Cómo escapar de una guerra equivocada y no mirar atrás
Cuando en abril de 1975 terminó el conflicto al que los vietnamitas se refieren como la guerra de Estados Unidos, yo era un capitán del ejército estadounidense que asistía a un curso en Fort Knox, Kentucky. En aquellos días, el cuerpo estudiantil en cualquiera de las innumerables escuelas de nuestro Ejército incluía por lo general a oficiales del Ejército de la República de Vietnam (ARVN, por sus siglas en inglés).
Desde la fundación del ARVN dos décadas antes, Estados Unidos se había asignado la tarea de profesionalizar esa incipiente institución militar. A partir de la convicción de que los estándares, métodos y valores de nuestras fuerzas armadas eran universalmente aplicables y fácilmente exportables, se creía que la asistencia del personal del ARVN a esas escuelas del Ejército contribuía a la profesionalización del ejército de Vietnam del Sur.
La evidencia de que los propios estándares profesionales del Ejército de EE. UU. se habían visto recientemente afectados -los recuerdos de la masacre de My Lai aún estaban frescos- no suscitó duda alguna de nuestra parte. La asociación con oficiales estadounidenses como yo iba seguramente a contagiar a nuestros homólogos de Vietnam del Sur de forma que iba a hacerles mejores soldados. Así pues, pretendimos creerlo, incluso al someter esa afirmación a ningún escrutinio más que a la pregunta de por qué la mayoría de nosotros había pasado un año o más de nuestras vidas participando en una guerra obviamente descabellada y desacertada en Indochina.
Para los oficiales de servicio en ese momento, una pregunta en particular traspasaba los límites aceptables (aunque había sido planteada incesantemente durante años por los manifestantes antibelicistas en las calles de Estados Unidos): ¿Por qué Vietnam? La carrera militar, al premiar la sumisión como condición previa para la movilidad ascendente, rara vez fomenta el pensamiento crítico.
El día en que cayó Saigón, la capital de la República de Vietnam, y ese país dejó de existir, me acerqué a uno de mis compañeros de clase del ARVN, también capitán, queriendo al menos reconocer ante él la magnitud del desastre ocurrido. “Lamento lo que le ha pasado a tu país”, le dije.
No conocía bien a ese oficial y ya no recuerdo su nombre. Vamos a llamarlo capitán Nguyen. En mi tenue recuerdo, ni siquiera se molestó en responder. Simplemente me miró con una expresión angustiada y triste. Nuestro encuentro no duró más que unos pocos segundos. Luego seguí con mi vida y, presumiblemente, el capitán Nguyen siguió con la suya. Aunque no tengo ni idea de su destino, me gusta pensar que está ahora retirado en el sur de California tras una exitosa carrera en el sector inmobiliario. Pero ¿quién sabe?
Todo lo que sé es que hoy recuerdo nuestro intercambio con una profunda sensación de bochorno e incluso de vergüenza. Mi patético esfuerzo por consolar al capitán Nguyen había sido presuntuoso e inadecuado. Mucho peor fue mi fracaso -¿incapacidad? ¿rechazo?- a la hora de reconocer el contexto dentro del cual se estaba produciendo esa catástrofe: Estados Unidos y sus fuerzas armadas habían infligido, durante años, daños horrendos al pueblo de Vietnam del Sur.
En realidad, su derrota fue nuestra derrota. Sin embargo, aunque habíamos decidido que nosotros habíamos terminado de pagar, ellos iban a estar pagando durante mucho tiempo más.
En lugar de ofrecerle una fatua expresión de pesar por el colapso de su país, debería haber pedido disculpas por haber jugado incluso un papel minúsculo en lo que fue, en cualquier medida, una catástrofe de proporciones épicas. Es un milagro que el capitán Nguyen no me escupiera en un ojo.
Empatizaba realmente con el capitán Nguyen. Sin embargo, la verdad es que, junto con la mayoría de estadounidenses, soldados y civiles, estaba muy feliz de haber terminado con Vietnam del Sur y todos sus problemas. Desde la presidencia de Dwight D. Eisenhower, Estados Unidos y sus fuerzas armadas habían hecho un esfuerzo gigantesco para impartir legitimidad a la República de Vietnam y obligar a la República Democrática de Vietnam al Norte a renunciar a su determinación de ejercer la soberanía sobre la totalidad del país. En eso, habíamos fallado espectacularmente y a un coste sobrecogedor.
