sábado, julio 14, 2018

Mary Wollstonecraft Shelley Godwin, una historia feminista



Llega a nuestras pantallas Mary Shelley (Haifaa Al-Mansour, 2018), interpretada por una elogiada Elle Fanning en un momento en el que el feminismo está cobrando una trascendencia de la que hasta ahora había carecido.
Conocida mundialmente como la autora de ”Frankenstein” —inspirador de casi un millar de obras entre el cine, el teatro y el cómic—, una novela excepcional de la que el cine ha extraído infinidad de variantes. Este personaje nació de algo más que el desafío de Lord Byron junto a una chimenea con vistas al lago Lemán en el verano más frío del siglo XIX, un momento evocado en una de la mejores películas de Gonzalo Suárez, “Remando al viento” (España, 1988).
El trasfondo de la narración alumbraría un mito universal tiene relación con las circunstancias extraordinarias que la rodearon desde que nació el 30 de agosto de 1797 en Londres. A su alrededor el viejo mundo se había disgregado tras un atracón de revoluciones. La industrial se hallaba en plena sobreexcitación gracias al perfeccionamiento de la máquina de vapor de James ­Watt. La política digería la sobredosis de guillotina de Robespierre y compañía abrazando la vuelta al orden. Las ideas y la ciencia (aún llamada filosofía natural) se removían igual de convulsas, con las teorías de Lavoisier que inauguran la química moderna o las expediciones a los polos para profundizar en el magnetismo. Y todas aquellas revoluciones tomaban el té en su casa atraídas por su padre, el novelista y filósofo William Godwin (1756-1836), partidario de abolir la propiedad y contrario a toda forma de gobierno. En muchas historias figura como uno de los primeros anarquistas.
Godwin vivía con su segunda esposa, Mary Jane Clairmont, y cinco hijos de diferentes orígenes biológicos en lo que hoy sería una moderna familia reconstituida. Mary W. Shelley crece marcada por el pensamiento de su madre, la escritora y filósofa Mary Wollstonecraft (1759-1797), que la invita a formarse como una ciudadana concienciada antes que una esposa sumisa. Una madre ausente, cuya tumba era un frecuente rincón de lectura. La autora trasladará su experiencia de orfandad a la criatura literaria, que esparce dolor y muerte porque no tiene quien le quiera.
En 1792, tras el éxito de un ensayo en defensa de la Revolución Francesa, Mary Wollstonecraft publicó Vindicación de los derechos de las mujeres, donde exigía la educación para las niñas: “Para hacer el contrato social verdaderamente equitativo, y con el fin de extender aquellos principios esclarecedores que solo pueden mejorar el destino del hombre, debe permitirse a las mujeres encontrar su virtud en el conocimiento, lo que es apenas posible a menos que sean educadas mediante las mismas actividades que los hombres”. Esta obra está considerada como el más importante tratado feminista, escrito no por casualidad en paralelo a la Declaración Universal de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana redactada por la francesa Olympe de Gouges, decapitada en París por querer llevar los derechos humanos demasiado lejos.
Pero si el amasijo de ideas de Mary Woll­stonecraft resultaba transgresores de nacimiento, desde su biografía encarnó varios mitos románticos por sus desamores y sus dos tentativas de suicidio. Entre el episodio del láudano y el del río Támesis viajó por Escandinavia con su primera hija, Fanny, y una niñera. De la experiencia saldría un libro de viajes que entusiasmó a William Godwin: “Si alguna vez se escribió una obra con la intención de que un hombre se enamorara del autor, me parece que es esta”. Los dos escritores se hacen amigos, amantes y, por último, cónyuges entre burlas de la prensa conservadora (Godwin se había manifestado contra al matrimonio en escritos públicos). El miércoles 30 de agosto de 1797 nace la única hija de ambos, Mary. La filósofa ha pasado las contracciones leyendo en voz alta El joven Werther, de Goethe, con su marido. El mismo libro que en el futuro disfrutará en la ficción un engendro de dos metros y medio de altura y labios negros.
Seguramente Mary no se educó como habría deseado su madre, fallecida a los 11 días del parto, pero su padre estimuló su intelecto desde primera hora. Los biógrafos sugieren que creció con más pensadores que afectos. “Se sentía sola a menudo y carente de un sentimiento de identidad familiar”, señala James Lynn, “las relaciones con la segunda esposa de su padre eran pobres, y aunque Godwin le dio una buena educación, desatendió sus necesidades emocionales”. El ambiente era el de la las ideas más avanzadas de su época. La joven Mary podía escuchar en su casa al poeta Samuel Taylor Coleridge, al inventor William Nicholson o al químico Humphry Davy. Su padre la llevaba a conferencias sobre electricidad y a tomar el té con el divulgador del vegetarianismo John Frank Newton.
