viernes, agosto 21, 2020

Trotsky y el arte: hacia una cultura auténticamente humana



El método marxista de análisis y la defensa de la libertad para el desarrollo artístico, en la obra del revolucionario.

El pasado nos empuja a todos
a ti, a mí… a todos, de la misma manera.
Y lo que aún nos espera sin probar detrás de la puerta, es para ti, para todos también.
Para todos sin excepción.

Walt Whitman, Canto a mí mismo – 42

Nacidos en el calor de los fuegos cruzados de la revolución y la contrarrevolución que signaron la primera mitad del siglo XX, los trabajos de León Trotsky sobre el arte continúan hasta el presente como una elaboración clave sobre los nexos de las obras y sus creadores con la batalla por la transformación radical de la sociedad.
Si, siguiendo la tesis de Perry Anderson en sus Consideraciones sobre el marxismo occidental, el interés por las cuestiones culturales y estéticas en gran parte de los teóricos más influyentes del siglo XX que abrevaron en el marxismo (Adorno, Benjamin, Lukàcs, Sartre, Althusser…) [i] fue aparejado con un alejamiento de la práctica revolucionaria, tras las derrotas de los procesos de masas y el ascenso del estalinismo, la obra de Trotsky aparece por el contrario intrínsecamente ligada a su pelea por la revolución socialista y la superación de la crisis de dirección de la clase obrera.
La defensa del método marxista de análisis y de la libertad necesaria para el desarrollo artístico, en rechazo del yugo dictatorial sobre la misma, representa un hilo de continuidad en esta historia, que tiene como momentos destacados sus producciones de 1923-1924, en el período de germinación de la burocracia estalinista, y de 1938, cuando la misma se encontraba hace tiempo cristalizada, la garra del fascismo asolaba Europa y Trotsky y sus compañeros forjaban la Cuarta Internacional.

Literatura y revolución

Los primeros años de la revolución de Octubre fueron de un intenso desarrollo cultural, como atestigua la huella de algunos de sus más célebres artífices, que perdura hasta hoy. Con el empuje del primer gobierno obrero duradero de la historia floreció el teatro de Meyerhold, el cine de Eisenstein y Vertov, la psicología de Pavlov y Vigotski (así como la pedagogía de este último), el diseño constructivista, la poesía de Maiakovski. Este impulso general, con todo, chocaba con los límites del atraso material y cultural de la naciente república soviética, incluido el de su clase obrera dirigente -agravado por la cruenta guerra civil contra el Ejército blanco apoyado por las potencias imperialistas, y por la derrota de las revoluciones y alzas obreras en Europa.
En 1923, en el período de relativa estabilidad de la llamada “Nueva Política Económica”, se publica el libro Literatura y revolución, parte del cual ya había sido publicado por entregas en el periódico Pravda (en 1924 saldrá una edición ampliada). Como historiza Isaac Deutscher en su clásica biografía sobre Trotsky, Literatura… forma parte de los amplios esfuerzos del dirigente (también presentes en su labor como Jefe de la Comisión de Desarrollo Electrotécnico y del Comité de lndustria y Tecnología, y en su libro Problemas de la vida cotidiana), en dos sentidos: atraer al campo de la revolución bolchevique a los intelectuales –mayoritariamente refractarios, y a su turno vistos con desdén por muchos cuadros partidarios-; y junto con ello describir “el terreno en que empezaba a crecer el estalinismo” y “cambiar el clima en el que habría de florecer” [ii].

