Su sombra se proyectará hasta el presente, cuando el dilema entre el socialismo ya la barbarie resulta más obvia que nunca al tiempo que la el atraso en la conciencia militante resulta aterrado…
Me llega una misiva del amigo Gabriel García Higueras, erudito trotkóslogo peruano que me informa de la presentación de la segunda edición de su importante obra, Trotsky en el espejo de la historia, que tuvo lugar en el Museo Casa de León Trotsky (10-XI-17) como parte de la semana de conmemoración por el centenario de la Revolución Rusa. Tuvo dos presentadores de lujo: Esteban Vólkov, quien luce admirablemente bien a sus 91 años, y Alejandro Gálvez Cancino, que participó en la edición de las Obras completas de Trotsky por Juan Pablos Editor en México en los años 70 . Gabriel da noticias de la presentación de Leonardo Padura con un lleno total (mucha gente, más de 100 personas no pudieron ingresar por la falta de espacio). Aunque esta es una historia cuyo último escenario son los años treinta, su sombra se proyectará hasta el presente, cuando el dilema entre el socialismo ya la barbarie resulta más obvia que nunca al tiempo que la el atraso en la conciencia militante resulta aterrado…
Regresando a los años treinta, se puede decir que por entonces nadie como Trotsky encarna la revolución, sobre todo entre la gente ilustrada de la derecha que teme que su destierro sea una mera treta, un reparto en la faena entre él y Stalin.
Como el propio Trotsky se encarga de dejar bien claro en su descomunal lucha por la verdad histórica, sigue siendo uno de los nombres de la revolución rusa, de 1905 y 1917, el compañero de Lenin y creador del Ejército Rojo, una tarea ciclópea exaltada entre otros, por el socialista Julio Álvarez del Vayo, que escribe que esta tarea “es una de las grandes empresas de nuestro siglo e indiscutiblemente su mayor timbre de gloria. Sólo su genio puede explicar el que un desterrado, semita por añadidura, un literato, ponga cima en medio de las mayores dificultades de todo orden a la magna labor de crear un ejército disciplinado de entre los restos de una soldadesca desmoralizada, asombrando al viejo generalato -como confesó en Leningrado un general zarista- y suscitando comentarios elogiosos de sus mismos adversarios…
Ya uno de sus biógrafos no bolcheviques, Oscar Blun, dijo de él “que acaso sea el primer ministro, de la Guerra que Rusia ha tenido. Pero de más peso aun, por tratarse de un técnico en cuestiones militares, es la opinión del famoso coronel Max Bauer, antiguo jefe en el Alto Mando alemán y uno de los directores del golpe de Estado de von Kapp. Bauer, que pasa por ser el verdadero espíritu rector del movimiento ultranacionalista alemán, acaba de reunir en un libro, Das Land der roten Zaren (El país de los zares rojos), sus impresiones de un viaje por Rusia. He aquí cómo lo juzga: “León Davidovitch Trotsky es el organizador militar y el caudillo innato. La forma en que creó un ejercito de la nada, organizándolo e instruyéndolo en momentos de dura lucha, es absolutamente napoleónica”…
Aunque Stalin lo deja marchar creyéndole un “caballo muerto”, la leyenda lo acompaña y su sombra se proyecta mucho más allá de la restringida influencia de la corriente que encabeza. En un trabajo (reeditado en el volumen Inside Europa) con el titulo “napoleónico” Trotsky en Elba, el famoso periodista norteamericano John Gunther, combina por igual la admiración por la persona y la advertencia a los gobernantes, señala: “Trotsky, una persona extraordinariamente magnética podría reunir a su lado a los cinco millones de comunistas alemanes en un par de años si viviera en Alemania; así se lo he oído decir. Lunacharski dijo una vez “Trotsky se paseaba por el mundo como una batería eléctrica y que cada contacto con él produce una descarga”. Aún tiene esa cualidad, además de su sorprendente encanto personal. Dejen a Trotsky que transite libremente por un país, dejen que se le vea, déjenle hablar, y su natural hará el resto”. Se pregunta además, ¿qué pesaría si muriera Stalin?.
Gunther, después de conversar animadamente con españoles sobre “…Trotsky. De la revolución. Nuevamente de Trotsky. Todo parece muy inútil y bastante irreal. Sin embargo, no habían pasado muchos años desde que Lenin y Plejanov, Zinoviev, Radeck y Bujarin revoloteaban en grupos, cerrados y tensos, por mesas de café iguales a ésta, hablando, hablando, hablando; y, probablemente, a la policía del zar le resultaba demasiado divertido”, añade más adelante: “En ningún país los trotskistas son lo suficientemente fuertes como para desafiar directamente a la organización estalinista pero en Grecia, Checoslovaquia, Alemania y, especialmente en España, su poder va en aumento”.
