Ponencia presentada en el Coloquio a propósito de los cincuenta años de la revista Pensamiento Crítico
Todo espectador es un cobarde o un traidor
Franz Fanon
Como muchos de los que nacimos o comenzamos a ir a la escuela en los años 60, he buscado con arqueológica pasión cuanto testimonio o reflexión se ha publicado en Cuba sobre los conflictos y debates de nuestra segunda Década Crítica, que lo fue también para buena parte del mundo. Encuentro siempre inspiración en las polémicas que sustentaron las ofensivas y repliegues de esa década, cuyo límite histórico muchos fijan en 1968 y otros, desde Cuba, identificamos más con el mítico fervor de 1970 y sus imposibles diez millones. Fueron años de ascenso revolucionario, en que la acción política de los pueblos –representados en sus obreros, estudiantes, mujeres, jóvenes y grupos sociales marginados– muchas veces rebasó las posibilidades de la izquierda organizada para encabezar y radicalizar esos procesos.
Había una crisis de liderazgo y hasta cierto punto de credibilidad de los partidos de la izquierda tradicional, incluidas las formaciones comunistas de Europa del Este; crisis que “el socialismo real” evidenciaba en la creciente burocratización del trabajo político y el progresivo aburguesamiento mental de sus clases industriosas que tanto preocuparon al Che. Se pagó un alto precio por un ejercicio de convivencia política y coexistencia pacífica, que
[…] de tanto respetar las estructuras del sistema –económicas, sociales, culturales y políticas– se había convertido en un mecanismo más de éste, e incluso, en medida nada despreciable, en una de sus más importantes válvulas de seguridad.[1]
La sincronía de las transformaciones radicales desatadas por la Revolución Cubana; el proceso de descolonización de África; las primeras denuncias sobre la subversión cultural llevada a cabo por las elites de poder en EE.UU. y otras potencias neocoloniales, a través de fundaciones, publicaciones periódicas, instituciones culturales y académicas; la escalada imperialista contra el pueblo vietnamita; y la creciente visibilidad de nuevas propuestas teóricas anti capitalistas –ya fuese el marxismo europeo occidental o la trasatlántica cooperación intelectual del panafricanismo–, dotó de inéditas dimensiones y texturas al debate que tenía lugar en el seno de las fuerzas revolucionarias.
Como ha significado Graziella Pogolotti, “Cuba se convirtió en espacio propicio para todas las controversias que movilizaban a los partidos comunistas y los dirigentes de los movimientos de liberación nacional” [2]. Porque en ella la realidad social continuaba forzando los diques de las ciencias parceladas y las lecturas encartonadas del marxismo. La Filosofía, la Historia, la Economía, la Sociología y la Ciencia Política tuvieron que ampliar sus cauces y desembocar en una amplia gama de saberes, que eran patrimonio cultural del campesino, ahora dueño de la tierra; de las mujeres, amnistiadas tras una milenaria condena patriarcal; de los estudiantes insurrectos contra el autoritarismo y de los obreros que se comportaban como dueños. Coincido con Fernando Martínez Heredia en que la marcha unida del espíritu libertario y el poder revolucionario durante poco más de una década, produjo efectos muy significativos en la cultura política de dos generaciones de cubanos [3].
Decenas de miles de brigadistas Conrado Benítez desfilaron por la antigua Plaza Cívica, en representación de 300 mil alfabetizadores y activistas, para informar a Fidel el cumplimiento de la tarea asignada. La derrota de los mercenarios en Girón amplió la grieta de la hegemonía imperial en América Latina. Las tres maratónicas sesiones de la Biblioteca Nacional construyeron, sobre los sueños y las angustias de una época, el consenso necesario para que la Revolución lo trascendiera todo. El Che alentaba las búsquedas de un modelo de gestión empresarial libre de trampas capitalistas. Y el otro Guevara, desde el ICAIC, develaba las múltiples capas que puede tener la ideología. El ejercicio de la política se expandió en cuanto espacio social podía albergar una asamblea; la gente se reunía sin otro propósito que leer, comentar o discutir; fundaba revistas y suplementos culturales; demandaba libros; sintonizaba la radio y, los que podían, la televisión para recibir las orientaciones de Fidel en vivo y en directo.
La revolución es una práctica política trascendente de la teoría que la precede y está obligada –para ejercer la hegemonía en el campo de las ideas y no solo de la acción política– a construir su propia teoría. El nacimiento de Pensamiento Crítico debía contribuir a la satisfacción de esa necesidad. Una exigencia cuyas insólitas dimensiones fueron esbozadas, en lenguaje poético, por un combatiente revolucionario que ejercía con singular modestia la presidencia de la República. Según Osvaldo Dorticós, aquellos jóvenes debían “incendiar el océano” [4], aunque no supieran todavía cómo ni con qué.