Todo este magma intelectual y creativo dejó huellas en Frankenstein: el capitán Walton alude a un poema de Coleridge (‘La balada del viejo marinero’) y el gigante mata, pero es vegano. En el mismo arranque de la novela se presenta un viejo amigo de Godwin: “En opinión del doctor Darwin, y de algunos fisiólogos de Alemania, los sucesos en los que se basa la presente ficción no son enteramente imposibles”. También el médico y naturalista Erasmus Darwin, defensor de una teoría sobre el origen único de la vida y abuelo del autor de El origen de las especies, también se evocará en Villa Diodati en el frío verano de 1816. Momentos antes de que Mary tenga la visión que alimenta Frankenstein, los poetas Lord Byron y Shelley rememoran uno de sus supuestos ensayos, según relata la propia escritora: “Al parecer había conservado un hilo de masa en un bote de cristal, hasta que, por algún extraordinario proceso, aquello comenzó a agitarse con un movimiento autónomo. (…) Quizá un cadáver podría reanimarse, el galvanismo había dado pruebas de cosas semejantes: quizá se podrían manufacturar las partes componentes de una criatura, y después podrían reunirse y dotarlas del calor vital”. La gran pregunta que se hace Victor Frankenstein —“¿Dónde residirá el principio de la vida?”— era la gran pregunta de la época, un interrogante que aún nos sobrecoge.
Ante la falta de respuestas precisas, triunfan los sucedáneos. La electricidad vive su minuto de gloria desde mediados del siglo XVIII. Los desvelos científicos de Benjamin Franklin, Luigi Galvani y Alessandro Volta coinciden con el trilerismo feriante. En su ensayo Mujeres y libros, el editor Stefan Bollmann recrea un popular espectáculo de “electrificadores”: “Ponían en marcha las ruedas de sus máquinas electrostáticas y enviaban descargas eléctricas a través de las manos de una cadena humana. Suspendían a una persona de tal forma que levitaba y hacían que la cabeza le brillara”. El poeta Shelley también acabaría frecuentando el ágora doméstica de William Godwin, atraído por el pensamiento de un filósofo casi más célebre por controversias públicas como la que mantuvo con Malthus que por sus espesos tratados políticos. Percy era igualmente especialista en controversias: se había casado con la oposición de su influyente familia y acababa de ser expulsado de Oxford por propagar el ateísmo. Mary tiene 16 años cuando se fuga con él, aunque en seguida regresan por la falta de dinero. A partir de ahí sus biografías alimentan el mito de la perfecta pareja del romanticismo, con una sucesión de cimas literarias y cadáveres jóvenes: solo sobrevive uno de sus cuatro hijos y, a los 29 años, Percy B. Shelley se ahoga en Italia. En el futuro la escritora se alejará del malditismo y se preocupará por obtener la aprobación social para ella, su único hijo y el poeta muerto.
Pero cuando Mary W. Shelley escribe su relato en 1816 para la competición sobre historias de fantasmas, que ha convocado Lord Byron en el verano más frío del siglo, tiene solo 18 años, un bebé vivo y otro muerto, y una relación escandalosa que finalizará con el suicidio de la primera esposa de Shelley. Ignora que está forjando un mito universal y que, en aquella familia donde solo contaban los que tenían méritos literarios, rebasará la popularidad de todos ellos.
En enero de 1818, casi dos años después de la estancia en el lago Lemán, se publica Frankenstein o el moderno Prometeo con una tirada de 500 ejemplares. No lleva firma. Se especula con la mano de Percy B. Shelley (que aporta correcciones al manuscrito). Pero si algún incrédulo ha sobrevivido en estos 200 años, en 2013 perdió la última esperanza. En la segunda edición de 1823 (de tirada similar a la anterior), la escritora se identifica. En apenas tres años se realizan 10 adaptaciones teatrales diferentes, incluyendo paródicos finales sobre la muerte de la criatura, que irá alejándose de su cultivado espíritu original —leía a Plutarco, Milton y Goethe— para convertirse en el imaginario colectivo en un monstruo atornillado y algo bobalicón. La obra se emancipa de la autora. Sus lectores encuentran en Frankenstein lo que necesitan: terror gótico, anticipo de ciencia-ficción o un dilema ético sobre los límites de la ciencia.
La película es melodrama sobre la adolescencia de la autora de Frankenstein y los acontecimientos que la llevaron a escribirla (en su mayoría trágicos, aunque entre ellos estén el descubrimiento del amor y de su pulsión creadora), una insistencia excesiva, con tendencia a lo didáctico, al abordar determinados asuntos clave. Uno: las dificultades de Mary Shelley para hacer valer su voz y su obra en un mundo que negaba la mujer. Una de sus mayores aciertos establecer los paralelismos entre Mary Shelley y su célebre monstruo sin caer en lo obvio, sin representar la intimidad del personaje con las texturas góticas de su fantasía. Haifaa Al-Mansour también acierta al convertir el biopic en un drama adolescente. Al atribuirles la fiebre y la temeridad de esa etapa vital, desmitifica a los personajes y da a sus historias una dimensión humana subyugante. En definitiva una película discutida que supone un paso adelante en el conocimiento del universo de Mary Shelley, y animará más si cabe una discusión inscrita como uno de los dos temas olvidados de la gran revolución francesa: el de la igualdad de la mujer y el de los derechos sociales de trabajadores y trabajadoras con los que esta élite romántica estaba plenamente identificado.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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