domingo, febrero 07, 2021

Pietr Alexandrovitch Kropotkin, el centenario de su muerte


Sería lamentable que la efeméride de la muerte de Kropotkin pasará desapercibida, que no diese lugar a una reconsideración de su aporte excepcional, un personaje legendario de la historia del socialismo en general con sus fases, que no aprovecháramos la ocasión para subrayar los apartados de su vigencia, de la presencia de concepto tan necesarios y urgentes como el de la “ayuda mutua”. 
 Conocido como «el Príncipe anarquista» —su familia pertenecía a la rama familiar del Zar—, militante, escritor y científico notorio. Kropotkin fue el principal teórico del comunismo anarquista y sin duda, la figura intelectual más influyente y respetada de esta subcorriente ideológica dentro del anarquismo. Esta influencia fue particularmente importante en el movimiento obrero español, dentro del cual algunas de sus obras fueron verdaderos best-sellers siendo escuchadas en muchos casos por grupos de campesinos analfabetos a los que un instructor se las lee. Kropotkin provenía de la notable franja de disidentes de la llamada «nobleza concienciada». Su padre fue un hombre bastante conformista, pero su madre era un personaje byroniano, noble, hermosa e inquieta. Pietr fue adoptado —al igual que su hermano Nicolás que resultó más influenciado por las doctrinas de populistas de Lavro por unos criados, por el pueblo, que les mostró su profunda humanidad. Por eso, a pesar de que se educó en el aristocrático «cuerpo de pajes» cuyos miembros gozaban de notables privilegios y de preferencias en el ejército, Pietr fue inclinándose casi irreversiblemente por la rebelión. Su primera actuación discrepante, fue al recibir el mando escogiendo destino en un regimiento siberiano marginal. Después de superar numerosos problemas burocráticos, se accedió a su petición y pudo viajar a la Siberia. 
 Allí conoció a numerosos exiliados políticos —algunos de los cuales habían conocido a Bakunin— y desarrolló algunas de las expediciones que le dieron una importante reputación como geógrafo (ver, Julio Muñoz Jiménez y Nicolás Ortega Cantero, El pensamiento geográfico, Alianza Universidad, Madrid, I cap.). En 1868, Kropotkin se retiró del ejército y se dedicó primordialmente a sus trabajos científicos: investigó formaciones geológicas en Finlandia y se interesó por los progresos de la exploración del Ártico. Tres años más tarde, se le ofreció el cargo de secretario de la Sociedad Geográfica Rusa, pero ya tenía otras preocupaciones. Sus inquietudes políticas se acrecentaron cuando comprobó el fracaso del reformismo palaciego en la cuestión de la libertad de los siervos. Desde entonces, dejó de interesarse por la geografía por lo que limitó sus aportaciones a diversas colaboraciones ocasionales, y a ensayos orientados sobre todo a ganarse la vida. Influenciado por diversas lecturas y sobre todo por la irresistible atracción que sintió por la corriente de los norodniks y por su idealización del campesinado y de la comuna agraria —con la que esta corriente pensaba encontrar un «atajo» para llegar al socialismo evitando la revolución industrial— como forma de organización social ideal. 
 En 1872, Kropotkin logró salir al extranjero y visitar Suiza. Después de haber tratado con las diferentes tendencias socialistas, se decidió por los discípulos de Bakunin, aunque su visión del anarquismo y de sus métodos diferían notablemente de los de éste. La mayor parte del tiempo que permaneció en Suiza lo pasó entre los relojeros del Jura, y entre ellos se impregnó de las ideas fundamentales de un anarquismo basado en el artesanado y al que permaneció inalterablemente fiel hasta el final de su vida. Kropotkin no volvió a tener más una relación viva y estrecha con el movimiento obrero organizado. Una vez en Rusia se convirtió en un clandestino Borodin que se hizo famoso en los medios opositores antes de ser detenido por la policía. Tuvo que purgar dos años de cárcel en San Petersburgo y conoció un trato benévolo gracias a sus familiares. En 1876, pudo fugarse de una forma bastante rocambolesca y trasladarse a Inglaterra, no pudiendo regresar a Rusia basta más de cuarenta años después. Durante ese tiempo su relación con el movimiento revolucionario ruso fue sobre todo intelectual y particularmente con los sectores más radicales del populismo. 
 Su labor en Inglaterra —donde llega a convertirse en una figura admirada y respetada, incluso entre la flor y crema de la intelectualidad liberal victoriana— le hace pronto ser el más sobresaliente representante del núcleo libertario inglés que coexiste todavía con la Federación Socialista primero, y con la Liga Socialista después. Vuelve a Suiza en 1879, y desde allí extiende su influencia propagandística, escribiendo, entre otras cosas, primer folleto en el que intenta sistematizar su pensamiento: La idea anarquista desde el punto de vista de la acción práctica. Expulsado de este país en 1881 —fecha en la aproximadamente la famosa Federación del Jura empieza su «aburguesamiento»—, se traslada a Francia donde será encarcelado durante dos años hasta que una petición de gracia firmada por varios de los nombres más rutilantes de la intelligentzia liberal victoriana, consigue su liberación. Esta será la última aventura militante. 