“Nuestra” guerra en Indochina, el conflicto que decidimos llamar la guerra de Vietnam, terminó oficialmente en enero de 1973 con la firma en París de un “Acuerdo para poner fin a la guerra y restaurar la paz en Vietnam”. Según los términos de ese pacto fraudulento, los prisioneros de guerra estadounidenses fueron liberados del cautiverio en Vietnam del Norte y las últimas tropas de combate estadounidenses en el sur se marcharon a casa, completando una retirada iniciada varios años antes. La responsabilidad principal de asegurar la República de Vietnam recayó en el ARVN, considerado por los comandantes estadounidenses como incapaz de cumplir esa misión.
Mientras tanto, a pesar del cese nominal de las hostilidades, aproximadamente 150.000 soldados del ejército regular norvietnamita ocupaban aún gran parte del territorio de Vietnam del Sur, más o menos el equivalente a cuando se aceptó el fin de la II Guerra Mundial cuando todavía había varias divisiones de tanques panzer alemanes al acecho en el bosque de las Ardenas de Bélgica. En efecto, nuestro mensaje a nuestro enemigo y a nuestro aliado fue este: Nos largamos de aquí; resuelvan Vds. esto. En poco más de dos años, ese proceso de solución extinguiría a la República de Vietnam.
Allí estuvimos y eso fue lo que hicimos
En el curso al que asistimos el capitán Nguyen y yo en la primavera de 1975 se prestó poca atención a las guerras como la que durante años había ocupado la atención de mi ejército y el suyo. De hecho, nuestro ejército se estaba ya marchando. Después de hartarse de las selvas de dosel arbóreo en Indochina, el cuerpo de oficiales de Estados Unidos se dedicaba a defender la cañada de Fulda, la región de Alemania occidental considerada más hospitalaria para una futura invasión soviética. Como si por decreto, prepararse para luchar contra esas fuerzas soviéticas y sus aliados del Pacto de Varsovia, en caso de que estos decidieran (aunque de forma improbable) enfrentarse a la OTAN y lanzarse hacia el Canal de la Mancha, apareciera de repente como la prioridad número uno. En Fort Knox y en todos los rangos del Ejército, nos centramos de repente en las “operaciones de armas combinadas de alta intensidad”, una repetición, en esencia, de los combates al estilo de la II Guerra Mundial con armamento más elegante. En resumen, las fuerzas armadas estadounidenses habían vuelto a ser “soldadesca real”.
Y así sucede de nuevo hoy. Al final del decimoséptimo año del conflicto que los estadounidenses denominan comúnmente la guerra de Afganistán -uno se pregunta qué nombre le darán los afganos-, las fuerzas militares de EE. UU. se están largando. Los planificadores del Pentágono están volviendo su atención a Rusia y China. Competición entre grandes potencias es como se llama ahora el juego. Sin embargo, si pudiéramos definir los propósitos evolutivos de Washington en su guerra de Afganistán –“construcción de la nación”, “democratización”, “pacificación”-, la probabilidad de cumplirlos ha sido nula. En 2019, al igual que a principios de la década de 1970, en lugar de admitir el fracaso, el Pentágono ha optado por cambiar de tema y una vez más está volviendo su atención hacia la “soldadesca real”.
¿Recuerdan la pasión por la contrainsurgencia (habitualmente conocida por su acrónimo COIN) que se apoderó del establishment de la seguridad nacional alrededor de 2007 cuando el “incremento” en Iraq supervisado por el general David Petraeus se posicionó, por breve tiempo, junto a Gettysburg como victoria histórica? Bien, estos días promover la COIN como la nueva forma de guerra estadounidense se ha convertido, por decirlo suavemente, en una venta difícil. Dado que muy pocos en Washington reconocerán abiertamente la magnitud del fracaso militar en Afganistán, el incentivo para identificar nuevos enemigos en entornos considerados más agradables se vuelve casi irresistible.
