domingo, diciembre 29, 2019

Julio Álvarez del Vayo en tres tiempos



Sobre las peripecias de Trotsky en España

Olvidado por el PSOE ligth, Álvarez del Vayo fue durante un destacado representante de la izquierda socialista para emerger como un proestalinista durante la guerra, y acabar sus días como la personalidad más notoria del exilio que apoyaba al FRAP. Representativo del primer tiempo fue su complicidad con el Octubre ruso y particularmente con Trotsky.
Obra menor el pasaje de León Trotsky por España, fue4 vertido en libro sobre todo gracias al empeño de su amigo y traductor Andreu Nin. Fue presentado como unas “peripecias” editadas con un apéndice de Julio Álvarez del Vayo y Olloqui (Villaviciosa de Odón, 9 de febrero de 1891 – Ginebra, 3 de mayo de 1975) fue un jurista, periodista, diplomático y político. Desde su toma de posición prosoviética durante la guerra de España, se convirtió en una de las figuras más controvertidas del PSOE en los años treinta, cuando su identificación con la política del PCE le llevó -como a otras figuras del PSOE, por ejemplo Margarita Nelken-, a “hacer la vista gorda” ante la campaña antipoumista, y a tapar el caso de José Robles. Hijo de un oficial, tuvo una educación europea, había destacado como periodista recorriendo los campos de batalla durante la I Guerra Mundial, y más tarde el escenario de la revolución alemana (donde conoció a Rosa Luxemburgo: «La conocí en un congreso (…) era muy bajita, y necesitaba un banquillo para subirse en él cuando tenía que hablar. Un día, sus adversarios políticos le escondieron el banquillo, y yo, muy caballeroso, se lo fui a buscar. Desde entonces nos hicimos muy amigos»), la revolución y la guerra civil rusa donde llega a conocer a Lenin y a Trotsky del que más tarde prologó la edición de Mis peripecias en España, una relación que con ocasión del proceso contra el POUM tuvo a bien evocar Louis Araquistáin.
Trabajó en La Nación, de Buenos Aires. En 1926 escribió, La nueva Rusia, libro en el que resume los viajes que efectuó a este país. Muy ligado a Largo Caballero, del Vayo gozó de una importante influencia sobre éste hasta el punto de que -se cuenta- por consejo suyo que Largo Caballero consintió la unificación entre las juventudes socialistas y comunistas que bajo el liderazgo de Santiago Carrillo serían fundamentales para el crecimiento del PCE. Fue uno de los principales animadores intelectuales de la izquierda caballerista. Había sido embajador español en México en 1931, y volvió, tal como se proponía, a ocupar un cargo oficial, el ministerio de Asuntos Exteriores cuando estalló la guerra. Al frente de este departamento fue atemperando sus posiciones más radicales, preocupado sobre por el acercamiento ruso-español.
Más tarde, como comisario general de la guerra, profundizó su influencia rusófila y estalinista, facilitando el avance de la hegemonía comunista en el ejército. Acusado de ser un instrumento comunista, perdió el poder con la caída de gobierno Caballero, para recuperarlo con Negrín, a la orden del cual Julio, intentó encontrar un mayor apoyo para la causa de la una República desrevolucionada. En este sentido, destacaron especialmente sus intervenciones para conseguir el apoyo de la Sociedad de Naciones. Cuando huía hacia Valencia desde Madrid con el gobierno, los anarquistas lo obligaron a volver a punta bayoneta al frente. Para éstos simbolizaba la política antirrevolucionaria dentro del bloque republicano.
Una vez en el exilio, Julio fue expulsado del PSOE «pero nunca –dirá- se consideró fuera de él»; años más tarde intento ser readmitido, pero Rodolfo Llopis le exigió el abandono de otras filiaciones, y del Vayo no aceptó. En 1964 los maoístas del PCE marxista-leninista lo convencieron para presidir el FRAP, cargo que mantuvo hasta su muerte. De manos de esta corriente política, del Vayo fue tratado como una «figura», y recibido con honores de jefe de Estado por los líderes comunistas oficiales chinos. Visitó China en cuatro ocasiones y fruto de estos viajes fueron dos libros promaoistas: China al alcance de todos, y China vencerá. Su legado político, con todas su contradicciones, lo plasmó en sus memorias, “Las batallas de la libertad” (1953), reeditado en francés por Masperó a finales de los años sesenta.

