domingo, diciembre 22, 2019

Jack London: «Viva la huelga general”



Notas sobre el primer socialismo militante norteamericano

Jack London escribió sobre la huelga general desde una opción sindicalista revolucionaria. No en vano fue, a pesar de sus contradicciones, socialista. Lo demuestra en “La huelga general”, un texto reeditado en varias recopilaciones. 1/
Desde muy joven fue un militante ardoroso, amén de un popular orador y miembro del entonces pujante Partido Obrero Socialista liderado por Eugene V. Debs. Tras leer a Marx, Jack había llegado a la conclusión de que los males que aquejaban a las clases trabajadoras debían y podían ser cambiados por la lucha social, por las huelgas y las barricadas (y así lo llevaron a cabo muchos trabajadores, con los “wobblies” del IWW, y la izquierda socialista militante al frente), actividades que tendrían que concluir en una revolución social que cambiara un orden social basada en el neodarwinismo y que convertía el llamado “sueño americano” en una pesadilla para la inmensa mayoría. Contra lo que se suele creer, el socialismo revolucionario tuvo una considerable potencia en los Estados Unidos, al menos hasta la II Guerra Mundial.
Luego, la socialdemocracia norteamericana entró en declive por una suma de factores harto complejos, pero primordialmente por la capacidad de las clases dominante de combinar integración (a través de una “aristocracia obrera” sindicada en la “American Federation Labour”), con la represión brutal, tanto más legitimada en cuanto se hizo en nombre de la democracia. No es por casualidad que las dos fechas más emblemáticas de la historia del movimiento, el 1 de Mayo y el 8 de marzo, se remitan a “gestas” represivas de las clases dominantes del país del dólar, “gestas” a las que habría que añadir como las que evocan los nombres de Saco y Vanzetti. Otra cuestión sería la propia fractura del movimiento obrero, así como su deriva socialdemócrata (que acabará empantanada en el partido Demócrata), y estalinista, la misma que contribuirá objetivamente a facilitar la famosa “caza de brujas” liderada por el siniestro Joe McCarthy y cuya consecuencia será reducir a la mínima expresión todo actividad social y política situada al margen del bipartidismo demócrata-republicano, una fórmula que pugna por imponerse en estos tiempos en Europa.
La toma de conciencia socialista, y su opción por convertirse en un escritor como los que tanto admiraba, fue para London una misma cosa. Aunque en principio no era un rebelde precoz; en realidad, a sus veinte años había vivido lo suficiente como para tener una experiencia (y una confianza en sí mismo) superior a la de alguien que le doblara la edad. Completamente convencido de que, a pesar de los pesares, se tenía que convertir en un escritor profesional como los que tanto admiraba, Jack escrutaba los relatos que le gustaban, y quitándole horas al sueño mientras desarrollaba faenas laborales especialmente duras, se dedicaba a copiarlos a mano para aprender cómo estaban estructurados, y luego, con estos ejemplos en mente, escribía sus propias narraciones a su manera; nadie le pudo acusar nunca de plagiar a sus maestros. Enviaba por correo tanto material a las revistas que tuvo que ordenar un sistema de control con tal de seguirles el rastro.
Cierto, las devoluciones eran continúas, pero al cabo de un año logró vender al “Atlantic Monbly” un cuento cuya acción transcurría en la región septentrional, y de esta manera comenzó su carrera. En 1890 publicó su primera antología de relatos cortos, The Son of the Wolf y, fiel a la rauda metamorfosis en la que la que estaba empeñado, al cabo de sólo cuatro años pasaba a ser el escritor más famoso del joven país. También pasó a ser el escritor mejor pagado, pero, para sorpresa de la gente instalada, nada de eso rebajó su ideario socialista.