En febrero de 1967, cuando sale a la calle el primer número, el promedio de edad del equipo fundador de Pensamiento Crítico era de 26 años y medio. La joven Thalía, con 32 años, era la más veterana y los 19 de Rostgaard le convertían en el más bisoño del grupo. Pero no podía decirse que fueran “primerizos” pues los currículos de la mayoría exhibían ya honrosos galardones: alfabetizadores, milicianos, macheteros, y graduados del curso emergente de profesores de Filosofía. Pero pertenecían, en primer lugar y sobre todas las cosas, a esa casta de trabajadores políticos que denominamos ideólogos.
Ninguno de ellos tenía algo que perder ni lamentaba demasiado haber carecido de edad u oportunidad para escalar la Sierra. Estaban persuadidos –Fidel los convenció– de que aquella era su trinchera desde que junto a él fundaran Ediciones Revolucionarias, la noche del 7 de diciembre de 1965. No habían olvidado que “[…] la revolución puede hacerse si se interpreta correctamente la realidad histórica y se utilizan correctamente las fuerzas que intervienen en ella […]”,[5] por lo que estaban dispuestos, como propuso el Che, a construir una teoría revolucionaria “sobre la base de algunos conocimientos teóricos y el conocimiento de la realidad” [6].
Siendo tan jóvenes, ya habían tenido algunos “problemas ideológicos”, según el inflexible parecer de compañeros responsables pero poco dialécticos. En enero de 1964 renunciaron a enseñar con HISMAT y DIAMAT, los manuales cuya codificación hoy nos recuerda ciertos jarabes difíciles de tragar. En el periodo lectivo 1964–1965 ensayaron un curso experimental con textos de Marx, Engels, Fidel, el Che, Ho Chi Min, Gramsci y José Carlos Mariátegui, el mismo a quien la Internacional Comunista había tildado de revisionista en 1934. Entre marzo y abril de 1965, reprodujeron con un mimeógrafo el discurso del Che en el Seminario Económico de Solidaridad Afroasiática, celebrado en Argel y lo distribuyeron en la universidad, acción que les hizo merecer el calificativo de “revisionistas de izquierda” [7]. Para colmo, en 1966 uno de ellos participó en la fundación de El Caimán Barbudo y otro se enzarzó en una polémica con Lionel Soto, Félix de la Uz y Humberto Pérez sobre la utilidad de emplear o no manuales en la enseñanza del marxismo. Con tales antecedentes, resulta lógico que el artículo “El ejercicio de pensar”, escrito por Fernando Martínez Heredia en diciembre de 1966 y publicado en febrero del año siguiente, en el número 11 de El Caimán Barbudo, fuera traducido por los soviéticos para uso de sus altos funcionarios [9].
Desde la trinchera de la revista, se acrecentaron las posibilidades de cumplir el encargo de Fidel, quien los alienta con su presencia, su juicio crítico e implicación personal en los proyectos más importantes. Genera mucho compromiso el empleo que Fidel hace del Departamento de Filosofía, Ediciones Revolucionarias y Pensamiento Crítico como engranajes de una misma maquinaria que ha de aportar lo suyo a la construcción y difusión de la Ideología de la Revolución Cubana que el Che reclamara en 1960.
La sustitución del curso de Filosofía Marxista por el de Historia del Pensamiento Marxista, no fue un pedante ajuste semántico, sino muestra de la voluntad de los miembros del Departamento de repensar y difundir una ciencia social que, partiendo de la Historia, empleara como brújula la práctica revolucionaria. La decisión estaba en sintonía con la revista, en la cual Fidel y el Che fueron los autores más publicados, mientras Carlos Fonseca Amador y Roque Dalton eran, además de asiduos lectores, entusiastas colaboradores.
Estudios específicos merecen las sinergias e interinfluencias que establecieron la labor profesoral en el Departamento de Filosofía, la gestión editorial emprendida desde Ediciones R y el trabajo ideológico a gran escala, empleando como instrumento una publicación mensual que tuvo como promedio 218 páginas y, tras comenzar con una tirada de 4000 ejemplares, alcanzó en pocos meses la cifra de 15 000. Hoy, en que los hábitos lectores de la población cubana aconsejan tiradas mucho más modestas, es más fácil aquilatar el potencial subversivo de 15 000 ejemplares de radicales y heterodoxas ideas circulando entre la gente durante casi cinco años.