Un ejemplo de crítica marxista

Literatura… combina un lúcido análisis de las tendencias literarias panrusas del período revolucionario, tanto de sus detractores como defensores, con una polémica con las pretensiones de diversos grupos artísticos de erigirse como estandartes únicos del arte de la nueva sociedad, y en particular con la idea de una “cultura proletaria” y de un control monolítico del Partido Comunista sobre la producción artística.
En cuanto a lo primero, Trotsky atraviesa la producción literaria de sus contemporáneos, juzgándola con la vara de la nueva era histórica y de sus demandas estéticas, en la comprensión de que el “desarrollo del arte es la prueba más alta de la vitalidad y del significado de una época” [iii]. Su defensa de una crítica marxista, que liga la creación cultural a la base material y critica los análisis puramente formalistas, es ajena a todo simplismo y economicismo vulgar: recuerda así la idea del marxista Antonio Labriola de que “solo los imbéciles pueden tratar de interpretar el texto de la Divina Comedia utilizando las facturas que los mercaderes de tejidos florentinos enviaban a sus clientes” [iv]. En esta línea, Trotsky sostiene que la creación artística es “una deformación, una alteración y una transformación de la realidad según las leyes particulares del arte” y que “una de las tareas más importantes de la crítica consiste en analizar la individualidad del artista (es decir, su arte) en sus elementos componentes, y mostrar su correlación”, abarcando en ello tanto la historia como los aspectos concientes e inconcientes (a menudo, en contradicción) y el abordaje formal. E introduce una concepción dialéctica sobre el nacimiento de las tendencias artísticas, acorde a la cual las nuevas formas se desarrollan “bajo la presión de una necesidad interior, de una exigencia psicológica colectiva que, como toda la psicología humana, tiene raíces sociales”.
Con esta matriz hará valer su afirmación de que “el arte ya no puede resurgir más que desde el punto de vista de Octubre”, en primer lugar analizando las producciones de los literatos declaradamente enemigos de la revolución. Criticará de ellos su misticismo y cinismo, su lenguaje caduco y su incapacidad para salir del narcisismo y atender a la nueva y tumultuosa vida social. Dirá, con agudeza, que el escepticismo de varios de sus referentes constituye una forma de superstición, que les da “un pretexto para considerar todo fenómeno político desde el punto de vista de la eternidad”.
La vara de la nueva época reina también en su lectura de los llamados “compañeros de viaje” –aquellos que producen “un arte de transición que está relacionado más o menos constitutivamente con la revolución, y que sin embargo no es el arte de la revolución”. Mientras que recupera sus innovaciones y hallazgos creativos, Trotsky marca las limitaciones de sus visiones parciales, autocentradas, de la revolución, resultantes de una adhesión “superficial” a la misma. En la inclinación mayoritaria de los intelectuales hacia el campesinado verá, dialécticamente, un valorable registro artístico de cómo ambos sectores llegan a la revolución, y la falta de una “actitud vital” favorable a la única garantía para llegar al socialismo: su dirección proletaria, ciudadana.
Amén de una mayor o menor afinidad con sus juicios estéticos, es de rescatar la búsqueda de Trotsky por identificar luces y sombras en los más declarados partidarios de la revolución, como es el caso del futurismo, una de las más tarde llamadas “vanguardias históricas”, de poderosas innovaciones formales y apasionada atención al desarrollo tecnológico y la vida contemporánea. Trotsky recuperará en este su ligazón orgánica con Octubre, su dinamismo, su lucha contra un “lenguaje osificado” y ante todo “su protesta contra la actuación a ciegas”. Por el contrario, lamentará las hipérboles excesivas en la poesía de Maiakovski, el rechazo del abordaje psicológico y del realismo –tan necesarios para plasmar la nueva época- y en particular un “nihilismo bohemio” que lleva al futurismo a “arrojar por la borda la vieja literatura individualista”, cuando la revolución se esfuerza justamente en la formación más acabada de la individualidad, cuya posibilidad ha negado el capitalismo a los explotados. Noción presente en toda la obra de Marx y Engels [v], mal que le pese a sus detractores liberales.

