domingo, diciembre 29, 2019

Piratas insumisos con la bandera negra



La tradición del cine sobre las aventuras de la puratería (piratas, corsarios, bucaneros,…), asumió el planteamiento subversivo impuesto por lord byron con el El Corsario… El mismo que asumió nuestro Espronceda.
Ninguna película sobre la piratería ha alcanzado tanta popularidad como El capitán Blood, el más “libertario” de todos los piratas. Como podremos ver, en cada nueva tentativa de producir una película sobres piratas, se habla de ella. Son diversos los factores que contribuyen al mito. En primer lugar, se trata de una obra casi redonda, todo un modelo de melodrama aventurero. El principal mérito corresponde a Mihály Kertész, americanizado (aunque hablaba el inglés fatal, suya era la frase “Traigan los caballos vacíos” que dio el título a las memorias de David Niven) como Michael Curtiz, cuya ya larga trayectoria conocerá un nuevo comienzo en Hollywood, sobre todo a partir de esta película. Él fue el auténtico director de orquesta de un excepcional equipo. Curtiz, un cineasta “dotado de una alta creatividad visual y de gran sentido del ritmo, así como de un estilo tendente al expresionismo (que), se inserto en los cánones de la compañía” (Coma, 1994, 60), la Warner, la productora más reformista y popular de Hollywood.
Aunque el apartado de producción corresponde a Harry Joe Brown y a Gordon Hollingshead, el “alma mater” del proyecto fue el productor Hal B. Wallis, un verdadero coautor según los historiadores. Hal era un personaje inquieto, estaba muy preocupado por acercar las historias a los públicos más populares; así, por ejemplo, riñe con Curtiz por considerar que Flynn iba demasiado elegante para ser un pirata. Una muestra de esta inquietud la tenemos en el hecho de que estuvo detrás de la famosa serie de retratos filmados por William Dieterle, como La tragedia de Louis Pasteur, La vida de Emile Zola y Juárez, que señalan el cenit del radicalismo “liberal” y social del Hollywood clásico. Dieterle sería también el único cineasta que produjo una película abiertamente republicana durante la guerra civil española.
El talento del equipo se demuestra tanto por la calidad del producto como por el hecho de, tratándose de una producción mediana, conseguir que parezca una superproducción. En Captain Blood confluyen elementos tan diversos como la revelación de Errol Flynn, que había sustituido a Robert Donat al encontrarse éste enfermo, el primer papel de heroína para Olivia de Havilland y la consagración como secundario de primera de Basil Rathbone. Se crea una “marca” en la que se incluirá, entre otras, Robin de los Bosques (1938) y El halcón de los mares, amén de otras no menos vibrantes, como La carga de la brigada ligera (1936), pero mucho más reaccionarias. Se trata, pues, de un equipo que crea grandes productos con una línea de ambigüedad tal que permite lecturas diferente signos, tanto libertarias como otras más conservadoras. Desde luego, desde la platea fue rotundamente libertaria, como lo fueron los marineros que hacían de extras, que, para escándalo de Hal Wallis, levantaban los puños en las manifestaciones de júbilo de las victorias.
