La huelga es otro de los hechos malditos del país burgués. La explotación capitalista, donde cada salario, cada pago, cada estipendio incluye la plus ganancia del empresario, exige que el ritual del trabajo se cumpla a rajatabla. Incluso, que ese trabajo tenga el halo de la dignidad. Si no es vergüenza ser pobre y es vergüenza ser ladrón como el gaucho Martín Fierro nos enseñara, admitamos que da un poco de vergüenza que haya una pobreza que no tenga vergüenza en dejar de serlo, aunque para eso tenga que ser ladrona.
La denominada inseguridad, que no es otra cosa que el robo sistemático con armas de destrucción precisa, es la resultante de la pedagogía de la corrupción, de la impunidad y del gatillo fácil. Nadie hace la plata trabajando, se sinceró el recontra alcahuete de Menen. Curiosamente, los ladrones dicen: ‘voy a trabajar’ cuando salen a robar. Los funcionarios dicen: estamos trabajando cuando apenas se reúnen para planificar exterminios limpios.
Todo el mundo está trabajando pero el poncho no aparece. El producto del trabajo, o sea el pequeño capital acumulado en décadas de esfuerzo, es expropiado por otros trabajadores que trabajan de robar el trabajo de los demás. Algunos llaman a esto “pobres contra pobres”. Se imaginan lo que es “ricos contra pobres”. Lamentablemente, por el momento no vemos “pobres contra ricos”, y cuando así fue, porque lo fue, sobrevinieron diferentes formas de exterminio. Algunos llaman a esto “guerra contra la subversión”. O sea: lo subversivo es que los pobres se alcen contra los ricos. Lo institucional es que los ricos aplasten a los pobres.
El protocolo anti disturbios, pro tránsito, pro libre circulación por la Panamericana, la epopeya de dejar un carril libre y la batalla del peaje, son las formas más precarias y patéticas de una democracia de las apariencias. Sin embargo, de la misma manera en que el funcionariato cree que trabaja, el ladrón cree que trabaja, los únicos que realmente trabajan son castigados con sueldos que ni siquiera permiten la reproducción de la vida. El salario no es mínimo, sino microscópico; no es vital sino letal; no es móvil sino que está momificado.
Con el mantra liberal de que “los bienes son escasos”, el ritornello de la metáfora de la manta corta y otras cabriolas teóricas, se justifica una diferencia abismal entre los ingresos del 10 % más rico contra el 90% más pobre. Sin embargo, estos males no son porque las cosas andan mal, sino justamente porque se cumplen las metas propuestas. En la revista “El rodaballo’’ leemos: Tres años después, en 1947, en cuanto las bases del Estado de bienestar en la Europa de posguerra efectivamente se constituían, no sólo en Inglaterra, sino también en otros países, Hayek convocó a quienes compartían su orientación ideológica a una reunión en la pequeña estación de Mont Pèlerin, en Suiza. Entre los célebres participantes estaban no solamente adversarios firmes del Estado de bienestar europeo, sino también enemigos férreos del New Deal norteamericano.
Entre la selecta asistencia se encontraban, entre otros, Milton Friedman, Karl Popper, Lionel Robbins, Ludwig Von Mises, Walter Eukpen, Walter Lippman, Michael Polanyi y Salvador de Madariaga. Allí se fundó la Sociedad de Mont Pèlerin, una suerte de masonería neoliberal, altamente dedicada y organizada, con reuniones internacionales cada dos años. Su propósito era combatir el keynesianismo y el solidarismo reinantes, y preparar las bases de otro tipo de capitalismo, duro y libre de reglas, para el futuro. Las condiciones para este trabajo no eran del todo favorables, una vez que el capitalismo avanzado estaba entrando en una larga fase de auge sin precedentes –su edad de oro–, presentando el crecimiento más rápido de su historia durante las décadas de los 50 y 60.