La imposibilidad de una “cultura proletaria”

Este último punto forma parte de la polémica más general con la noción de diversos grupos de descartar el arte del pasado y reemplazarlo in toto por una cultura completamente nueva. Trotsky rechaza el llamado a dar por tierra con una tradición que el proletariado ni siquiera conoce, y señala que la principal tarea del gobierno y los organismos revolucionarios es la educación de las masas, lo que supone que estas incorporen los elementos más importantes de la cultura antigua. Si bien para él, como sintetiza Deutscher, “era en la creación ideológica, especialmente en las nociones sobre la sociedad misma, donde la dominación del hombre por el hombre se reflejaba de manera más directa (…) aún allí los elementos que reflejaban la opresión clasista y servían para perpetuarla se hallaban ligados íntimamente con otros elementos a través de los cuales el hombre llegaba a conocerse a sí mismo, perfeccionaba su mente, ampliaba su inteligencia, adquiría comprensión de sus emociones, aprendía a dominarse a sí mismo y por ende, superaba en cierta medida las limitaciones de sus circunstancias sociales” [vi].
En la medida en que “es imposible crear una cultura de clase a espaldas de esa clase”, Trotsky rechaza las intenciones de organismos como el Proletkult, creado en 1917 “con el fin de crear una cultura puramente proletaria limpia de toda influencia burguesa (‘un laboratorio de ideología proletaria pura’, como lo llamaba su líder Bogdanov)” [vii] y respaldado por el Comisariado del Pueblo para la Instrucción Pública bajo la gestión –valiosa, aunque caótica y ecléctica- de Anatoli Lunacharski. Mientras el desarrollo de una cultura lleva siglos (en el caso de la burguesía, comenzó centurias antes de que esta llegase al poder), Trotsky advierte que el régimen proletario es “temporal y transitorio”, y su objetivo final es la disolución de las clases como tales. Para cuando se haya garantizado la abundancia material que precisa el arte para su despliegue, y este haya calado entre los trabajadores, habrán dejado de ser proletarios: así, “la significación histórica y la grandeza moral de la revolución proletaria residen precisamente en que esta sienta las bases de una cultura que no será ya una cultura de clase, sino la primera cultura auténticamente humana”.
Mientras que Trotsky reconoce, ante sus entusiastas polemistas, que “la etapa actual es muy dinámica”, repara no obstante en que “ese dinamismo se centra en la política y en la violencia” y en que la revolución tiene “desafíos más urgentes”, y advierte que tras el período de relativa estabilidad que se vive en esos mediados del ’20 es de esperarse una mayor guerra civil de la burguesía contra la revolución, lo que traerá una interrupción en el desarrollo de la literatura. Recuerda, insistente, el viejo dicho de que “cuando los cañones suenan, las musas callan”. Y critica incluso el reducido enfoque que cifra la “cultura proletaria” en los pocos obreros que han asumido la tarea artística en ese entonces, marcando que el hecho de que “el proletariado se vea obligado a separar de sí mismo a una categoría particular de trabajadores de la cultura trae consigo necesariamente”[viii] un relativo divorcio entre ambos.
Las tesituras de Trotsky eran en lo esencial compartidas por Lenin, fallecido poco antes de la salida de Literatura y revolución. Ya en textos tempranos, el dirigente señalaba que “la literatura se presta menos que cualquier otra cosa a semejante ecuación mecánica, a la nivelación, al dominio de la mayoría sobre la minoría” y destacaba la necesidad de “conceder un lugar más amplio a la iniciativa personal”[ix]. En el guion de un proyecto de resolución de 1920, marcaba que “no se trata de inventar una nueva cultura proletaria, sino de desarrollar los mejores modelos, tradiciones y resultados de la cultura existente, desde el punto de vista de la concepción marxista del mundo”[x]. Si bien Lenin era más reacio a las nuevas formas artísticas en literatura, ambos compartían la creencia en la enorme potencialidad del cine, nacido poco tiempo antes.
Contrastándolo con lecturas más contemporáneas sobre el arte de ese período, el argumento de Trotsky puede leerse como una polémica con la pretensión general de las “vanguardias históricas” (el futurismo y el constructivismo rusos, el dadaísmo y el primer surrealismo…) de revolucionar en un mismo movimiento el arte y la vida[xi]. Si Trotsky comparte estos fines y preocupaciones, como atestiguan sus aseveraciones de que “el arte se fundirá poco a poco con la vida, es decir, con la producción, los festejos populares y la vida de grupo” y de que en la sociedad futura “desaparecerá la barrera que separa el arte y la industria”, rechaza sin embargo la pretensión –no exenta de una base pequeñoburguesa- de los futuristas y demás de resolver el asunto “por medio de ultimátums”. En el mismo sentido, su libro Problemas de la vida cotidiana resulta afín al entendimiento de las vanguardias artísticas de que “la revolución política no tendría éxito si no era acompañada por una revolución de la vida cotidiana”[xii], pero el materialista Trotsky es claro en aquel texto al señalar que “la vida no puede racionalizarse, es decir, transformarse de conformidad con las exigencias de la razón, sin racionalizar la producción, pues la vida se basa en la economía”[xiii]. Ese objetivo, en el que la elevación cultural de los explotados juega un papel destacado, solo es posible con la instauración definitiva de una sociedad sin clases, que tiene como prerrequisito avanzar “en un predominio creciente de las fuerzas económicas socialistas sobre las del capitalismo”[xiv].

