Una UE más fragmentada que la de hace cinco años y con unos responsables más flojos. Con la Comisión aún más controlada por los alemanes y al mismo tiempo con el club un poco más debilitado. Continua la desintegración.
La llegada a la presidencia de la UE de la alemana Ursula von der Layen (en casa le llaman “Röschen”, Rosita) marca el fin de la época en la que dos fuerzas políticas dominantes, los populares (conservadores) y los socialdemócratas dominaban el Partido Neoliberal Unificado Europeo , la coalición de hecho del establishment que dirige el club. También disminuye el dominio del conjunto por parte de dos países, Alemania y Francia. Ambos, partidos y países, continúan siendo más fuertes que los demás, pero ya no tienen en sus manos el paquete mayoritario de las acciones de la UE.
Populares y socialdemócratas perdieron la mayoría en las últimas elecciones europeas. Antes entre los dos tenían 400 diputados, es decir la mayoría de la cámara de 751. Ahora, tras haber perdido 34 y 30 escaños, respectivamente, sus 336 diputados no les alcanzan.
La pareja franco-alemana, tras muchos años de maltrato del macho dominante hacia la hembra, ha dejado de existir. Ya casi se reconoce que sus intereses son contradictorios, sus relaciones violencia de género y sus negociaciones internas cada vez más complicadas.
Ambas cosas son tendencias que las elecciones reflejaron, a pesar de la histeria de la campaña del “¡que viene el lobo !” (los ultras, populistas y euroescépticos de diverso pelaje) lanzada por los llamados “proeuropeos”. Aclaremos el concepto.
Los “proeuropeos” son “ las fuerzas pro UE que tienen por meta fortalecer la Unión Europea a costa de los estados nacionales ”, que es donde reside la poca democracia y soberanía que tenemos, según la exacta definición del politólogo alemán Andreas Wehr. Desde esa posición, los proeuropeos se permiten hablar en nombre de todo el continente porque los estados de la UE no son capaces de unir sus fuerzas en un proyecto alternativo.
Tal como se veía venir, el lobo resultó ser de papel. En el actual Parlamento la extrema derecha está en dos grupos: Democracia e Identidad, con 73 diputados, y Europeos Conservadores y Reformadores dominado por los polacos de Zaczynski. Esos 135, más los húngaros del Fidesz de Orban, integrados en las filas del Parido Popular Europeo, y algunos más, están bien lejos de ser un peligro en una cámara de 751 diputados. El espantajo de este lobo de papel no ha podido detener la tendencia fundamental antes referida y aderezada por la crónica abstención. La coincidencia de las europeas con otros comicios regionales y municipales en diversos estados europeos, además del espantajo, logró incrementar un poco la participación en mayo (se llegó al 50,6% del censo, ocho puntos más que en 2014), pero el dato sigue siendo que la mitad de los europeos del club UE no votan, pues con bastante buen criterio consideran que no sirve de gran cosa.
Al mismo tiempo, los ultras y euroescépticos fueron confirmados en países como Italia, Hungría y Polonia, mejorando incluso sus posiciones, mientras en Gran Bretaña el voto no consagró, significativamente, una mayoría contra el Brexit. El fin del monopolio de la gran coalición de populares y socialdemócratas evoluciona hacia una UE más parda: pese a la relativa debilidad y dispersión de los ultras, habrá que hacerles concesiones.
Este es el cuadro en el que irrumpe nuestra Rosita.
Aclaremos en primer lugar la primera anécdota de este panorama para los amantes de la simpleza del “ miembros y miembras ” y del “ Unidas-podríamos-haber-podido ”: importa un rábano que Rosita sea mujer. Como dice Jean-Luc Melenchon, las mujeres, como los hombres, aplican los programas de sus partidos. El argumento que valora como progreso la presencia de mujeres en las altas responsabilidades institucionales de un sistema caduco y de tendencias suicidas, carece de sentido y no tiene nada que ver con liberación. Los precedentes de Thatcher o Merkel están ahí. Rosita se va a sumar a esa serie. Pero ¿quién es esta “ Röschen ” que sucede al simpático luxemburgués amigo de los financieros que ha presidido la Comisión desde 2014?
