viernes, junio 18, 2021

¿Por qué el gobierno no puede domar la inflación?


En una reunión con los popes de la clase capitalista, en la que estuvieron presentes los titulares de todas las principales cámaras patronales del país, Martín Guzmán celebró como un triunfo que el dato del Indec acerca del IPC de mayo marcara una importante desaceleración. Pero el festejado 3,3% mensual significa una tendencia anualizada del 47,6%, ¿no es la confesión de un fracaso rotundo? 
 La afirmación del ministro de Economía acerca de que «atacar la inflación solo con política monetaria no conduce a ningún lado» y el llamado a la «cooperación» fueron interpretados por los medios como una crítica sutil a los empresarios por las remarcaciones de precios. Más bien podría traducirse de la siguiente manera: «se colaboró para poner un techo a las paritarias, el déficit fiscal es menor que en los años del macrismo y se financia con una deuda creciente a tasas usurarias, mientras sigue absorbiendo pesos con Leliq que se convirtieron en una bomba de tiempo. Es toda la receta que exige la clase capitalista, ¿que más quieren que haga?»
 También fracasaron todos los intentos del gobierno por mostrarse interviniendo para cuidar la «mesa de los argentinos», en palabras de Alberto Fernández. El caso más reciente es el de la carne, que tras el cierre de las exportaciones mantuvo subas de hasta el 8% mensual en cortes de consumo popular o del 9% en carne picada, y el asado sale hoy casi el doble que un año atrás (92,6%) según el monitoreo de Cepa. Pero la frustración de las medidas oficiales es la regla: a principios de año el presidente presentaba como un modelo el acuerdo alcanzado con las cámaras aceiteras, que supuestamente iba a evitar el traslado del boom de la cotización de las commodities a los precios internos, pero en mayo los aceites saltaron un 5,6%, para acumular una diferencia interanual del 74%. 
 Algo similar puede decirse de los controles de precios de la Secretaría de Comercio. Un relevamiento de la consultora MacroView a base de datos del Indec identificó que en los productos regulados, en los que los aumentos autorizados desde marzo de 2020 -al comienzo de la pandemia- fueron del 11%, las remarcaciones de precios promediaron en trece meses (hasta abril 2021) un 39,5%. Como fuera, el fin de Precios Máximos augura fuertes sacudones, como los comunicados por Unilever con subas de hasta un 13% en productos alimenticios. La consultora LCG identificó el rubro sufrió subas del 2,2% en la primera quincena de junio, lo cual refuta la aseveración de Guzmán de que el IPC de mayor inaugure una tendencia decreciente.
 La inflación en los alimentos es un factor de preocupación por cuestiones muy evidentes. Se sufre especialmente en artículos de consumo básico, y con fuerte incidencia en toda la cadena productiva, como sucede con la harina que en mayo registró un aumento del 6,7%. Incluso aquellos a quienes no les importe el hambre que esto trae aparejado, es indudable que la espiral inflacionaria al desvalorizar los ingresos de la población deprime el consumo, el cual está en picada aún en rubros considerados de demanda inelástica (porque la gente los necesita para vivir). Según la consultora Scentia, en los primeros cinco meses de 2021 las ventas de un listado de 200 productos de consumo masivo acumulan derrumbe del 8,4%. La Came advierte que en todos los sectores las ventas minoristas están por debajo de dos años atrás. Esto contrarresta cualquier expectativa de reactivación económica y productiva.
 Ciertamente, lo que el gobierno observa sin poder resolver es en buena medida un problema intrínseco del capitalismo. En un régimen en que la producción social se mueve por la búsqueda de ganancia, la cual depende de la explotación de los trabajadores, es fácil comprender por qué los empresarios buscarán por todos los medios posibles reducir el «costo laboral»; pero, contradictoriamente, con ello minan el poder adquisitivo de los consumidores y terminan contrayendo el mercado, que es donde deben realizar la ganancia mediante la venta de sus mercancías. 
 Por supuesto que los capitalistas de una nación como Argentina pueden hacer grandes negocios aún mientras la economía nacional declina. Es conocida la paradoja de que vivimos en un país que produce alimentos para cubrir las necesidades nutricionales de más de 400 millones de personas (ocho veces la población local) pero hay millones de habitantes que no alcanzan a solventar una canasta alimentaria. Y el cuadro se agrava en medio de un boom exportador de materias primas. Lo que vemos ahora con Aberto Fernández también sucedió con el macrismo, en el cual el hambre creció paralela al incremento de las ventas agropecuarias en cantidades récord. 
 Es la demostración de que impera un régimen de saqueo, que se perpetúa desde hace décadas, por el cual las riquezas del país se fugan al exterior horadando al mismo tiempo la inversión productiva y el nivel de vida de las familias trabajadoras. La sangría propia de la fuga de capitales y el pago de la deuda externa también está en la raíz de las sucesivas devaluaciones de la moneda nacional, echando más combustible al combo inflacionario.
 Nada de esto se revirtió un ápice a pesar de la insistencia presidencial en que no debe trasladarse la suba de los precios internacionales de las materias primas a lo que pagan los consumidores en el mercado interno. Es una demagogia de patas cortas, porque la política económica tiende a reforzar la dolarización de la producción agropecuaria, al plantear incentivos a la utilización de semillas fiscalizadas que acarrean paquetes tecnológicos (fertilizantes, agrotóxicos, etc.) monopolizados por un puñado de pulpos extranjeros como Bayer-Monsanto o Syngenta, tal cual sucede con la prometida ley de estímulos a la agroindustria o la habilitación del trigo transgénico HB4. 