El partido frente al arte

rotsky libra en Literatura y Revolución un intenso combate contra la pretensión de que el partido imponga instrucciones sobre el arte, que confluía con aquella noción de una “cultura proletaria” construida sobre la negación del arte pasado y la prohibición de escuelas divergentes.
Desde ya el dirigente, que venía de encabezar una guerra de años contra más de una decena de potencias imperialistas que querían enterrar la revolución, reservaba para esta el derecho de combatir aquellas tendencias “claramente venenosas o disgregadoras”. Pero colocaba un abismo entre esta política, de defensa básica del nuevo régimen, y la imposición por decreto de la producción cultural. Atento a la comprensión histórica que hemos reseñado, precisaba que “el partido dirige al proletariado, no al proceso histórico”, desdeñaba la inserción de aquel en las querellas de los círculos literarios y afirmaba que “el arte no es una materia en la que el partido deba dar órdenes”. “Durante el período de transición –resumía- nuestra política artística puede y debe consistir en ayudar a los diferentes grupos y escuelas artísticas salidos de la revolución a captar correctamente el sentido histórico de la época y una vez haberles colocado ante el siguiente criterio categórico, ‘por la revolución o contra la revolución’, concederles una total libertad de autodeterminación en el terreno del arte”.

La degeneración estalinista

A poco de salir el libro de Trotsky, 36 destacados escritores y escritoras del momento, entre ellos Sergio Esenin, Osip Mandelstam y Alexis Tolstoi, le enviaron una carta apoyando su posición; y una caldeada reunión del departamento de prensa del Comité Central[xv], en la que la defendió ante referentes pro “literatura proletaria” y dirigentes partidarios, concluyó con una resolución favorable a sus puntos de vista.
Pero la rueda de la historia giraba en otra dirección. El creciente proceso de burocratización, alimentado por el aislamiento y las concesiones a diversos sectores privados que el partido se había visto obligado a hacer en pos del imprescindible desarrollo del país, implicó la instalación de una casta dirigente interesada en someter a la cultura a sus designios de perpetuación en los resortes del Estado. El viento fue cambiando acorde a los intereses de esta burocracia: “a fines de la década de 1920, el dogmatismo del Proletkult fue continuado por la Asociación Panrusa de Escritores Proletarios (RAPP) (…) Pero incluso la RAPP era demasiado crítica, complaciente e «individualista» para la ortodoxia estalinista (…) Stalin, que pasó de un enérgico ‘proletarianismo’ a una ideología nacionalista, en alianza con elementos progresistas, desconfiaba del celo proletario de la RAPP, que en consecuencia fue disuelta en 1932 y reemplazada por el Sindicato de Escritores Soviéticos, un órgano que dependía directamente del poder de Stalin al que había que estar obligatoriamente afiliado para poder publicar”[xvi].
En 1934, el Primer Congreso de Escritores soviéticos adoptó como doctrina oficial para el arte el llamado “realismo socialista”, que en verdad nada tenía de realismo ni de socialista. La realidad a presentar era la proyección ideal de un paraíso socialista futuro, o la presentación falsificada del pasado, acompañadas por un marcado aspecto pedagógico y moralizante, la glorificación del maquinismo y el culto de héroes individuales -en primer lugar de los dirigentes, y ante todo de Stalin- en desmedro de las masas (las que Trotsky, en línea con toda la tradición revolucionaria anterior, entendía como “el vapor” que impulsa el movimiento histórico). El estalinismo liquidará las invalorables conquistas de Octubre en el terreno de la cultura para instaurar una producción mediocre y regimentada, fusilando o empujando al suicidio a los grandes creadores del período, condenándolos al ostracismo, censurándolos u obligándolos a doblegarse ante el régimen –como lo hará con los cuadros partidarios que habían sobrevivido a la guerra civil. Un proceso que recorre el excelente documental de Chris Marker de 1992 Le tombeau d’Alexandre [xvii] y que aparece figurado en diversas reseñas y necrológicas escritas por Trotsky, entre ellas la que destinó a Maiakovski tras su suicidio.