Ursula von der Layen pertenece a una familia gran burguesa alemana. Es hija de Ernst Albrech, ex presidente regional alemán. Más que por mérito propio, fueron sus excelentes conexiones familiares las que le permitieron abrirse paso en la familia conservadora alemana. No fue candidata en las elecciones europeas, ni participó en la campaña. Carece de experiencia europea y llega a la presidencia por una ambigua carambola activada por el presidente francés, Emmanuel Macron, quien por un lado logra poner a una compatriota, Christine Lagarde al frente del BCE -evitando al jovencito talibán de Merkel, Jens Weidman- mientras que por el otro sitúa a una alemana al frente del cargo más importante de un club que ya estaba excesivamente dominado por alemanes, bien en los cargos clave, bien en los inmediatamente siguientes en el escalafón. Y no es una alemana cualquiera.
En materia de seguridad europea, hay diferentes alemanes. En los años sesenta y setenta, fueron alemanes como Willy Brandt y Egon Bahr quienes le pusieron valiosas cataplasmas a la guerra fría mediante el diálogo con el Este que aplacó no pocas tensiones. Hoy aquella generación ha desaparecido. Desde la reunificación de Alemania (1990) y al calor de su retomado nacionalismo, se han acabado los complejos de culpa por las guerras del pasado. En esa tendencia general, Ursula von der Layen representa, como el reaccionario ex Presidente federal Joachim Gauck, al ala más vehemente.
Von der Layen es una abogada de la «contención», es decir del espíritu de la guerra fría contra ese “kremlin que no perdona ninguna debilidad” y obliga a que “Europa tenga que actuar desde una posición de fuerza”. Una persona que se jacta de la vergonzosa (para cualquiera con memoria histórica) presencia militar alemana en las repúblicas bálticas (“somos la única potencia continental europea que mantiene una presencia destacada en el área báltica protegiendo a nuestros amigos bálticos”), y de la absurda y mortífera presencia militar en países lejanos (“somos el segundo mayor suministrador de tropas en Afganistán”).
Lo más probable es que Rosita sea una presidenta de la Comisión que nos retroceda a épocas anteriores a la Ostpolitik y la distensión, es decir a todo aquello que los socialdemócratas como Willy Brandt, Bruno Kreisky y Olof Palme introdujeron en el continente en los inicios históricos de cierta autonomía europea después de De Gaulle: la idea de que la seguridad europea debe ser una cuestión conjunta y negociada, y no el resultado de la preponderancia militar de un bloque.
Al mismo tiempo, von der Layen no es una gran figura de la derecha. Es más bien un peso ligero. Fue una pésima ministra de defensa en Alemania, que fue claramente sobrepasada por su función de ministra, promotora del incipiente intervencionismo militar alemán que tanto cuesta imponer a una sociedad todavía alérgica al militarismo. También ha sido, bajo la batuta de Merkel, artífice del horizonte del gasto alemán del 2% del PIB en defensa, tal como pide Trump y de los desfiles militares en el Báltico.
La nueva presidenta es también una ex ministra con sospecha de escándalos sobre corrupción y pagos desmesurados a “consejeros” en materia de modernización del ejército alemán, en la renovación del buque escuela de la marina Gorch Fock y otros. La prensa alemana, y detrás de ella la europea, no ha hecho cuestión de ello. Tengan la sustancia que tengan estos escándalos, la indulgencia que ha merecido von der Layen sería inimaginable si la candidata hubiera sido, italiana, francesa, o meridional en general.
¿Quién gana con su presidencia? Si hay algún ganador son los Estados Unidos “y con ellos sus ayudantes en Europa, es decir Macron, Merkel, los gobiernos de Polonia y las repúblicas bálticas, así como toda una serie de otros gobiernos de la UE”, dice Albrecht Müller, un socialdemócrata que fue consejero de Willy Brandt.
En resumen: La UE ha puesto en su presidencia a una partidaria acérrima de la militarización, abogada del complejo militar-industrial y decidida atlantista. En el BCE, una gestora que viene del FMI, más abogada que economista que irradia menos confianza que su antecesor, Draghi. Esta nueva dirección más floja, diluirá, seguramente, la buena noticia del relevo: la de Josep Borrel al frente de la política exterior. Borrell es uno de los raros políticos españoles con sentido de Estado y solvente en materia de relaciones internacionales. Demasiado bueno para nuestro PSOE, pero claramente limitado por el contexto: un club más fragmentado y debilitado que el de hace cinco años, que complicará, aun más, la formulación de una inexistente política exterior autónoma y unificada en materia de lo más urgente: Oriente Medio, belicismo, Rusia y China.
Rafael Poch de Feliu
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