 Definitivamente instalado en Londres, se dedica —excepción hecha de algún viaje para dar alguna conferencia y de alguna acción menor— totalmente a su obra escrita dentro de la cual ocupa un lugar capital La ayuda mutua: un factor de la evolución (ZYX, Bilbao, 1970, entre otras muchas). Esta obra ha supuesto, en una opinión muy generalizada entre los especialistas, el mayor esfuerzo por parte de la corriente libertaria de encontrar un soporte científico. Kropotkin contradice algunas de las ideas expresadas por Charles Darwin —al que consideró siempre uno de sus maestros— y sobre todo las que la de la obra de éste dedujeron los llamados «darwinistas sociales» con las que la ley del más fuerte del capitalismo monopolista trató de encontrar un suplemento a la ética protestante y a la religión tradicional. Para Kropotkin, la tendencia más influyente y progresiva de la evolución humana no es la competencia sino la ayuda mutua, que «complementa la competencia, anulándola» porque, en su opinión, está demostrado “que los grupos y agrupaciones más débiles se agrupan y solidarizan entre ellos para superar su debilidad, y que en esa práctica, de la ayuda mutua y su desarrollo subsiguiente creaban las condiciones mismas de la vida social». Gracias a esta tendencia aunada con la iniciativa individual, se produjeron desarrollos como el alcanzado por la Grecia clásica y en «la amplia difusión de los principios de la ayuda mutua en la época presente vemos también la mejor garantía de una evolución aún más elevada del género humano». 
 Intelectual completamente deudor del espíritu liberal y positivista de su tiempo, el «Príncipe Anarquista» está persuadido de que: «Los descubrimientos del siglo XIX en el dominio de la mecánica, de la física, de la química, de la biología, de la astrología, etc, no se debieron a la ayuda del método dialéctico, sino al científico natural, al deductivo-inductivo, y como el hombre es una parte de la naturaleza, como el crecimiento de una flor o el desarrollo de la vida colectiva entre las hormigas o las abejas, no existe ninguna razón para que hayamos de modificar nuestros métodos cuando pasamos de una flor a un hombre. Cuando en la segunda mitad del siglo XIX, se empezó a aplicar el método inductivo-deductivo, el estudio de la sociedad humana, en parte alguna se halló un punto en que hubiese sido rechazado para volver a la escolástica medieval reivindicada por Hegel». Este planteamiento le alejaba no sólo de Marx —convertido en algo no muy superior a un plagiario y a un intrigante alemán— sino también de Bakunin que siempre puso mucho mayor énfasis en la destrucción como labor creadora en tanto que Kropotkin lo hace especialmente en las tareas constructivas y pacíficas. 
 Una aportación por lo general poco valorada, es la de Kropotkin historiador en la que mostró una perspicacia y una capacidad de introspección poco común. Escribió un estudio muy elaborado sobre la Revolución francesa (La gran revolución. 1789-1798, de la que la Ed. Nacional mexicana realizará una hermosa reedición en 1967; la Fundación que lleva el nombre de su traductor, Anselmo Lorenzo, ha hecho una edición abreviada), con el propósito de demostrar que su verdadero origen había que encontrarlo especialmente en los desórdenes económicos y en el descontento del pueblo llano, y para concluir que aunque destruyó el absolutismo político y la servidumbre económica, fracasó a la hora de satisfacer las exigencias de las demandas inconexas de unas masas que después de protagonizar los capítulos más trascendente fueron sustituidas por los partidos políticos, por los jacobinos en los que halló luego un precedente del bolchevismo. 
Otra aportación notoria —que tuvo un impacto inmediato en las huestes ácratas dando lugar a interminable polémicas—, fue la doctrina del «comunismo libertario» que contraponía al «individualismo anarquista» de Proudhon, al colectivismo que veía en Bakunin. Kropotkin estaba convencido de que el Estado se había formado negando y aplastando las formas de vida basada en las «comunidades libres» como las de las ciudades independientes de la Edad Media. Por lo mismo creía que el problema de la revolución no radica tanto en la destrucción frontal del Estado y tampoco en transformar la naturaleza de éste, sino en el desarrollo de comunidades-modelos, colectividades o cooperativas como las descritas en Campos, fábricas y talleres (Júcar, Madrid, 1978).