Solo se precisa una cosa para validar esta reorganización de las prioridades militares. Washington necesita crear la apariencia, como en 1973, de que está saliendo de Afganistán en sus propios términos. En resumen, lo que se necesita es un equivalente actualizado de aquel “Acuerdo para poner fin a la guerra y restaurar la paz en Vietnam”.
Hasta el fin de semana pasado, la firma de dicho acuerdo parecía inminente. Donald Trump y su enviado, el exembajador en Afganistán Zalmay Khalilzad, parecían dispuestos a repetir el truco que el presidente Richard Nixon y el asesor de seguridad nacional Henry Kissinger lograron en 1973 en París: pausar la guerra y llamarlo paz. Si la lucha se reanuda después de un “intervalo decente”, ya no sería el problema de Estados Unidos. Ahora, sin embargo, a juzgar por la cuenta de Twitter del presidente -actualmente el registro autorizado de la diplomacia estadounidense-, el acuerdo propuesto ha sido pospuesto, o tal vez archivado, o incluso abandonado por completo. Si el asesor de seguridad nacional John Bolton se sale con la suya , las fuerzas estadounidenses podrían retirarse en cualquier caso, sin que se firme ningún tipo de acuerdo.
Según lo que podemos deducir de los informes de prensa, los términos de ese posible acuerdo afgano reflejarían los del Acuerdo de París de 1973 en un aspecto importante. En efecto, serviría de billete de regreso a casa para las tropas de EE. UU. y la OTAN que todavía están en ese país (aunque por el momento solo los primeros 5.000 soldados partirían de inmediato). Más allá de eso, los talibanes prometieron no proporcionar refugio a grupos terroristas antiestadounidenses, a pesar de que la rama afgana del ISIS ya está firmemente alojada allí. Aun así, esta condición permitiría a la administración Trump afirmar que había evitado cualquier posible repetición de los ataques terroristas del 11 de septiembre que, por supuesto, fueron planificados por Osama bin Laden mientras residía en Afganistán en 2001 como huésped del gobierno controlado por los talibán. Por decirlo de algún modo: ¡ Misión cumplida !
En 1973, las fuerzas norvietnamitas que ocupaban zonas de Vietnam del Sur no se desarmaron ni se retiraron. En caso de que se logre este nuevo acuerdo, las fuerzas talibán que actualmente controlan o influyen en grandes extensiones de territorio afgano no se desarmarán ni se retirarán. De hecho, su intención declarada es continuar luchando.
En 1973, los responsables políticos en Washington contaban con el ARVN para detener a las fuerzas comunistas. En 2019, casi nadie espera que las fuerzas de seguridad afganas eviten una amenaza que abarca tanto a los talibán como al ISIS. Como insulto final, del mismo modo que el gobierno de Saigón fue excluido de las negociaciones de Estados Unidos con los norvietnamitas, también el gobierno instalado por Occidente en Kabul ha sido excluido de las negociaciones estadounidenses con su enemigo jurado, los talibán.
Sigue habiendo muchas incertidumbres. Al igual que con las ramas de olivo que el presidente Trump ha ofrecido ostentosamente a Rusia, China y Corea del Norte, esta iniciativa de paz en particular puede quedar en nada o, dependiendo del enfoque de las elecciones de 2020, puede decidir que Afganistán ofrece su última mejor esperanza para atribuirse al menos un éxito en política exterior. De una forma u otra, con toda probabilidad, se ha iniciado ya el velatorio del gobierno afgano respaldado por Estados Unidos. Solo hay una cosa segura. Después de hartarse de Afganistán, cuando los estadounidenses finalmente se vayan, no mirarán hacia atrás. En ese sentido, será de nuevo Vietnam.
La paz ¿a qué precio?
A pesar de todo el desagrado que siento por el presidente Trump, apoyo los esfuerzos de su administración para sacar a Estados Unidos de Afganistán. Lo hago por la misma razón por la que apoyé los Acuerdos de Paz de París de 1973. Prolongar esta locura por más tiempo no sirve a los intereses estadounidenses. La regla número uno de un estadista debería ser: cuando estés haciendo algo realmente estúpido, detente. En mi opinión, esta regla parece especialmente aplicable cuando las vidas de los soldados estadounidenses están en juego.