 También es notorio que todos los sectores capitalistas aprovechan la ocasión para llevar sus reclamos al gobierno; los productores afirman que los precios que paga el consumidor en góndola quintuplican lo que recibe este primer eslabón de la cadena, los fabricantes alegan que los presiona la suba de las materias primas, los supermercadistas cuestionan los costos logísticos que deben afrontar. ¿Debemos creer entonces que aumentan los precios porque tienen sus cuentas en rojo? Un vistazo a los balances contables públicos de grandes alimenticias refleja que en el primer trimestre de este año Arcor registró utilidades por 3.857 millones de pesos, Molinos Río de la Plata -de Pérez Companc- ganó 1.180 millones, y Ledesma 1.239 millones (El Destape, 17/6). 
 Esto no quiere decir que no exista una crisis capitalista. Más bien es la expresión de cómo pasan la factura de la crisis a los trabajadores, a través de los precios, pero también de la presión por flexibilizar todo lo posible los derechos laborales, algo enaltecido a primer objetivo de la flamante conducción de la UIA. Tampoco niega que efectivamente hay grandes empresas que operan como formadores de precios, gracias a su peso preponderante en sectores de la cadena de valor, como sucede con hipermercados, galpones de empaque y cámaras de frío. Pero todo lo dicho evidencia que solamente puede existir un control real de costos de producción y comercialización mediante la apertura de los libros al control obrero y el fin del secreto comercial; esta medida elemental podría establecer los precios en función de lo que cuestan realmente los productos. Desde ya, implicaría violentar leyes fundamentales del mercado capitalista. 
 Es cierto además que la inflación fuera de control es un factor que reincide en la desorganización económica. Se evidencia -por fuera de la referida especulación- en el retraso en los pagos de servicios y a proveedores de las empresas, los altos índices de endeudamiento corporativo, el incumplimiento impositivo y hasta las demandas judiciales para los servicios regulados como ocurre con las prepagas de la salud o las telecomunicaciones. Pero, de nuevo, los platos rotos los pagan los trabajadores con despidos y suspensiones, retroalimentando así la caída de la actividad. 
 Gran parte de lo que planteamos se aplica también para el propio Estado. Guzmán exhibe orgulloso las cuentas fiscales del primer cuatrimestre del año, las cuales constatan que el déficit primario (es decir sin contar el pago de deuda) fue la cuarta parte del registrado en el mismo período del último año de Macri. Sería una demostración de los esfuerzos para evitar la emisión de pesos que recalentaría la inflación. Pero como ello se logró a fuerza de una depreciación de las jubilaciones y los salarios públicos, el ajuste deriva en un agravamiento de las tendencias recesivas porque contrae el consumo. Esto redunda en una caída de la inversión, y eso lleva a una menor demanda de dinero, que es el motivo por el cual toda inyección de pesos genera mayor presión sobre los precios y el dólar. 
 Podemos agregar a su vez que poco favor se hace a la contención de la inflación con impuestazos como el que acaban de pactar oficialistas y opositores en el Congreso con la habilitación de subas en los Ingresos Brutos que recaudan las provincias, las que serán trasladadas a los precios finales. El gobierno nacional, por lo demás, nunca consideró atacar la carestía mediante la eliminación del IVA en los artículos de primera necesidad, manteniendo los regresivos gravámenes al consumo. Estos hechos permiten establecer una conexión directa entre la política de rescate de la deuda externa y el crecimiento del hambre. Apuntemos una contradicción más: la «ortodoxia» monetaria de financiarse con endeudamiento en pesos (para no emitir) llevó al gobierno a indexar los bonos a la inflación (para tentar inversores), de manera que si se sostiene el ritmo actual vamos derecho a una crisis de pago de la deuda en pesos. 
 No solo para paliar el hambre, sino a su vez para revertir la espiral inflacionaria y recesiva en que estamos sumergidos, el punto de partida debe ser una suba general de salarios y jubilaciones y su indexación automática a las variaciones de la canasta básica total. Ello, de la mano del reparto de las horas de trabajo sin afectar el salario en oposición a los despidos y suspensiones, y de un seguro al desempleo de 40.000 pesos mensuales. Como dijimos, la apertura de los libros al control obrero asociaría los precios a los costos reales de producción. 
 Además de atacar la caída del consumo, estas medidas en el marco de un plan integral dirigido por los trabajadores, que incluya la nacionalización del comercio exterior para romper la incidencia de los precios internacionales sobre el mercado interno, brindaría la posibilidad de reinvertir las riquezas en el país y terminar con la destrucción de fuerzas productivas (trabajadores desocupados, capacidad ociosa de la industria). Es una orientación contrapuesta al saqueo del país, cuya columna vertebral es el pago de la deuda y la subordinación a los dictados del FMI. Este programa requiere de una alternativa política propia de la clase obrera contra las fuerzas políticas que se vienen alternando en el gobierno desde hace décadas; es la perspectiva que encarna el Frente de Izquierda Unidad.

Iván Hirsch  

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