Conviene no olvidar que el marxismo de manual se planteaba la lucha ideológica solo como enfrentamiento inevitable y decisivo al sistema capitalista y sus formas materiales e ideales de reproducción, tanto en la esfera internacional como al interior de cada sociedad. Las proyecciones heterodoxas sobre los derroteros del socialismo y las discrepancias con las estrategias sacralizadas en la plataforma programática del PCUS, eran percibidas como “revisionismo” y no como estación, también inevitable y necesaria, en el proceso de construcción de ideologías revolucionarias y estrategias de toma o preservación del poder ajustadas a las acumulaciones, densidades y realidades de cada país.
Uno de los capítulos más aleccionadores de la historia del socialismo es, precisamente, el de los últimos años de Lenin como conductor del naciente y acosado Estado soviético y las formas en que evaluó, negoció y dio respuesta a la apremiante disyuntiva de ahondar la democracia en el partido bolchevique permitiendo las facciones y las tendencias de opinión, o fortalecer la unidad a costa de un desbalance favorecedor del centralismo. La prohibición de las facciones que a propuesta de Lenin se estableció como política partidaria en 1921 tuvo, como sabemos, una interpretación represiva que legitimó el aplastamiento de las opiniones discordantes y liquidó la democracia al interior del partido tras el ascenso de Stalin.
El periodo de mayor radicalización de la Revolución cubana coincide con el ocaso y posterior deposición de Nikita Jrushchov. La inconsecuente liberalidad de Jrushchov, su sesgado balance de la obra de Stalin y su tendencia a actuar precipitadamente tras una apreciación superficial de los procesos y fenómenos, justificó la puesta en orden del ala más conservadora del partido que representaba Leonid Brezhnev; recortó los límites de los cuestionamientos teóricos que podían hacerse en nombre del marxismo; y legitimó la mirada suspicaz hacia las relecturas –históricas, filosóficas e ideológicas– que proponían intelectuales como los de Pensamiento Crítico.
A diferencia de los soviéticos, que se extraviaron en los vericuetos de la coexistencia pacífica, los editores de la revista fustigaban duramente la inacción que hacía concesiones al imperialismo:
“Individuos que piensen la revolución que hacen y hagan la revolución que piensen son el germen, ya desde el combate, del hombre nuevo. En esa actitud está implícita la ambición de· totalidad científica del verdadero marxismo. A partir de ella no tenía sentido la “mala conciencia” que en Europa había generado la guerra de Vietnam, la Revolución cubana, o el movimiento revolucionario latinoamericano, realizaciones de la práctica revolucionaria y, hoy lo sabemos, precisamente por ello notables realizaciones teóricas” [9].
El Consejo de Redacción también critica el dogmatismo de la izquierda latinoamericana, a la que califica como “integrada” por su connivencia con el poder burgués, empleando en ocasiones el humor sarcástico de la juventud:
“[…] si las izquierdas tradicionales se han convertido en estatuas de sal mirando alucinadas a un pasado que no son capaces de entender en la medida en que no entienden el presente; las fuerzas nuevas de la Revolución bien pueden morir amarradas al castaño bíblico de Macondo mientras pretenden, otra vez, descubrir el hielo” [10].
He escuchado opiniones que simplifican, quizás con propósitos didácticos, las circunstancias en que Pensamiento Crítico se desenvolvió, identificando como causa del cierre “su línea editorial antisoviética”, una afirmación que considero necesario contextualizar porque en esa época tal calificativo podía generar interpretaciones polares. Cierto es que la revista estableció premeditada lejanía de la plataforma ideológica del PCUS; no publicó a ningún filósofo ni dirigente soviético posterior a Lenin y, en ocasiones, ejerció una crítica radical, casi ríspida, si estaban en juego cuestiones de principios.
Por ejemplo, pocos días después de que medio millón de personas marcharan en Nueva York y San Francisco para denunciar la agresión imperialista a Vietnam y que activistas estadounidenses irrumpieran en la bolsa arrojando puñados de dólares –verdaderos y falsos– para protestar contra la guerra y la opresión capitalista, un editorial de la revista denunciaba:
“Allí, la aviación de EE. UU. bombardea salvajemente a un país socialista sin que se produzca una crisis mundial entre imperialistas y socialistas. Síntesis del heroísmo, la barbarie y las miserias de nuestro tiempo, en Vietnam se libra un encuentro trascendental entre la reacción y la Revolución” [11].
El distanciamiento de las posturas soviéticas es muy evidente en los textos que critican insolidaridades amparadas en intereses de política exterior; valoran las consecuencias de la falta de realismo y audacia en la labor ideológica; enjuician los estilos paternalistas y autoritarios en el trabajo con las masas; o argumentan la contribución que a las batallas anticapitalistas realizan movimientos ajenos al marxismo catequizante, como las guerrillas latinoamericanas, los Panteras Negras y las insurrecciones estudiantiles. Pero los editores de Pensamiento Crítico secundaban la herejía de un país, la absoluta independencia de un pueblo cuyo partido comunista, en un editorial dedicado al cincuenta aniversario de la Revolución de Octubre, afirmó en su órgano oficial: “[…] hoy los bolcheviques de Lenin son los guerrilleros de América Latina que están peleando en Venezuela” [12].