Esta combinación sería la que permitió que allá donde otros se habrían sentido hijos de la fortuna y habrían tratado de olvidar su origen o su opción social (nuestra historia reciente ofrece innumerables ejemplos de esta reubicación), London persistió con su convencimiento, y también con sus contradicciones. En ningún momento demostró en su densa correspondencia la menor presunción por el vertiginoso crecimiento de su fama y de los beneficios de estas. Por el contrario, se sentía que era algo que le correspondía por su talento y esfuerzo. No le habían dado nada que no hubiese ganado con su propio esfuerzo. Así pues, se adaptó a la nueva situación con toda naturalidad. Algo tendría que ver aquí las lecturas de Nietzsche, y su convicción de que la voluntad era la mayor de las virtudes, la que hacía funcionar todas las otras. Estaba convencido de que su vida era como una prueba manifiesta de que era portador de una voluntad enorme, una voluntad a la que no era en absoluto ajena la indignación social y la utopía. No era otra cosa lo que siempre aconseja cuando con una paciencia –muy poco común-, recomendaba a todos los desconocidos que le pedían consejo lo mismo: trabajar, trabajar, trabajar…
Se encontraba en la cima cuando lo dejó todo para cruzar el Atlántico y desembarcar en Londres donde volvió a ponerse sus ropas y zapatos de vagabundos, y se internó en unos de los barrios más miserables de la ciudad del imperio más poderoso del mundo, todo para ofrecer su propia investigación sobre la miseria extrema de los últimos, y de ahí surgió una de sus obras más duras y representativas, “Gente del abismo” 2/, una obra que figura por derecho propio entre las clásicas de la literatura revolucionaria.
En sus constantes peroratas como agitador y propagan dista del socialismo, London fue consecuente con una idea que aprendió en el Manifiesto Comunista, y según la cual los socialistas deben de hablar sin ocultar sus objetivos y sus puntos de vistas. Llevó adelante esta premisa a las calles de las grandes urbes norteamericanas y a los salones donde los grandes burgueses le invitaron en honor a su prestigio como literato. Así, en 1905, y delante del «tout» San Francisco, London proclamó cosas como las siguientes: «¡Nada de una parte!. Necesitamos todo lo que poséis. No nos conformaremos con menos. Queremos llevar las riendas del poder y el destino de género humano. ¡Mirad nuestras manos!. Os quitaremos vuestro gobierno, vuestros palacios y toda vuestra dorada riqueza, y llegará el día en que tendréis que trabajar con vuestras propias manos para ganaros el pan como hace el campesino en; el campo o el botones consumido en vuestra metrópolis. Mirad nuestras manos, miradlas bien: ¡Son manos fuertes!».
Estas palabras tienen plena vigencia hoy en día, reflejan de alguna manera el sentimiento y el sueño de millones de seres por que desaparezca de una vez el sistema capitalista, basado desde su origen en la injusta explotación del trabajo humano, el ansia de lucro ilimitado y el expolio destructor de los bienes de la Tierra. Sí esto ha podido ser ocultado por ocultado en fases integradoras como la última –integración acentuada por la descomposición del sistema burocrático en el Este, y por la involución de las viejas izquierdas con las que London se mostrará despiadado en el talón de hierro-, ahora resulta patente el mal social y ecológico que ha causado. London representó con potencia una de las alternativas históricas que propugnaban la llamada a la “revolución social”, y que, después de toda clase de vicisitudes, acabaría formando parte de la misma enfermedad. Arruinada por el señuelo del consumismo –en realidad de las conquistas parciales del movimiento obrero y popular- tras siglos de miseria y, del sometimiento a los “principios” de la “libre empresa” y de una competitividad salvaje que con su egoísmo propietario ha llegado a asimilar a una izquierda integrada y más transformada que transformadora, con unos sindicaos en vías del suicidio…
Hay un London que habló de todo esto, un militante que sentía que la revolución «aquí y ahora» y que se despedía en sus cartas con las siguientes palabras: “Con Usted por la Revolución”. Se dice que London se contradijo desde el momento en que dejó de ser un paria, un vagabundo y un proletario, para ser un intelectual. No creo que se pueda llamar a eso deserción, aunque el mismo lo apunta en una de sus narraciones, concretamente en El renegado. El London escritor se forjó junto con el London proletario. Fue trabajando en condiciones de semiesclavitud como se forjó leyendo y reescribiendo la obra de los maestros, así lo cuenta en “Martin Eden”, cuyo nombre es paradigma del proletario que accede a las Letras, un lugar muy estrecho en el que caben muy pocos ejemplares: Máximo Gorki, Panait Istrati, o nuestro Miguel Hernández. Y no muchos más.
