viernes, marzo 30, 2018

Van Heijenoort, militante revolucionario de la IV Internacional



Entre el 28 y el 29 de marzo de 1986, fue asesinado Jean Van Heijenoort, secretario de Trotsky, eminente intelectual y luchador por la construcción de la IV Internacional.

Van, el militante, el amigo, el hombre(1)

Por Pierre Broué

Van murió de tres balas en la cabeza, disparadas a quemarropa en la noche del 28 al 29 de marzo de 1986. El que fuera valioso colaborador de León Trotsky durante siete años, de Prinkipo a Coyoacán, reposa de aquí en adelante no lejos de este último, en el cementerio francés de la ciudad de México.
Nació como Jean van Heijenoort el 23 de julio de 1912 en Creil [Francia, NdT], hijo de un trabajador holandés emigrado, que era obrero en las usinas Fichet. Sólo tenía dos años cuando su padre murió, en la primera semana de la guerra, de una úlcera en el estómago cuya hemorragia no pudo ser detenida por haber partido [al frente] todos los médicos. Su madre y su abuela se emplearon como criadas y él se alojó con ellas en las casas burguesas donde trabajaban. Caracterizado ya por el vigor excepcional de sus aptitudes intelectuales, conservó de la guerra –incluyendo los años en los que sólo tenía dos o tres años de edad– recuerdos de una extraordinaria precisión.
Conoció la pobreza, pero no la miseria, porque esas mujeres trabajaban y vivían para él y su hermana y no le faltó amor. Pero tuvo que sufrir el odio ramplón, el racismo. Nunca olvidó que fue golpeado en la escuela, tratado como “sucio alemán” a causa de su apellido “extranjero” y de su físico –“pinta” de rubio con ojos azules– y también porque Guillermo II, “el Káiser”, como se decía, se había refugiado en Holanda en 1918. Sin embargo, la escuela comunal iba a abrirle las puertas del saber. Habiendo salido primero en el concurso departamental de “becas” al finalizar su escuela primaria, fue aceptado como interno en el colegio de Clermont-d’Oise, donde completó brillantes estudios. Siendo muy joven, supo hacerse respetar e hizo retroceder a vejadores y persecutores. Este excelente alumno era un chico que no se sometía. La política entró muy temprano en su vida porque él así lo quiso. Odiaba la guerra, aborrecía los discursos nacionalistas y las prédicas, amaba la vida y aspiraba a la justicia y a la libertad inmediatas. Su experiencia de niño del Norte, que creció durante la guerra con el ruido de fondo de los cañones y en una sociedad de clase que hacía gala de todos los estigmas de la injusticia, lo condujo primero a un comunismo “utópico y rousseauniano” y, luego, a la lectura de l’Humanité con el grupo de colegiales que había reunido junto a su amigo Jean Beaussier.
Su inteligencia hizo rápidamente de él un joven comunista simpatizante de las ideas de Trotsky, del que todavía no había leído casi nada pero cuya importancia presentía y al que, en todo caso, se rehusaba a condenar sin haberlo leído.
Brillante bachiller, obtuvo la beca que le permitió entrar en matemáticas superiores en el liceo Saint-Louis de París a comienzos de octubre de 1930. Algunas semanas después, pasó lo que tenía que pasar: conoció a un grupo de jóvenes militantes de la Oposición de Izquierda, conducidos por Yvan Craipeau. Acababan de abuchear una obra anticomunista en el teatro de Charles Dullin, al que impusieron un debate y quien terminó dándoles la razón. De paso, habían ganado a Van. Era un militante magnífi co. Sin dejar las matemáticas, completaba su conocimiento del ruso y participaba en todas las actividades del pequeño y dinámico grupo al que acababa de unirse. Por lo tanto, fue completamente natural que a comienzos de 1932 Raymond Molinier, en búsqueda de un secretario-guardaespaldas para Trotsky, propusiera a Van partir hacia Prinkipo. Van no lo dudó ni un segundo: ni se le hubiera ocurrido dudar. Partió lleno de entusiasmo a ponerse al servicio directo de aquél a quien admiraba, cuyos escritos, publicados en diferentes idiomas, ahora conocía; el compañero de Lenin, el jefe del Ejército Rojo, convertido en el impulsor de la Oposición de Izquierda, el hombre del destino de la revolución mundial. El tren que llevaba a Van era el de la Historia, cuyas alas ya cabalgaba…