En Vietnam, Washington desperdició 58.000 de esas vidas por nada. En Afganistán, hemos perdido más de 2.300 soldados, con otros 20.000 heridos, nuevamente por casi nada. El mes pasado, dos soldados de las Fuerzas Especiales estadounidenses murieron en un tiroteo en la provincia de Faryab. ¿Para qué?
Dicho esto, soy dolorosamente consciente del hecho de que, hace mucho tiempo, cuando le ofrecí al capitán Nguyen mis débiles condolencias, me faltaba imaginación para concebir los problemas que iban a caer sobre sus compatriotas. A raíz de la guerra de Estados Unidos, alrededor de 800.000 vietnamitas se metieron en botes que no eran aptos para navegar y escapar de su país. Según las estimaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, entre 200.000 y 400.000 personas de esos botes murieron en el mar. La mayoría de los que sobrevivieron estaban destinados a pasar años en miserables campos de refugiados dispersos por todo el sudeste asiático. De vuelta en Vietnam, unos 300.000 exoficiales del ARVN y funcionarios de Vietnam del Sur fueron encarcelados en los llamados campos de reeducación hasta 18 años. La reconciliación no ocupaba un lugar destacado en la agenda de posguerra de los nuevos líderes del país unificado.
Mientras tanto, para los vietnamitas, del norte y del sur, la guerra de Estados Unidos ha continuado de determinadas formas. Las minas y municiones sin detonar que quedaron de esa guerra han causado más de 100.000 bajas desde que las últimas tropas estadounidenses partieron. Incluso hoy, el número de víctimas causadas por el Agente Naranja y otros herbicidas que la Fuerza Aérea de los Estados Unidos roció desenfrenadamente sobre vastas franjas de territorio continúa aumentando. La Cruz Roja calcula que más de un millón de vietnamitas han sufrido problemas de salud, incluidos defectos congénitos y cánceres graves, como consecuencia directa del uso indiscriminado de esos venenos como armas de guerra.
Para cualquiera que esté interesado en calcular la responsabilidad moral de Estados Unidos por sus acciones en Vietnam, todas las víctimas tendrían que encontrar un lugar en el balance final. No se puede decir que los 1,3 millones de vietnamitas admitidos en los Estados Unidos como inmigrantes desde que concluyó formalmente la guerra estadounidense compensen el inmenso daño sufrido por el pueblo de Vietnam como resultado directo o indirecto de la política estadounidense.
En cuanto a lo que sucederá si Washington logra llegar a un acuerdo con los talibán, bueno, no cuenten con que el presidente Trump (o su sucesor) dé la bienvenida a Estados Unidos, a 1,3 millones de refugiados afganos, una vez que haya transcurrido un “intervalo decente”. Una vez más, nuestra posición será: nos largamos de aquí; resuelvan Vds. esto.
Cerca del final de su famosa novela, El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald describió a dos de sus personajes privilegiados, Tom y Daisy, como “personas descuidadas” que “destrozaban cosas y criaturas” y después “volvían a su dinero o su inmensa negligencia” para “dejar que otros limpiaran el desastre que habían causado”. Esa descripción se aplica a los Estados Unidos en su conjunto, especialmente cuando los estadounidenses se cansan de una guerra equivocada. Somos un pueblo descuidado. En Vietnam, destrozamos cosas y seres humanos con frenesí, solo para retirarnos a nuestro dinero, dejando que otros limpiaran el desorden de una manera claramente sangrienta.
Cuenten con nosotros, probablemente más pronto que tarde, estaremos haciendo precisamente lo mismo en Afganistán.
Andrew J. Bacevich
TomDispatch.com
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Andrew Bacevich es un colaborador habitual de TomDispatch que trabaja ahora como presidente del Quincy Institute for Responsible Statecraft. Su nuevo libro The Age of Illusions: How America Squandered Its Cold War Victory, saldrá publicado en enero.
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