entre todos deben construir una transición pacífica.
En los hechos concretos, la oposición no tiene nada con que forzar al chavismo a la rendición y tampoco cuenta con un impulso popular sólido y organizado para ejercer presión política interna. Las sanciones serían lo único que puede afectar al gobierno, pero eso difícilmente alcance para hacerlo cambiar en su aspiración de permanecer eternamente en el poder y concentrarlo de manera absolutista. El asunto clave es que las sanciones las impone eeuu y la negociación más directa sería entre funcionarios de Trump y de Maduro, donde la oposición podría terminar teniendo un peso muy relativo. Y a esto se suma que detrás de Maduro están China, Rusia, Turquía y Cuba. Este último país ha sido acusado de articular la postura chavista en Oslo y de tratar de forzar una transición en la cual el actual ministro de la Defensa, Vladimir Padrino López, encabece un gobierno de transición que garantice la continuidad política del chavismo y la ayuda energética a Cuba. Luego de la transición vendrían elecciones con un nuevo Consejo Nacional Electoral. Todo esto no deja de ser una especulación, pero lo cierto es que los negociadores noruegos tienen una relación cercana con los cubanos, ya que fueron parte del acuerdo logrado en La Habana entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc) y el Estado colombiano.
Recientemente se desarrolló una nueva aventura golpista de índole militar. En la tarde del 26 de junio el gobierno declaró, en tono de sorna, que frustró otro intento de alzamiento militar. Apresó a más de 30 militares que enfrentarán cargos de «traición a la patria», acusación generosamente endilgada por jueces chavistas. Según lo que comentan los voceros oficiales, miembros de los partidos vp y pj están involucrados en el caso. Como ha venido pasando, cada sublevación es controlada con una increíble rapidez, lo que desmoraliza más a una fracción de la oposición que a todas luces apuesta por el galgo equivocado e invariablemente pierde con facilidad.
Días después del motín, Maduro contó que el principal conspirador era el general Manuel Cristopher Figuera, ex-director del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (sebin), quien, según él, fue captado por la Central de Inteligencia Americana (cia) y luego dejó a sus tropas solas en la sublevación. Figueras fue quien liberó a Leopoldo López la noche previa al intento de golpe. Producto de esa «gesta», eeuu le revocó la sanción que sobre él se había impuesto y dijo que era «un ejemplo a seguir». Según Maduro, el gestor militar del fallido golpe estuvo trabajando como infiltrado para la cia, lo que podría ser un invento o podría mostrar fisuras dentro del poder militar y de inteligencia que sostiene al gobierno y que ejerce el poder a través de los militares encargados de gestionar ministerios y empresas claves (como Petróleos de Venezuela, pdvsa). La no realización del tradicional desfile militar del 24 de junio, día de la Batalla de Carabobo en 1821 y fecha clave de la independencia, disparó todas las alarmas entre los especialistas en el tema castrense. La realización, en su lugar, de una muy modesta y adusta «parada» ha puesto a pensar a más de uno en tramas palaciegas que parecen estar algo lejanas a la realidad de un gobierno cada vez más militarizado.
La oposición más moderada apuesta al diálogo. El asunto es que no cuenta con apoyo financiero y, por ende, no construye fuerza popular. Por ello, es mediáticamente aplastada por el aparato comunicacional de los que sueñan con una invasión. Una apuesta belicista que vende la caída de Maduro como inminente resulta muy útil para pedir dinero en el extranjero, es una mentirilla que gustosamente compra el anticomunismo internacional que vende la farsa de una Venezuela hundida por ser un socialismo realizado. La continuidad de la crisis les sirve mucho para explotar propaganda antisocialista y aprovechar el auge de la emigración inexorable de millones de personas que desesperadamente huyen de las penurias de la vida cotidiana y la falta de perspectivas.
Mientras una fracción ultraderechista continúe abogando por vías virulentas y amenazando con barrer a oponentes con violentas razzias, los resultados serán cada vez más negativos para el resto de la oposición democrática y pacífica, ya que cada escalada golpista trae tras de sí una derrota y un incremento de la represión. El aumento de la pobreza provocado por las sanciones es un estímulo poderoso para la emigración y esto le conviene muchísimo al régimen, ya que facilita su control social. Con menos habitantes, tiende a haber menor presión sobre los muy subsidiados servicios públicos, menos protestas, más remesas y los recursos de la renta gastados de forma clientelar son más rendidores. Un negocio redondo.
La izquierda crítica sigue siendo un convidado de piedra. Mientras, la izquierda «lumpenprogresista» sigue haciendo buen dinero y sacando jugosos réditos políticos de la solidaridad con Maduro. Atacan con toda justicia y razón las amenazas de invasión militar y las sanciones económicas, pero callan las causas reales de la feroz crisis económica en la que el gobierno y sus aliados de la burguesía importadora-bancaria son los exclusivos responsables. Minimizan el sufrimiento de millones y el estancamiento económico en aras de un abstracto antiimperialismo que hace la vista gorda ante las acciones de exacción y destrucción de recursos naturales que realizan las empresas multinacionales de los países aliados al régimen. El ecocidio que se realiza actualmente en el llamado Arco Minero del Orinoco es solo una de las muestras de esta situación.
Manuel Sutherland
Nueva Sociedad
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 282, Julio - Agosto 2019, ISSN: 0251-3552
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