Notas para una semblanza de Trotski, para Mis peripecias en España, Editorial
España, Madrid 1929, páginas 211-224.

Aun arrancada a la polémica interna del comunismo ruso, y no obstante ser a través de ella, en algunos de sus momentos decisivos, cuando la personalidad de Trotski se nos revela más netamente, la figura del gran revolucionario tienta por todos los lados a un intento de semblanza. Seduce por su vitalidad extraordinaria. Por la complejidad de su espíritu, dentro del cual luchan el hombre histórico, entregado con ardor sin igual a la causa de la revolución, y el individuo fuerte que, al sentirse asistido de razón, lleva la lealtad a su pensamiento hasta el último extremo lógico. Sin que le detengan ni preocupaciones de orden personal ni los insistentes requerimientos a silenciar la crítica en interés de una unidad que, de poder sólo lograrse a costa de la verdad, a él le parece inadmisible y peligrosa. Por las sorpresas de que está llena su carrera –el literato sensible y refinado, convertido de pronto en el mejor ministro de la Guerra que Rusia ha tenido– el político realista que en la ocasión suprema sacrifica la realidad inmediata y se condena él mismo a un sacrificio generoso en aras de la trayectoria histórica; el organizador por excelencia de multitudes y ejércitos, que luego no consigue retener mucho tiempo en su derredor un núcleo compacto y articulado de partidarios.
Ya desde un punto de vista político, literario o simplemente humano, su silueta fascina lo mismo en la cumbre del poder que en el destierro. Tiene el atractivo singular que ofrece todo riesgo. Aquí el margen de error en la caracterización, el riesgo de equivocarse al tratar de definir a un hombre de su talla, aparece aumentado por las propias dificultades inherentes a cualquier apreciación rotunda del problema ruso. Consignar dichas dificultades ha venido a ser una fórmula obligada común a cuantos escriben sobre Rusia. Generalmente se comienza haciéndolas constar, para olvidarse de lo dicho tan pronto como el prurito vanidoso del comentarista mata en él el primer impulso honesto a reducir sus impresiones a sus justos límites. Sólo la persistencia en el estudio del fenómeno ruso es susceptible de imponer la norma deseable de seriedad. Ahora bien; cabe entretanto, en un momento dado, brindar al lector ávido de conocer cuanto se relaciona con el país de los Soviets los datos a mano con el máximum de claridad posible, enlazados y situados de tal forma en el desarrollo general del proceso, que le ayuden a librarse un poco de la sensación caótica en que, intencionada o inconscientemente, le han expuesto a hacer caer informaciones tendenciosas o banales. Estimo que en el caso de Trotski los antecedentes personales reseñados a continuación pueden servir a ese propósito.
Uno de sus primeros actos de rebeldía, en la escuela de Odesa. El conspirador genial de después se anuncia ya en términos inequívocos. Dirige la pequeña revuelta de estudiantes con destreza inverosímil para su edad. Puesto que hay que escribir una carta de protesta a las autoridades académicas superiores, conviene redactarla de modo que envuelva a todos los escolares en la culpa, medio seguro de rendirla inefectiva, ya que una expulsión en masa supondría la clausura del local y la ruina del negocio. Cada letra será trazada de mano distinta para desesperación y desconcierto de los profesores calígrafos. No obstante, si no la huella concreta, es fácil descubrir al espíritu rector. Únicamente a aquel chiquillo de ojos vivaces, orgullo y terror a la vez de sus maestros, puede ocurrírsele golpe semejante. Los demás le disculpan bajo el influjo de la gracia. Pero el profesor de Historia, acaso agudizado el instinto por las dotes naturales de previsión que lleva consigo la asignatura, no deja de observar, contrariado:
—Este demonio de muchacho dará que hacer algún día.
(También el padre de Kerenski, en cuya escuela estudió Lenin, se quedó un cuarto de hora bien claro mirando fijamente al que un día iba a desalojar del Poder a su hijo.)
A Trotski se le destinaba para ingeniero. Pero él era de los llamados a trazarse por sí mismo su destino. Entre las veleidades de su adolescencia, dos inquietudes le dominan: la preocupación literaria, que no ha de abandonarle nunca, y el sentimiento de solidaridad con los oprimidos por el régimen zarista.