Esto no son meras reflexiones, es algo que ha calado en la reacción que tiene claro que no a permitir la “inocencia” de Nicolás II, ni mucho menos la de un débil Alexander Kerensky.
Otro analista de primera de la época, el muy interesante liberal-socialista italiano Carlos Rosselli (voluntario en España y asesinado como su hermano por los esbirros de Mussolini), escribirá por su parte: “¿Ha existido alguna vez en la historia un exiliado más victorioso?. Una después de otra se cierran a su paso todas las fronteras, sean proletarias o burguesas. Las clases gobernantes están dominadas por un profundo espanto debido a esa victoria que Trotsky lleva consigo: la Revolución de Octubre, donde su nombre será recordado en los siglos junto al de Lenin. Es sorprendente que la frontera más severa sea la que impone su revolución. El héroe de Octubre es demasiado dinámico. Durante los momentos de quietud, en Rusia no hay lugar para él. Es un genio que debe admirársele en secreto y a la distancia; de cerca es demasiado incómodo y peligroso… Trotsky es infinitamente más grande que Stalin; pero este último ha logrado administrar sabiamente la revolución, aunque para ello haya tenido que empequeñecerla y embalsamarla, mientras que Trotsky la habría arrojado a la destrucción con una iniciativa napoleónica. Si para Rusia llegaran días difíciles, quizás Trotsky seria invitado a regresar. Entonces será la apoteosis. y Trotsky espera subordinando su pensamiento y su actividad a ese regreso”.
Después de una entrevista con el personaje, Rosselli, escribe: “¿Impresiones?. Un cerebro admirablemente organizado, cristalino. Sus argumentos, como en sus libros y en ese macizo trabajo que es la Historia de la Revolución, surgen apretados, en cascadas, con desarrollos elegantes y con el concurso de un estilo muy personal. Su voluntad es imperiosa; su personalidad potente, ¿y el hombre?. El hombre ha desaparecido en el personaje. El hombre es poco humano, La naturaleza ha dotado a Trotsky de todos los dones de una manera inaudita, con excepción del socrático. Está demasiado seguro, fuerte y perfecto, para poder comprender a los demás. Mientras su yo interior: por la juventud, de su espíritu, se encuentra en continua transformación, su yo social se presenta rígido…Trotsky es prisionero de su pasado, de la historia polémica con Stalin”.
Y concluye su retrato con las siguientes pinceladas: “Trotsky es la revolución victoriosa. De la misma manera que las revoluciones devoran sin piedad a sus hombres, Trotsky se vale fríamente de todo y de todos para alcanzar la meta, Dispensa su interés y sus simpatías en exacta relación con la utilidad que puede obtener…El mejor biógrafo de Trotsky, Max Eastman, en su libro que es una joya de penetración psicológica y una justa exaltación de su genio, observa que lo que le ha impedido llegar a ser un gran jefe (más exacto sería decir “un conductor de pueblos”, porque Trotsky es un gran jefe), es su excesiva confianza en sí mismo, o más bien dicho, la suficiente percepción del sentimiento ajeno, ese sentido inmediato, inconsciente, en que consiste la misteriosa seducción del jefe…Esta limitación suya no es, como pretenden sus detractores, el fruto de una desenfrenada ambición. Trotsky sacrificó toda su vida a la revolución; la juvenil rebelión al padre rico -que a los ochenta años, expropiado de sus numerosos bienes por los soldados del hijo, se convierte al comunismo-, es magnífica; su nuevo estilo, soberbiamente soportado, revela en él un carácter de acero…La limitación es debida más bien a la extraordinaria fuerza de abstracción de un pensamiento que se desarrolla en su interior de manera tan coherente y completa como para no tener necesidad de contribución ajena…En una palabra Trotsky por sus ideas su técnica su voluntad, no tiene necesidad de los demás hombres considerados individualmente. tiene necesidad de un pueblo, de un drama social, de una revolución. Pero dudamos que los pueblos de Occidente encuentren en él a su hombre”.
Décadas después, al debatir sobre la guerra y la revolución española, era muy común oír decir que aquí “no tuvimos un Lenin y un Trotsky”. Con mayo seriedad, autores como Perry Anderson veían una profunda incorrespondencia entre la capacidad y la cultura del movimiento obrero, y la debilidad teórica y programática de sus “Estados mayores”. Un detalle que explica que la iniciativa en la crisis española correspondiera a su franja más brutal y corrupta, pero también más “consecuente” y despiadadamente decidida, como ya había ocurrido en Italia en 1920-1924 y en Alemania.