 Parece evidente que lo que se ha llamado el tercer anarquismo (después del de Proudhon y del de Bakunin) pierde gran parte del dinamismo y la fe en la revolución que impregnó al segundo. Frente a la indignación violenta y el insurreccionalismo, Kropotkin opone un cierto gradualismo justificando una actuación a largo plazo por la inevitabilidad positiva del progreso. Su anarquismo formaba parte de una filosofía natural y científica que descansaba en la confianza ciega en la capacidad de las masas en mayores reconstruir una economía natural y comunitaria sin entrar en demasiadas consideraciones sobre las condiciones socioeconómicas y los imperativos trágicos de la guerra de clases. Esta aptitud fue creciendo en un marco nacional estable como el británico de entre siglo, en el que los conflictos sociales no fueron nunca relevantes y en donde la izquierda fue progresivamente integrada gracias a la expansión colonial y a la integración de ciertas reformas. Con el tiempo, Kropotkin fue admirado como un revolucionario pasivo, como un león domesticado, que aunque nunca llegó a pactar directamente con el sistema no por ello dejó de ser asimilado. Su actuación respetuosa, dolorosamente crítica contra las actuaciones terroristas, su bondad natural, su debilidad ante el halago, le hicieron ser un anarquista excepcionalmente admirado por los salones de la «alta sociedad» y por gente tan poco radical como los fabianos.
 Por eso hay que admitir que su posición cuando estalló la Primera Guerra Mundial —que había previsto y denunciado con vehemencia como pacifista— no fue una improvisación. Aceptó plenamente la versión oficial de las autoridades británicas y francesas y descargó toda la responsabilidad del drama en los alemanes a los que englobó —desde Guillermo II a los marxistas— como enemigos de la civilización, y encabezó el famoso manifiesto de los 16 a favor de los aliados. Vio entonces que había sido la influencia del autoritarismo prusiano el punto de infección que creó el cáncer zarista. Apoyado por una minoría del movimiento anarquista internacional —así como por su fiel compañera Sofia, típica esposa abnegada para un hombre que ignoró los criterios del feminismo—, Kropotkin fue inflexible en este punto y asistió con dolor y estupor a las críticas que gente como Malatesta le hacían irreductiblemente desde su propio campo. Su actuación en la Rusia postrevolucionaria fue una continuación de este posicionamiento.
 Al regresar a Rusia fue en un principio recibido como uno de los exiliados más ilustres, pero sus posiciones favorables a la continuación de la guerra fueron apartándole de los movimientos de masas y de la tendencia anarquista más internacionalista. Favorable al gobierno de Kerensky —que planeó abrillantar su gobierno concediéndole una cartera, lo que Kropotkin no aceptó por fidelidad a su trayectoria—, se opuso a los soviets y criticó la dualidad de poderes en nombre del orden y de la continuación de la guerra. Su constitución empezaba a resentirse cuando los bolcheviques tomaron el poder causándolo un doble disgusto: como liberal partidario del Gobierno provisional y como anarquista favorable a la descentralización económica. En junio de 1918 se retiró de Moscú al campo pasando a ser un símbolo de una tradición anarquista que, a través de él y de sus partidarios, se daba la mano con las tendencias populistas. Orientó sus últimos esfuerzos hacia el desarrollo y coordinación de cooperativas locales y hacia la escritura de una Ética por encima de las contradicciones de clase. Pocas veces como ahora se sintió tan cercano al anarquismo moralista de Tolstoy, personaje con el que tuvo una lejana e intensa amistad basada en no pocas afinidades. Se entrevistó con Lenin —al que trató muy duramente— en dos ocasiones para interceder por los detenidos, y denunció el apoyo de los Aliados a los blancos, sugiriendo que con ello Occidente exasperaba a la revolución y proponía a cambio una actitud más constructiva de una civilización que ya no cuestionaba. Fue tratado con benevolencia por las autoridades, y al morir quedó consagrado como una gran personalidad rusa. El entierro de Kropotkin fue, al parecer, el último acto del anarquismo ruso en la legalidad. 
 Hasta ahora su biografía más minuciosa es la de Woodcock (George) y Avakumovick (Iván), El Principe anarquista (Júcar, Madrid, 1975, con un prólogo de Angel J. Cappelletti. A señalar también; Planche (Fernand) y Delphy (Jean), K. descendent des Grands Princes de Smolenk, Page de L´ empereur, Savant Ilustre, Revolutionnaire International Vulgarisateur de la Pénsee anarchiste, París, 1948; así como la antología anotada por Cano Ruiz, El pensamiento de Pedro Kropotkin (Ed. Mexicanos Unidos, 1978). Otras obras traducidas son. Palabras de un rebelde (Olañeta, Mallorca, 1977), La moral anarquista (idem), La conquista del pan (que vale la pena leer con las crónicas de Díaz del Moral sobre sus lecturas en los campos de Andalucía), Memorias de un revolucionario (ZX, Bilbao, 1973), El Estado; La literatura rusa. Los ideales y la realidad (Claridad, Buenos Aires, 1943), La ciencia moderna v el anarquismo; La moral anarquista (Júcar, prólogo de Carlos Díaz), Panfletos revolucionarios. (Ayuso, Madrid, 1977, con una introducción del recopilador: J. Álvarez Junco), Selections from his. Writtings. 2 vols, intr. y recop. de Herbert Read, de que existe una traducción en Tusquest/Acracia. Quizás la única obra importante que no ha sido reeditada es su extenso ensayo sobre La literatura rusa. Los ideales y la realidad (Claridad, Buenos Aires, 1945). 

 Pepe Gutiérrez-Álvarez

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