No es el último un sentimiento desmayado, sino dinámico en grado sumo. Tradúcese en acción al contacto con el primer par de camaradas propicios. Al principio, simples reuniones de estudiantes; luego, cada vez más cerca ya del pueblo, hasta llegar muy rápidamente al terreno en el cual la organización revolucionaria exigía, bajo las circunstancias de la Rusia de entonces, excepcionales cualidades de líder.
Max Eastman nos le evoca –en su reciente interesante obra La juventud de Trotski– en un rincón del Café de Rusia, de Nicolaiev, rodeado de iniciados, obreros la mayoría de ellos de las fábricas de la ciudad, hombres ya maduros sobre los cuales aquel muchacho de diecisiete años influía con la autoridad de su decisión y su talento. En pocos meses la organización secreta de Nicolaiev contaba con más de doscientos afiliados.
La carrera de ingeniero ha pasado a ser un ensueño paterno. Trotski no vive ya más que para la revolución. De día, estrechando los nudos de la red de células ilegales. De noche, inclinado sobre las cuartillas hasta el amanecer, como director y casi redactor único del periódico de combate Nuestra Causa.
Tras dos años de febril actividad organizadora, una nueva pausa para el estudio: el período de su encarcelamiento en la prisión de Odesa. Como los libros de fondo y de historia política y social que a él le interesan escasean, dedica buena parte de su tiempo al aprendizaje de lenguas extranjeras.
“Tenía –cuenta él mismo– el Nuevo Testamento en cinco idiomas: en ruso, alemán, inglés, francés e italiano. De ese modo aprendí el italiano. Por lo que toca al Nuevo Testamento, llegué a conocerlo admirablemente y podía recitar de memoria capítulos enteros.”
El aislamiento relativo dentro de la cárcel de Odesa le sirve para revisar sus ideas sobre el marxismo. Temperamentalmente opuesto a aceptar un sistema que contrariaba su recia individualidad –estado de ánimo juvenil que en los últimos años le ha sido echado más de una vez en cara por sus adversarios como prueba de una supuesta inclinación al caudillaje–, apenas su sentido analítico le descubre la firmeza de la concepción marxista, se entrega a ella sin reservas.
“Es en la prisión de Odesa donde comienzo a pisar firme terreno científico. Los hechos comienzan a encadenarse en un sistema. La idea del determinismo y de la evolución condicionada por el carácter del mundo material se apoderan de mí completamente.”
De Odesa a Siberia. Son también las páginas de Max Eastman las que nos ayudan a imaginárnoslo camino del destierro, unido en matrimonio y en sentencia a Alejandra Lvona Skolovski –su primera mujer, con quien años más tarde disputa vehementemente sobre el marxismo–, a través de paisajes de verano, interrumpidos por sus reclusiones temporales en las cárceles de Irkoust y Alejandrovsk.
1902. Congreso de Londres. Trotski es, a pesar de su juventud, una de las figuras principales del Congreso. Rapidez extraordinaria de concepción, realzada por su talento polémico y sus condiciones oratorias. Palabra cortante, directa, llena de convicción y de fuego. Anticipación del tribuno que iba a enardecer más tarde, en jornadas inolvidables, a las masas triunfantes de la revolución de octubre.
Al producirse la escisión dentro del socialismo ruso, cuando Lenin exige del partido que acentúe su carácter de lucha, excluyendo de sus filas a los meros simpatizantes románticos, a los idealistas pasivos, y se quede sólo con los núcleos militantes de choque, Trotski trata primero de evitarla, aboga por la unidad y termina poniéndose del lado de quienes querían oponerse a la ruptura.
1905. Año decisivo. Paso violento de un vago liberalismo, que culmina en la campaña constitucionalista de los zemstvos, al primer levantamiento en masa del pueblo ruso. Año de huelgas políticas en que el proletariado se sabe colocar en primer plano y arrastra tras de sí a los sectores más clarividentes de la intelectualidad radical y a las juventudes universitarias. Generosidad en los fines, más allá de las simples reivindicaciones sindicales. Perspicacia en la dirección del movimiento. Y al frente de él el Soviet de diputados obreros de Petersburgo, dónde Trotski despliega toda su energía de organizador formidable.
La víspera misma del estallido registra un decaimiento general y un escepticismo sin límites. “Es inútil perderse en ilusiones. La verdad es que en Rusia no se ve todavía por ninguna parte el pueblo revolucionario” –escribía el autorizado sociólogo Peter Struve en su diario Emancipación (publicado en el extranjero), el 7 de enero, y apenas los ejemplares de dicho número recibían las etiquetas de direcciones clandestinas y alcanzaban el correo, tan segura diagnosis era desmentida en las calles de Petersburgo por los núcleos de obreros y estudiantes que hacían frente a los cosacos.