Arte, libertad y revolución

Mientras se procesaba esta reversión cultural de dimensiones históricas en la URSS, lo propio sucedía con el avance del fascismo en Europa. En Alemania, que en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial había visto una eclosión de creatividad sin precedentes en las distintas esferas artísticas e intelectuales, con un destacado papel de los creadores de izquierda[xviii], el nazismo barrerá toda expresión disidente. La guerra racial y contra las libertades democráticas y las organizaciones obreras tendrá un poderoso refuerzo en la política cultural y de propaganda de Hitler y Goebbels, con particular atención a las expresiones artísticas de masas como el cine. El culto a la fuerza y a los grandes líderes en representaciones monumentales, con su expresión más destacada en las películas de Leni Riefenstahl, irá de la mano con lo que Walter Benjamin denominaría la “estetización de la política”[xix], tal como se expresa en la regimentada movilización de las bases fascistas, los discursos hitlerianos y en particular en el culto a la guerra.
La constatación de una degradación irreversible en la Tercera Internacional bajo el mando de la burocracia soviética, cuyos partidos habían permitido con sus políticas el avance del nazismo, había llevado a Trotsky y sus compañeros a la conclusión de que era necesaria la fundación de una Cuarta Internacional, que tendría lugar en septiembre de 1938. Pocos meses antes el dirigente, ahora exiliado en México, hará su siguiente gran aporte en el terreno, con la producción junto al surrealista André Breton del Manifiesto por un arte revolucionario independiente[xx] que se publicará en la revista Partisan Review -algunos de cuyos lineamientos fueran anticipados en una carta previa de Trotsky a la redacción de ese medio[xxi]. Por consideraciones tácticas de Trotsky, su firma será reemplazada en el texto por la de Diego Rivera.
El manifiesto parte de la catástrofe histórica y cultural del período[xxii], en que los tambores marciales anuncian la Segunda Guerra, “toda tendencia progresiva en arte es acusada por el fascismo de degeneración” y “toda creación libre es declarada fascista por los estalinistas”, para ligar la necesidad de una revolución social con la defensa -una vez más- de una “total libertad en el arte”. El documento, que se pertrecha contra cualquier lectura burguesa-liberal de esta consigna, niega cualquier interés en “justificar la indiferencia política”, “resucitar un pretendido ‘arte puro’”, señalando que “la suprema tarea del arte en nuestra época es participar consciente y activamente en la preparación de la revolución”. Pero señala que “el artista solo puede servir a la lucha emancipadora cuando está penetrado de su contenido social e individual, cuando ha asimilado el sentido y el drama en sus nervios, cuando busca encarnar artísticamente su mundo interior”.
Yendo aún más lejos, Trotsky y Breton defienden a la creación artística contra el intento de someterlo “a cualquier directiva externa” -que solo puede resultar en la degradación de las obras-, en el entendimiento de que el verdadero arte es en sí una protesta, “que alza contra la realidad, insoportable, las potencias del mundo interior, del sí, comunes a todos los hombres” y cuenta con un “don de prefiguración (…) que implica un comienzo de superación (virtual) de las más graves contradicciones de su época”.
Si bien el objetivo inmediato del manifiesto, que era la fundación de una Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente bajo estas premisas, tendrá poco destino, su defensa de “La independencia del arte – por la revolución; La revolución – por la liberación definitiva del arte” permanece aún hoy como un faro para los hacedores y revolucionarios del mundo entero.