Como parte de esa militancia en la que persistió hasta las vísperas de su muerte, justo después de una renuncia en la que London a pesar de sus contradicciones, ajustó sus cuentas con una socialdemocracia que no lo estaba dejando de ser, se insertan obras como las ya mencionadas, como estos escritos que el lector tiene en sus manos, y también una auténtica pesadilla que tituló El talón de hierro, sobre la que hemos anexado unas consideraciones de Trotsky escritas décadas más tarde, y que revelan todo lo que London tuvo de visionario…
Su panfleto sobre la huelga está dedicado a Eugene Victor Debs (1855-1926), que fue, junto con Daniel de León, la figura más destacada del socialismo norteamericano, su mejor orador y su figura humana más notable. Los nombres de Eugene y Victor se lo pusieron sus padres en homenaje a Eugene Sue y Victor Hugo, unos padres que cuando se Debs se encontraba encarcelado durante la huelga Pullman, en 1893, le mandaron el siguiente telegrama: «Mantente en tus principios sin temor a las consecuencias». Organizador de la American Railway Unión, el primer sindicato industrial de los trabajadores ferroviarios en 1893 y al frente del cual protagonizó grandes luchas, empezó siendo militante demócrata de la Asamblea de Indiana, partidario del movimiento populista y más tarde del demócrata radical Willian Jennings Bryan.
Debs se convirtió en muy poco tiempo en el líder más popular del socialismo y se presentó a la Presidencia cinco veces consecutivas, y durante estas campañas recorrió el país en un tren llamado el Rojo Especial. Su nombre va asociado a una «época dorada» del socialismo norteamericano. En 1912, Debs consiguió el seis por ciento de los votos (897.011), y en 1921, estando preso en Atlanta, 919.799; después de él, ya nada fue igual. Perteneció siempre al ala izquierda del partido, era un convencido anticapitalista (el sistema capitalista, dijo, «es nocivo; por su propia naturaleza es fundamentalmente injusto, inhumano, sin futuro y, por eso, no puede durar), convencido de las virtudes del sindicalismo revolucionario (fue uno de los fundadores de las IWW y el único marxista, un marxismo sin profundización teórica, siempre respetado por los anarcosindicalistas), de la huelga general (sus ideas al respecto sirvió para una pequeña obra de Jack London, El sueño de Debs), y de la acción directa, incluso armada, cuando la brutalidad del sistema lo exigía.
Su prestigio fue enorme y los intentos de la derecha no lograron nunca desplazarlo de la cabeza del partido, encarnaba de una forma natural la unión de las fuerzas radicales de Norteamérica (populistas, socialistas utópicos, marxistas, cristianos de izquierdas, sindicalistas revolucionarios, etc.). Su humanidad era tal que al salir de la prisión –en donde estuvo continuamente hasta el final de su vida–, los presos le escribieron una carta en la que decían: Lamentamos egoístamente tu marcha al mundo exterior y a los escenarios del trabajo. Tu presencia aquí ha sido para nosotros como un oasis en un desierto es para el viajero cansado y hastiado, o como un rayo de sol que aparece entre las nubes…». Trotsky que lo conoció en 1917, vio en él la única excepción de un socialismo compuesto por «dentistas prósperos».
En Debs brillaba todavía la llama del viejo socialismo. Se mantuvo al margen de las luchas intestinas del partido, su prestigio le permitía prescindir del aparato y sus posiciones siempre se encontraban muy a la izquierda de éste. Como diputado son famosos sus discursos parlamentarios, fue quizás el único socialista que defendió la dictadura del proletariado en el Senado. Durante la Primera Guerra Mundial fue un internacionalista intransigente y vigoroso, y denunció los intereses bastardos que se escondían detrás de las grandes palabras. Simpatizó ardientemente con la revolución rusa, pero aunque apoyó las actividades de John Reed, no tomó partido por el comunismo. Era ya una figura decorativa en el partido y no se hizo a la idea de una división. Barrows Dunham lo califica como «el último hereje americano de los últimos cien años» (Héroes y herejes, T. II, p. 221, Seix Barral, BCN, 1969).

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Notas

1/ Esta obra de London se puede encontrar en la antología de sus Textos anticapitalistas editados con el título de Tiempos de ira (Los Libros de la Frontera, Barcelona, 2010)
2/ Editado en 2001 por El Viejo Topo en traducción de Alex Blasco con prólogo del autores de estas líneas.

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