Por esta razón, no parecían muy verosímiles las advertencias neoliberales sobre los peligros que representaba cualquier regulación del mercado por parte del Estado. La polémica contra la regulación social, entre tanto, tuvo una repercusión mayor. Hayek y sus compañeros argumentaban que el nuevo igualitarismo (muy relativo, por supuesto) de este periodo, promovido por el Estado de bienestar, destruía la libertad de los ciudadanos y la vitalidad de la competencia, de la cual dependía la prosperidad de todos. Desafiando el consenso oficial de la época, ellos argumentaban que la desigualdad era un valor positivo –en realidad imprescindible en sí mismo–, de la que precisaban las sociedades occidentales. Este mensaje siguió siendo teórico por más o menos 20 años.”
Para que esto fuera posible, las dictaduras militares eran necesarias, pero tenían un techo: generaban resistencia popular, y las revoluciones se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo terminan (frase atribuida a Luis XVI). Por lo tanto la mejor forma de sostener la desigualdad positiva, era una formidable operación subjetiva que invirtiera la racionalidad.
La dictadura de la burguesía es la democracia, y la democracia de los trabajadores, es la dictadura del proletariado. Cuando la asociación ilícita de burgueses se organiza a escala planetaria, entonces la unidad de explotadores construye el alucinatorio social y político que algunos llaman Estado de Derecho. Los obreros se clonan en empresarios; los empresarios en capataces; la dignidad del trabajo artesanal, del oficio, manual, de capacitación y aprendizaje permanente, queda arrasado por la robótica. El llamado tiempo libre, el ocio creador profetizado por el Toffler de La Tercera Ola, apenas es el exterminio masivo de hambreados y emigrados.
El logro supremo es haber momificado que el voto secreto, universal y obligatorio es la patente de ciudadano. Cuando apenas es consumidor de mercancías electorales, y contribuyente vía impuestos al consumo, de los candidatos estrella, incluso de los que no va a votar. La caída del consumo no preocupa porque el pueblo no accede a bienes necesarios. Aterroriza porque cae el aporte de los tributos, impuestos, gabelas, al consumo. Consumir para contribuir con impuestos que financian nuestra destrucción. El crimen perfecto. Las víctimas financian a sus victimarios. Esta operación subjetiva y política denominada “democracia” (algunas vez propuse llamarla “demos gracias”) es lo mejor que podemos tener. Los cínicos que dicen que la democracia no es buena, pero es lo mejor que tenemos. Lo peor son las dictaduras fascistas. Entre morir en cuotas con el plan Suicida 12 o morir al contado, la preferencia siempre será estirar los plazos hasta que dios se lleve nuestra alma al último off shore, que algunos llaman paraíso, o el diablo se la lleve a la última villa de emergencia, que algunos llaman infierno.
Los cuerpos ratifican lo que la subjetividad propone. Cuando yo era más joven que ahora, la represión corporal de los varones era cortarles el pelo. Con la cero. Al rape. En los colegios, el pelo no podía tapar el cuello de la camisa. Y en el Servicio Militar Obligatorio, al ser incorporados como soldados y eliminados como ciudadanos, se les cortaba el pelo. Ahora los jóvenes y no tanto, se lo cortan solos. Incluso muchas mujeres se rapan, si no todo, parte de la cabellera. Otro triunfo de la ideología de la mortificación. Ahora el extraño del pelo largo es mucho más extraño, casi un loco. Con el cuerpo, con la mente, con los actos, estamos mucho más cerca de nuestros enemigos. Tan cerca que ya no podemos distinguirlos ni tenemos distancia suficiente para atacarlos.
Por eso no hay batalla cultural. Es una guerra con muchas batallas. De lo contrario, terminaremos aceptando lo que dijo el presidente: “En medio del paro, Macri destacó: "Qué bueno que hoy estamos trabajando"”
Por ahora estamos comprando y aprendiendo a usar las armas del enemigo. Todavía hay que entrenarse para usar las armas del pueblo.
Alfredo Grande
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