El arte y la decadencia del capital

Los planteos reseñados aparecen entrelazados en el manifiesto con una comprensión de la etapa histórica, caracterizada como de “agonía del capitalismo, tanto democrático como fascista”. En estas condiciones, el arte tiene en la revolución un interés doble. Desde el punto de vista individual, “el artista, aunque no tenga necesidad de dar a su disidencia social una forma manifiesta, se ve amenazado con la privación del derecho de vivirla y continuar su obra, a causa del acceso imposible de esta a los medios de difusión”. Pero a su vez, “el verdadero arte (…) que se esfuerza por expresar las necesidades íntimas del hombre y de la humanidad actuales, no puede dejar de ser revolucionario (…) aunque solo sea para liberar la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir a la humanidad entera elevarse a las alturas que solo genios solitarios habían alcanzado en el pasado”.
Si la plétora de guerras, crisis cada vez más recurrentes y políticas de ajuste que recorren nuestro presente, junto con las rebeliones que les hacen frente, muestran que la agonía sigue siendo la marca del capital en nuestro tiempo, otro tanto puede decirse de las consideraciones que anteceden. Mientras que el desarrollo tecnológico posibilita como nunca la producción y libre circulación de los contenidos artísticos, las masas sometidas a la explotación, la guerra y el hambre encuentran obstáculos monumentales para el acceso al arte, y mucho más para poder crearlo y difundirlo.
Para una crítica materialista del arte, el análisis de las obras y procesos concretos -que implica atender a todas sus contradicciones-, resulta una tarea insustituible a la hora de comprender el mundo social. Pero esos análisis particulares no pueden opacar el hecho de que la tendencia contemporánea fundamental es la de un dominio del capital sobre la industria cultural que de un lado limita y empobrece sus producciones, y del otro cierra el camino -pese a las posibilidades técnicas- a creaciones alternativas[xxiii]. La cultura se ve sometida crecientemente al rasero del lucro empresarial, tanto más cuando la concentración capitalista en el terreno adquiere dimensiones nunca antes vistas. En contrapartida, la tendencia a proletarizar y precarizar toda labor humana se vuelve aguda para los artistas y trabajadores de la cultura, como han mostrado los reclamos de sus organizaciones independientes ante la pandemia de coronavirus y el parate económico.
La absorción de sucesivos competidores por parte de Disney, acompañada por despidos masivos y la cancelación de proyectos cinematográficos “no rentables”, es todo un signo de la etapa. Como lo es la exigencia del CEO de Spotify de que los músicos produzcan de manera acelerada si tienen alguna pretensión de vivir de su arte, o incluso de hacerlo conocer, en un contexto en que las plataformas digitales construyen sus emporios sobre el pisoteo de las conquistas y derechos de los artífices.
El Estado burgués aparece como una pieza clave en este proceso, abonando la colonización creciente de la cultura y la educación por parte de las empresas (que va de la mano de la decreciente rentabilidad de otras esferas), en complemento con las políticas de ajuste en esos terrenos en pos de los pagos de deuda y los subsidios al gran capital. Y limitando crecientemente los fondos públicos destinados a los artistas independientes, que ven fuertemente condicionada su entrega a la censura estatal de las camarillas gobernantes.
Contra toda esta marea debe remar la libertad creadora, pese a lo cual logra a veces abrirse paso de manera más o menos consciente. De todo ello se deriva el interés común de los artistas y de la clase obrera, llamada a dirigir la revolución.
Bajo un régimen enemigo de la ilustración de las mayorías, de su aprehensión del pasado y de la libre creación de su presente, la crítica radical de la sociedad y la cultura y la organización consecuente son la flecha que dispara al porvenir. León Trotsky brinda para este desafío mucho más que un ejemplo: brinda un norte.