Al asesinato policíaco se responde con la huelga. Propágase ésta con celeridad increíble, entre el asombro de todos. No sólo Struve, la mayoría de los intelectuales liberales, se preguntan de dónde ha resurgido aquel pueblo a quien se daba definitivamente por entregado al zarismo y con el cual hacía ya tiempo que no se contaba. En pocos días la huelga abarca más de un centenar de poblaciones, varias minas del Donetz y diez Compañías de caminos de hierro. Sacude de su letargia a las masas proletarias. Las enseña a ir a la lucha por sí mismas, incluso allí donde la organización casi puede decirse que no existía. Prueba para siempre cómo en movimientos de esta índole el sentido revolucionario que quepa y se sepa infiltrar a las masas es lo que decide, y no las previsiones ordenancistas y burocráticas del Secretariado.
Para algunos, aun de los cercanos a la ideología obrera, la finalidad de aquel levantamiento popular, desarticulado en el fondo, sin directivas claras, en muchos sitios sin acertar siquiera a formular un programa mínimo de demandas, se les escapaba. El lenguaje de Trotski, en cambio, era seguro. Dos semanas de comenzada la huelga escribía:
“Después del 9 de enero, la revolución no conocerá ni alto ni descanso. Ha salido a la superficie, a la luz del día, y se apresta a hacer un franco llamamiento a sus compañías, a sus regimientos, a sus cuerpos de ejército, para que se coloquen en línea de batalla. La fuerza principal de esta tropa la constituye el proletariado. El es el que va a la vanguardia, y de ahí que haya roto ya las hostilidades con la huelga.
“Una tras otra, las fábricas, las profesiones, los oficios abandonarán el trabajo. Como iniciadores del movimiento, los ferroviarios; los caminos de hierro, cual ruta de esta epidemia. Se formulan demandas económicas, llamadas a ser satisfechas en todo o en parte. Pero ni el origen de la huelga ni su término está absolutamente relacionado con las reivindicaciones presentadas. La huelga no comienza porque la lucha económica determine la formulación de estas demandas, sino que se las ha escogido porque se tiene necesidad de la huelga, por sus probabilidades de decidir a más núcleos obreros a ir al paro. Lo que necesitamos es saber con qué fuerzas contamos para la revolución. Los huelguistas, y aquellos que con ellos simpatizan, y los que los temen, y los que los odian, todos comprenderán que la huelga no actúa por sí misma, en persecución de un par de mejoras determinadas, sino que expresa la voluntad de la revolución, que la ha elegido como arma.”
Fiel a esta manera de concebir la lucha, Trotski prosigue su propaganda en pro de la huelga política, que en octubre del mismo año adquiere, bajo la dirección del Soviet de Petersburgo, su máxima tensión revolucionaria.
Doce años después, la revolución de octubre de 1905 veía sus esfuerzos y sacrificios coronados por la victoria.
La participación de Trotski en la revolución de 1917, su obra magna como creador del ejército rojo, son hechos más conocidos y que pertenecen a la historia reciente.
A través de vicisitudes adversas –a raíz de la paz de Brest-Litovsk, contra la cual se había pronunciado Trotski; luego, en el verano de 1919, al amenazar la caballería de Mamontov a Moscou desde Oriel; más tarde, durante la guerra con Polonia, cuyos peligros de que se extendiera a destiempo, parece que fue Trotski el primero en percibir–, su fama de organizador, de trabajador incansable, que penetra, dominándolos, en los problemas más diversos de la política interior y exterior, sin tener que renunciar por ello a escribir sobre literatura, a sostener una polémica con Kautsky, a dictar por teléfono a su secretario en Moscou, desde su tienda de campaña, docenas de artículos y proclamas, aumenta de día en día, hasta que, después de la muerte de Lenin, surge violenta la polémica interna del partido.
En el destierro, durante el tiempo que estuvo confinado en Alma Ata, a cinco jornadas de caravana de la estación de ferrocarril más próxima, y ahora en Constantinopla, él continúa dando muestras de su energía indomable, puesta al servicio de la idea de la revolución permanente, y convencido de la imposibilidad de instaurar el socialismo en un solo país, sobre todo si, además, está económicamente retrasado: los dos conceptos fundamentales del «trotskismo».

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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