En un libro aún inédito de Rebeca Chávez, que combina con efectividad el discurso historiográfico y la prosa testimonial, Aurelio Alonso rememora con dolor: “[…] los dirigentes aceptaron el marxismo que defendía el PSP y no el que defendíamos (nosotros) los jóvenes, a pesar de que nos habían impulsado a pensar con cabeza propia […]” [13].
Lo cierto es que el repliegue, quizás pensado como táctica, en 1971 se había convertido en retroceso que comenzaba a afectar la ideología y la práctica política. Para esa fecha, la estrategia para fundar la autonomía económica ha fracasado; no se logra el acompañamiento político de proyectos revolucionarios nacidos de la insurrección armada, el Che ya no está y América Latina, asolada por dictaduras que se prolongarían por más de dos décadas, se resiente su ausencia. La soledad de Cuba la obliga a repensar el ejercicio del poder revolucionario, valorizar alianzas, definir los cauces por los que ha de transitar la ideología y proveer nuevas texturas al discurso político. Una poderosa señal del cambio es el Congreso Nacional de Educación y Cultura, ejemplarmente democrático en su gestación desde las bases y notoriamente verticalista en su resolución final.
Revisitar Pensamiento Crítico, cincuenta años después, permite justipreciar la capacidad emancipadora de la historia cuando es bien aprendida, bien enseñada y bien difundida; y ayuda a combatir lo que parece ser una malformación congénita de los socialismos del siglo XX: la tendencia a represar los conocimientos sobre un pasado tormentoso o trágico, en la creencia de que puede resultar desalentador para la construcción del futuro; a manejar la historia como un secreto de Estado, al decir del historiador polaco Moshé Lewin [14].
La memoria histórica está en la base del patriotismo pues nadie puede amar o sentirse orgulloso de lo que no conoce. Conocer las pequeñeces, cobardías y miserias que hubo que vencer; las traiciones que hubo que enfrentar; los enormes obstáculos que hubo que salvar, confiere a la unidad su valor máximo. Y enseña, sobre todo, que la unidad es una construcción en la que fraguan amores, compromisos y renuncias.
Repensar las circunstancias que hicieron nacer y desaparecer esta revista, releer sus textos, que no han perdido la densidad ni la pasión de esos días –a su manera, también luminosos y tristes–, ayuda a sopesar nuestras opciones ante una tarea que aún no hemos cumplido cabalmente, y que me permito sintetizar acudiendo a otro editorial de Pensamiento Crítico: “En un país verdaderamente liberado se exige, entre muchas cosas, liberar también la historia” [15].
Zuleica Romay
La Tiza
21 de febrero de 2017.
Notas:
[1] Editorial de Pensamiento Crítico, núm. 25–26, febrero-marzo de 1969.
[2] Graziella Pogolotti: “Otra década crítica”. La gaceta de Cuba núm. 1, 2013, p. 4.
[3] Testimonio recogido en el libro “Habitaciones oscuras”, de Rebeca Chávez (Inédito).
[4] Rebeca Chávez: Ob. Cit.
[5] Ernesto Che Guevara: “Notas para el estudio de la Ideología de la Revolución cubana”. Obras escogidas 1957–1967. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2007, p.83.
[6] Ibídem.
[7] Es esta la alocución en la que el Che afirma: “[…] el desarrollo de los países que empiezan ahora el camino de la liberación debe costar a los países socialistas […] No puede existir socialismo si en las conciencias no se opera un cambio que provoque una actitud fraternal frente a la humanidad tanto de índole mundial en relación a todos los pueblos a que sufren opresión imperialista […] Si establecemos este tipo de relación [comercial, de beneficio mutuo] entre los dos grupos de naciones, debemos convenir en que los países socialistas son, en cierta medida, cómplices de la explotación imperial […] Los países socialistas tienen el deber moral de liquidar su complicidad táctica con los países explotadores de occidente”. Ver: Ernesto Che Guevara: Ob. Cit., pp. 544–545.
[8] Rebeca Chávez: Ob. Cit.
[9] Editorial de Pensamiento Crítico núm. 25–26, febrero-marzo de 1969, p. 5.
[10] Ibídem.
[11] Editorial de Pensamiento Crítico, núm.4, mayo de 1967, p. 3.
[12] Granma, 7 de noviembre de 1967, p.1.
[13] Ibídem.
[14] Ver Moshé Lewin: La última lucha de Lenin. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2013.
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