En esto tuvo mucho que ver el guionista Casey Robinson (King’s Row, Mientras Nueva York duerme...), que en unas declaraciones muy citadas afirmó que la cinta estaba “basada en un personaje histórico: el pirata Henry Morgan. Naturalmente, en aquellos tiempos la piratería era una actividad legal y patriótica que formaba parte de la guerra entre Inglaterra y España. Henry Morgan, que hizo toda clase de cosas —saqueó Maracaibo, se apoderó de Panamá- que no están en la película, fue nombrado gobernador de Jamaica como recompensa por su patriotismo. Esto es historia. Hasta dónde puedo saber, respetamos los datos históricos (…) Una de las cosas más importantes que hicimos en la versión protagonizada por Flynn fue dotar a la historia de una mayor dosis de humanidad. Adoptamos, no un enfoque más moderno, aunque en parte sea cierto, sino una táctica que consistió en profundizar en el personaje de un joven que trabajaba como médico en Inglaterra, que fue acusado injustamente de conspirar contra el trono, y que acabó siendo prácticamente un esclavo con plena conciencia de la injusticia que se le hacía. Esto nos lleva directamente al tema de la explotación del hombre por el hombre, ya que el protagonista no está solo, sino en compañía de muchos otros que también son transportados a las Indias… Este tema, ausente por completo de la novela de Sabatini, fue, en mi opinión, una contribución importante al éxito de la película. Humanizamos a todos los personajes. Sabatini describe a los personajes históricos de tal forma que, de haber sido trasladados fielmente a la pantalla, habrían parecido figuras de cartón piedra, títeres vestidos de época (…) También humanizamos a su padre y le hicimos bastante divertido (…) Recuerdo que incluí dos matasanos en la película, que, por supuesto, no estaban en la novela, y gracias a ellos conseguí escenas muy graciosas. En otras palabras, creamos entretenimiento (…) En conjunto fue una experiencia maravillosa porque, además de la frescura con que se abordaba el tema, estaba la frescura de la joven y hermosa pareja protagonista” (Latorre, 1995; 115-116).
Otras aportaciones de primera provinieron de otros exiliados europeos, como el músico Erich Wolfgang Korngold, que era un judío austrohúngaro que había llegado huyendo del fascismo a los Estados Unidos en 1934, que tuvo en esta película su primera acreditación, y que desarrolló “complejas y muy estructuradas partituras, a modo de sinfonías con profusión e interconexión de temas, para obras de aventuras” de la Warner (Coma, 1994, 113). También fue quizás el trabajo más reconocido del escenógrafo Anton Grot, nacido en Polonia y emigrado en 1884. Grot estudió escenografía y comenzó su dilatada carrera en el cine en la ignota Pirata Gold en 1920, trabajó para Douglas Fairbanks y ya se hizo notar en Robin de los Boques (1922). Contratado por la Warner, para la que hizo de entrada la célebre escenografía de Sueños de una noche de verano, la aportación más valorada de Grot fue la de Captain Blood, cuya “escenografía oscilaba entre abstracciones manifiestas y riquezas de pormenores, a la vez que recurría a elementos muy simples pero con elevado poder ambiental Su labor comportaba considerables economías y la necesidad de eventuales iluminaciones con gran rol de las sombras, por lo que surgió connaturalmente un tratamiento expresionista en buen número de secuencias” (Coma; 43).
La trama nos lleva directamente a la lucha contra la tiranía, una verdadera moda fílmica en los inquietos años treinta de Hollywood. Ésta obliga a Blood y sus amigos a rebelarse y dedicarse a lo único que les era posible: la piratería. Esto ocurre entre dos fechas históricas: 1865 y 1690. El mayor “villano” es un monarca que no aparece. Se trataba del Estuardo, Jacobo II (1653-1701), el último rey católico de Inglaterra, quien al parecer fue muy bien recibido en un principio (también lo fue Nerón). Su mayor gloria fue la conquista de Nueva Ámsterdam, cuyo nombre pasó a ser Nueva York en referencia al título de Duque de York que poseía. Sin embargo, una vez instalado en el trono, favoreció descaradamente a los católicos, y se mostró despiadado en la represión de la oposición; se negó además a convocar el Parlamento, de manera que acabó provocando en 1690 la segunda fase de la revolución inglesa, la llamada “La Gloriosa”. Ésta fue una singular revolución hasta cierto punto consensuada, que restablece la libertad religiosa y acaba con los privilegios de la Iglesia católica, y consagra los inicios de la monarquía parlamentaria con la Declaración de Derechos. La historia transcurre bajo la tiranía de Jacobo II y acaba con la segunda revolución inglesa, un final feliz que convertirá al pirata en gobernador. La revolución es dura y fuerte en sus comienzos, pero al final se queda a medio camino. No olvidemos que no es otra cosa lo que sucederá en Robin de los Bosques, ni tampoco que el mismo equipo se encontraría en Camino de Santa Fe (Santa Fe Trial, USA, 1941), un alegato sudista contra el “radicalismo” antiesclavista representado por John Brown (encarnado por un “villano” tan conocido como Raymond Massey), que –dice el personaje de Flynn- quiere por las malas lo que los del Sur quieren gradualmente, o sea, “a su manera”. Mala y de contenido esclavista “moderado”, y para colmo, sale Ronald Reagan.