Tomás Eps

Notas

[i] Véase Anderson P., Consideraciones sobre el marxismo occidental, México D.F., Siglo XXI, 1998, pp. 95-98.
[ii] Deutscher I., Trotsky, el profeta desarmado, México D.F., Ediciones Era, 1968, p. 158.
[iii] Salvo indicación expresa, todas las citas del capítulo pertenecen a Trotsky L., Literatura y revolución, Buenos Aires, Antídoto, 2004.
[iv] “El partido y los artistas”, acta de intervención de Trotsky en la reunión del 9/5/1924 del departamento de prensa del Comité Central incluida en Literatura y revolución (ídem), p. 182.
[v] Desde la Ideología Alemana de 1845-1846, donde hablan de “la sociedad comunista, la única sociedad en la cual el libre desarrollo de los individuos deja de ser una mera frase” hasta El Capital de 1867, en que refieren a “una alta forma de sociedad (…) en la cual el completo y libre desarrollo de todas las formas individuales constituye la regla general”.
[vi] Una idea afín a la de Walter Benjamin de que “todo documento de cultura es a su vez un documento de barbarie”, en la medida en que “debe su existencia no ya solo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también (…) a la servidumbre anónima de sus contemporáneos” (Benjamin W., «Sobre el concepto de historia», ediciones varias).
[vii] Eagleton T., Marxismo y crítica literaria, edición digital, Titivillus, p. 36.
[viii] “El partido y los artistas”, op. cit, p.186.
[ix] Lenin V. I., “La organización del partido y la literatura del partido”, en Lenin, sobre arte y literatura, Madrid, Júcar, 1975.
[x] “Guion de la resolución sobre la cultura proletaria” en Lenin V.I., Obras completas tomo XXIII, Madrid, Akal, 1978, p. 458.
[xi] En su canónico estudio sobre el tema, Peter Bürger coloca como el objetivo central de las vanguardias la destrucción de la “institución arte”, entendida como la producción de las obras y su circulación de forma separada de la praxis cotidiana. El museo quizá sea la forma más evidente de esa institución, y el gesto de Duchamp de exponer allí un mingitorio fabricado industrialmente el ejemplo paradigmático de la acción vanguardista. Así entendida, la noción deja afuera a otros movimientos del período como el expresionismo o el cubismo. Veáse Bürger P., Teoría de la vanguardia, Buenos Aires, Las cuarenta, 2010.
[xii] Huyssen A., Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006, p. 35.
[xiii] Trotsky L., El nuevo curso / Problemas de la vida cotidiana, edición digital de Edicions Internacionals Sedov, p. 95.
[xiv] Idem.
[xv] Véase nota iv.
[xvi] Eagleton T., op. cit., p. 36.
[xvii] Literalmente “Canto fúnebre a Aleksandr”, conocido en castellano como El último bolchevique.
[xviii] Deutscher, op. cit, p. 164.
[xix] Benjamin W, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, varias ediciones.
[xx] Incluido en Literatura y revolución, op.cit., pp. 233-237. Todas las citas que siguen, salvo indicación en contrario, corresponden a este escrito.[xxi] “El arte y la revolución”, en ídem, pp. 225-232.
[xxii] En la carta citada en la nota anterior, Trotsky coloca como parte de este cuadro el hecho de que “las escuelas artísticas de las últimas décadas, el cubismo, el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo, se suceden sin alcanzar su pleno desarrollo. El arte (…) sufre muy particularmente de la disgregación y putrefacción de la sociedad burguesa”.
[xxiii] La tendencia a la homogeneización de las producciones de la industria cultural, y a la alienación de los consumidores, es lúcidamente expuesta en el análisis pionero de la industria cultural realizado por Max Horkheimer y Theodor Adorno en Dialéctica de la ilustración, de 1944. Sin embargo, su visión de la industria cultural tiende a la unilateralidad, en aseveraciones como las de que “toda cultura de masas bajo el monopolio es idéntica” –lo cual condena de antemano a cualquier creación de consumo masivo. En este y otros planos, los autores presentan una visión del capitalismo y su ideología como un sistema totalitario cerrado y autorregulado, a tono con su posición escéptica con la posibilidad de un cambio social.

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