En su artículo, John Gunther define a Trotsky como “un aportador permanente de la historia”, o sea alguien que no se queda detenido desde el momento que entiende que la revolución de Octubre, con ser el ejemplo más fehaciente de cómo lograr que una crisis social pase a ser una revolución victoriosa –la primera en la historia en una historia socialista ya soñada por los griegos-, no por ello olvida que se trata del “primer eslabón” de la cadena imperialista.
Como “aportador” marxista, la contribución más reconocida de Trotsky fue sin duda la teoría del “desarrollo desigual y combinado y la doctrina acorde de la «revolución permanente”. Con la teoría de la “revolución permanente” desafió la opinión de que un prolongado período de desarrollo capitalista debe seguir a una revolución antifeudal, durante la cual gobernaría la burguesía o cualquier otra combinación de fuerzas sociales (por ejemplo, la “dictadura revolucionaria y democrática de los obreros y campesinos”) como sustitutivo. Por otros caminos, Lenin adoptó en las Tesis de abril de 1917 una línea semejante a estas concepciones (por eso fue tildado de “trotskista”) y las puso en práctica en la Revolución de Octubre en contra de la línea tradicional del Partido Bolchevique, defendida en la época por Kamenev, Zinoviev y Stalin…Este esquema tendría una lectura ampliada en el exilio, en el sentido que la conquista del poder solo es el comienzo de un proceso revolucionario que únicamente podrá abordar con seriedad la instalación del socialismo desde la acción combinada de al menos algunos países avanzados.
Otra de las características del pensamiento de Trotsky es el rechazo de las falsas pretensiones que hacen del marxismo un sistema universal que proporciona la clave de todos los problemas. Se opuso a los charlatanes que adoptaban el disfraz de marxismo en las esferas tan complejas como la “ciencia militar”, y combatió los intentos de someter la investigación científica, la literatura y el arte en nombre del marxismo, ridiculizando el concepto de “cultura proletaria”. Subrayó el papel de los factores no racionales en la política (“En la política no hay que pensar de forma racional, sobre todo cuando se trata de la cuestión nacional”) y desechó las grandes generalizaciones cuando se olvidaban de lo más concreto, de los individuos. Lector voraz y políglota, marxista de gran cultura en la tradición de Marx y Engels, ensayista, crítico literario, historiador, economista, etc., Trotsky se granjeó muchos enemigos entre aquellos cuyo marxismo combinaba la estrechez y la ignorancia con una propensión a plantear exigencias fantásticas, revistió tales características que hicieron exclamar a Marx: “No soy marxista”.
Su evolución personal desde finales del siglo XIX hasta sus últimas aportaciones sobre la Segunda Guerra Mundial está marcada por continuas rectificaciones y audacias que a veces entran en abierta tensión con sus esquemas militantes, obsesionados por dar respuesta a una situación política trágica que desborda, con mucho, la extrema debilidad organizativa del movimiento que contribuyó a crear. Hay múltiples Trotsky: normalmente volaba como un águila, pero en ocasiones lo hacía también mucho más bajo, una diferencia que estaba muy determinada por la proximidad o la lejanía del tema que abordaba, un factor perfectamente verificable por sus torpezas y debilidades, manifiestas claramente en sus escritos españoles, por lo general, muy poco conocido en su época. Esto explica que el que sigue siendo su más reconocido biógrafo, Isaac Deutscher, apenas dedique unas pocas líneas –relacionadas sobre todo con la proyección española de los “Procesos de Moscú”- a la guerra española en el último volumen de la célebre trilogía, el titulado, Trotsky, el profeta desterrado.