Pero, al margen de tales o cuales matizaciones, Captain Blood (que se estrenó el día de Navidad de 1935) ofreció desde el primer día una lectura romántica (el barco pirata se llama “Arabella”, como la mujer que le compra un tanto por lastima y otro tanto porque comienza a enamorarse, y por la que llevará a cabo sus hazañas, la misma que será, finalmente, la culminación de sus logros). Pero el amor y la libertad son una misma cosa, y la libertad pasa por la lealtad a los derechos más humanos (a la exigencia elemental de atender a una persona herida), que es lo que convierte ipso facto a Peter Blood en un rebelde; lo contrario que sucede con los soldados que lo detienen y cuyo oficio es de orden natural inverso: tratan de hacer el mayor daño posible al “enemigo”, que deja de ser una persona. Los representantes de la corona inglesa en el film están enfermos, detalle que no puede ser más sustancioso: el juez que condena a Blood y al grupo de rebeldes padece una enfermedad pulmonar; el gobernador de Port Royal sufre de gota y tiene que caminar ayudándose de dos bastones. El doctor Blood se dedica a luchar contra un poder enfermo e injusto, al que desprecia públicamente en una frase memorable dedicada al hombre que le ha juzgado: “¿Cómo debe ser el que se sienta en el trono para permitir que un hombre como vos imparta justicia?”.
Al decir de Ramón Freixas y Joan Bassa, El capitan Blood fue una producción “para todos los públicos” cuyo contenido deja muy claro desde el principio quiénes son los buenos y quiénes los malos, unos abajo, otros arriba. Ni que decir tiene que conoció un enorme éxito en el pueblo antifascista español. Es su acción como médico (paradigma del bien social, está para curar a un herido sea quien sea) lo que le define frente a soldados que actúan arbitrariamente (el paradigma militar es inverso, se trata de hacer el mayor daño posible “al enemigo”), a la vez que rechaza una justicia enferma, y, por lo mismo, un reinado. Para ser libre, Blood tiene que rechazar el orden existente. La trama, pues, establece una intensa dialéctica entre libertad y rebeldía. Sobre ella se ha llegado a decir que ofrece “una firme requisitoria contra la injusticia y la barbarie, la explotación del hombre por el hombre, de un claro –también ingenuo- sustrato antitotalitario en clave populista, ajustado en la figura de Peter Blood, líder carismático, rebelde, que gobierna con consenso (más o menos) y acata acuerdos, que repudia la injusticia o la intolerancia e invoca la sublevación…” (2008; 70).
José Mª Latorre por su parte, abunda también en el mismo sentido: “El film está enteramente construido sobre el motivo argumental del repudio de la injusticia: la lucha contra la explotación del hombre, contra la degradante esclavitud. Si lo primero que aparece es la proclama instando a combatir al tirano Estuardo, lo que sigue es una continua invocación a la rebeldía: Blood se enfrenta verbalmente con el oficial que le arresta en el nombre de la corona y más tarde hace lo mismo con el juez que le condena; una vez llegado a Port Royal, Blood se rebela también contra el hecho de ser vendido como esclavo, burlándose del que pretende ser su comprador, el coronel Bishop (Lionel Atwill), pero se molesta y reacciona altivamente cuando Arabella, para ayudarle, lo compra antes de que sea comprado por el dueño de otra plantación con fama de cruel; así, del mismo modo, la reacción de Arabella…”(1995;116).
El film igualmente señala el apogeo de la versión romántica, byroniana y subversiva del pirata (imaginario, por supuesto). También se puede decir que resulta una cierta ilustración de una realidad democrática sobre la que Peter Linebaugh y Marcus Rediker han escrito: «El barco pirata de principios del siglo XVIII fue un ‘mundo vuelto del revés’, debido al convenio que establecía las normas y costumbres del orden social de los piratas: una hidrarquía desde abajo. Los piratas administraban justicia, elegían a sus oficiales, repartían el botín a partes iguales y establecieron una disciplina diferente. Limitaron la autoridad del capitán, se resistieron a aceptar muchas de las prácticas de la marina mercante capitalista y mantuvieron un orden social multicultural, multirracial y multinacional. Intentaban demostrar que los barcos no tenían que ser gobernados del modo brutal y opresivo que reinaba en los buques de la flota mercante y de la armada real (…) El barco pirata era democrático en una época no democrática. Los piratas reconocían a su capitán una autoridad incuestionable en la caza de navíos y en la batalla, pero en los demás casos insistían en que estuviera sometido al ‘gobierno de la mayoría’. Como señalaba un observador, ‘le permitían ser capitán a condición de que ellos pudieran ser capitanes por encima de él’. No le concedían la cantidad extra de comida, ni el rancho exclusivo, ni el alojamiento especial que reclamaban habitualmente los capitanes de la marina mercante o de la flota de guerra. Aún más, si la mayoría lo decidía, podía quitarle el puesto, y así se destituía a los capitanes por cobardía, por crueldad, por negarse ‘a capturar y saquear navíos ingleses’ o por ser ‘demasiado aristocráticos’”.
Otro buen ejemplo lo podemos encontrar en un documental del inquieto Michel Viotte titulado Los ángeles negros de la Utopía, que distingue en los “Hermanos de la Costa”, un sector de la piratería actitudes de “lobos solitarios, idealistas altivos”, a los que se les calificaba de “rebeldes contra la tiranía”, y “ángeles negros que soñaban con un mundo nuevo”, mito muy arraigado en el siglo XIX y sobre el que existen diversos estudios de especialistas como Christopher Hill que vinculan este fenómeno con el destino errante de los “niveladores” de la revolución inglesa, tan notablemente representados por Wistanley, considerado como un pionero del anarquismo, criterio que aparece subrayado en la magnífica película homónima…Se ha dicho muchas veces que algunos piratas fueron en no poca medida los anarquistas de los mares. No en vano hay una coincidencia en la bandera negra, la de la negación, expresión emblemática donde las haya del espíritu de revuelta. Hoy se sabe que su historia inicial existía un sustrato subversivo, posiblemente alimentado por levas de rebeldes y revolucionarios frustrados como lo fueron los que derrocaron a Carlos II e impusieron la República puritana de Oliver Cromwell…
Pero al margen de la verdad histórica, lo cierto es que, primero la literatura y luego el cine, le dieron un sentido romántico y liberador que quedaría expresado en no pocas películas, entre las que creo resulta sumamente representativa El temible burlón (The Crissom Pirate, USA, 1952), inicialmente escrita por el mismo guionista, el comunista Walt Salt, que empero fue eliminado de los títulos de crédito cuando fue denunciado por su antiguo camarada Budd Schulberg (guionista de La ley del silencio), y fue rescrita por el propio Burt Lancaster, ya convertido en una “estrella” intocable, y que volverá a trabajar con su compañero de circo Nick Cravat (mudo nuevamente por problemas de voz). Ahora la trama tiene como pivote el pirata Vallo (Lancaster), un sinvergüenza que en un principio solo busca el beneficio, pero que acaba liderando una revolución que derroca a los poderosos y corruptos. Nuevamente se trata de una revolución contada en un tono festivo y satírico y en la que tanto las clases dominantes como las normas sociales más tradicionales y sus representantes resulten ente vapuleados ante el regocijo de la platea.
Sería injusto no mencionar en estas notas una joya titulada Viento en las velas (A high wind in Jamaica, GB, 1965), la adaptación que el Alexandre Mackendrick realizó de la extraordinaria novela de Richard Hugues, un inquietante joya del cine “de aventuras” en la los piratas resultan ser unos pobres diablos al lado de los niños burgueses que habían raptado.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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