Tribuno comparado con Danton y con Jaurès sobre el que John Reed (Diez días que conmovieron el mundo) y Nikolai Sujanov (Historia de la revolución rusa) dejaron cumplida cuenta de sus intervenciones en las asambleas multitudinarias, Trotsky fue un escritor magnífico cuya obra sobrepasa ampliamente la de muchos profesionales. Sus libros, artículos, documentos políticos y cartas fueron editados —y se siguen editando— en casi todas las lenguas, y sus selecciones específicas sobre Francia, Alemania, China, Gran Bretaña, España, Estados Unidos, América Latina, Italia, etcétera han ocupado gruesos volúmenes, inaugurando así un poderoso aporte trotskiano a las diversas tradiciones teóricas marxistas nacionales. Pero este jefe militar que leía Mallarmé en el tren blindado de la guerra civil, fue también un intrépido periodista en los Balcanes…
Derrotado por el aparato burocrático amasado por el acentuado atraso ruso (a continuación de una suma de guerras y del cerco internacional), y las dramáticas derrotas revolucionarias de principios de los años veinte (Alemania, 1918-1923, sobre todo), Trotsky se negó a utilizar el Ejército Rojo para imponer sus poderosos argumentos. Una vez en el exilio, fue víctima de la más formidable tentativa de denigración que al decir de Manuel Sacristán desde los tiempos de Catilina (Trotsky habría apreciado la famosa frase de éste en el Senado, cuando le dijo a Cicerón que mientras los patricios tenían una cabeza sin cuerpo, la plebe tenía un cuerpo sin cabeza). Sobre todo desde su asesinato, Trotsky fue convertido en una «no persona», por utilizar una de las palabras del neolenguaje codificado por Orwell. Sin embargo, progresivamente su ejemplo y sus ideas volvieron a interesar a las nuevas generaciones «contestatarias» del 68, y lo volverán a hacer en nuevos epicentros de la recomposición social como México, Francia, Italia o Brasil. Su peso en el movimiento que lleva su nombre es obviamente descomunal. Sin embargo, Trotsky nunca trató de imponer su “autoridad providencial”, sino mediante debates abiertos; lo que impidió la tentación de hablar en su nombre elevado a la categoría de canon, sustituyendo con la autoridad del clásico las exigencias del análisis concreto de la realidad concreta.
Su medida biográfica es la de un ”gigante” (el último de la tradición marxista, al decir de Víctor Serge, uno de los muchos anarquistas o semianarquistas que lo admiraron, y criticaron). Por más que se puedan poner reparos a algunas de sus actitudes (acuciadas por situaciones límite, por la medida de sus propias exigencias) y reconocer cierta prepotencia e intolerancia, también es cierto que los numerosos testimonios de quienes trabajaron con él (y que en no pocos casos evolucionaron en otra dirección) dan fe de una poderosa humanidad en la que se incluyen fuertes dosis de romanticismo.
¿Hasta qué punto este legado mantuvo una actualidad en el curso de una historia tempestuosa en la que los poderosos conseguirían ganar las principales batallas? El problema se plantea desde el momento en que Trotsky levanta la bandera de una alternativa comunista al estalinismo, y se hace mucho más ardua en el momento de su asesinato. De ello se hará eco lúcido el escritor y abogado nicaragüense Adolfo Zamora, quien en el prólogo de una edición popular mexicana de los últimos escritos de Trotsky que, con el título de Los gángster de Stalin, aparecido un mes después del asesinato del fundador de la IV Internacional, escribió con evidente furor: “[…] Stalin razona ahora: sin Trotsky, la Cuarta Internacional no podrá emprender nada. Como buen burócrata antes y como buen déspota ahora, Stalin se equivoca. Trotsky, en los días de su destierro, solo, perseguido, poseía todo el poder de la idea revolucionaria, era el principio de un nuevo impulso de la clase obrera. Stalin, con su inmenso aparato, su poderío momentáneo y su GPU, sólo representaba el reflujo histórico de efímera existencia. La nueva internacional, creada por el genio de Trotsky, ha alcanzado ya una etapa de desarrollo que la capacidad para hacer frente a las grandes tareas revolucionarias que le reserva el próximo futuro de la humanidad […]”.
Al acabar la II Guerra Mundial, Trotsky pudo ser recordado como una suerte de Aníbal por un pletórico Jean-Paul Sartre, mientras que Stalin victorioso, gozaba de un prestigio casi ilimitado. Tanto es así que no fueron pocos los antiguos cenetistas que se aproximaron al PCE, y no faltaron poumistas que empezaron a creer que al fin de cuentas habían sido los métodos de Stalin los que habían logrado vencer al fascismo. Todo fue cambiando hasta el extremo de que Stalin es actualmente execrado por todas partes, y el nombre de Trotsky va asociado a todos los grandes debates sobre el socialismo, incluyendo los pocos que han tenido lugar en China, los que se están desarrollando en Rusia o en los países antes llamados socialistas, en Cuba, y por supuesto, en Venezuela. Trotsky nunca fue un “hombre providencial” (aunque algunos adictos lo hayan querido para refrendar su propia autoridad como “verdadero intérprete”), pero sí un clásico en el sentido más genuino del término, alguien sobre el que hay que volver una y otra vez para analizar y comprender algunos de los grandes temas del siglo pasado.
Pepe Gutiérrez – Álvarez
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