Sus siete años al lado de Trotsky los relató Van, con la discreción que lo caracterizaba, en Con Trotsky, de Prinkipo a Coyoacán: testimonio de siete años de exilio. ¿Qué podemos agregar a su propio relato? En primer lugar, la crisis que lo sacudió luego de la escisión de La Commune: como los jóvenes militantes de su generación, Van se había sentido atraído por la personalidad de Raymond Molinier, su intrepidez, su combatividad, su actividad.
La condena de Molinier por parte de Trotsky, su llamado a expulsarlo, lo sorprendieron: en un primer momento, los argumentos del Viejo no lo convencieron. Sin embargo, después de muchas semanas de combate y debate, abandonó el grupo La Commune, uno de cuyos pilares era su compañera Gaby, y escribió a Trotsky que reconocía haberse equivocado. Podemos creerlo: estaba convencido. Tenía grabado en el corazón la fórmula: “¡Haz lo que debes, pase lo que pase!”(2) . Sin embargo, el desgarramiento personal pesó mucho, y me habló de eso largamente y con frecuencia.
Acompañó a Trotsky en su viaje y en los primeros días de estadía en Noruega, en junio de 1935, de donde volvió [a Francia] en agosto de 1936, cuando se produjeron los procesos de Moscú y las primeras medidas represivas del gobierno de Oslo. Es en esta época que l’Humanité lo trató de agente fascista, criminal, asesino, en artículos en los que él era el blanco, junto con Erwin Wolf, porque eran los dos valientes que habían intentado quebrar el aislamiento de Trotsky que había exigido Moscú.
Me había hablado de amenazas del órgano del PC francés contra Wolf –asesinado efectivamente en España en 1937– pero sólo remitiéndome a l’Humanité descubrí que las amenazas también apuntaban a él, lo que no me había dicho.
Durante el período de la estadía de Trotsky en Francia, donde lo acompañó en gran parte de su peregrinación entre Barbizon y Domène, principalmente en Lyon y Grenoble, fue también el enlace entre París y Domène y el traductor cada vez más solicitado: es él quien tradujo la serie de artículos editados más tarde con el título ¿A dónde va Francia? En 1936, es también él quien traduce la obra de León Sedov El libro rojo. Impulsor en 1935 del Secretariado Internacional de los Jóvenes, organizador en 1936 de la huelga en la Francia mutualista, también era el padre de “Jeannot”, nacido durante una de sus estadías en Domène.
Desde su llegada a México en 1937, se sumergió en el trabajo de archivo necesario para la defensa de los acusados en los procesos de Moscú y para el funcionamiento de la contra-indagatoria de la comisión Dewey. Allí, en los primeros meses, al lado de Jan Frankel, realizó un trabajo titánico con los papeles de Trotsky, los que contribuyó todo cuanto pudo a preservar y clasificar, poco a poco, desde los años de Turquía, y a los que conocía mejor que nadie. Es que era preciso encontrar rápidamente tal o cual documento indispensable, analizarlo, reproducirlo e incluso traducirlo, comentarlo, comunicarlo. La defensa de Trotsky ante la comisión Dewey, en gran parte, reposó materialmente sobre sus espaldas. Es en esta oscura batalla que se ganó la estima de todos los intelectuales norteamericanos ganados para la defensa de Trotsky(3) .
Después de la partida de Frankel en el verano de 1938, Van ya no era sólo el bonachón para todo servicio, sino el hombre de confi anza, el único recurso, Van-el-arregla-todo, de quien André Breton brindó una descripción tan justa como emotiva en su discurso del 11 de noviembre de 1938 (“Visita a Trotsky”, Cahiers Léon Trotsky n° 12, diciembre de 1982). Él, que a su llegada no hablaba una palabra de español, logró construir en unos pocos meses una sólida red de relaciones –sin la cual nada es posible en México– con de la prensa y el aparato del Estado, el mundo político y el universo cardenista. Esto no le impidió continuar militando como trotskista, escribir artículos teóricos –firmados como Jean Rebel– en la revista Clave, que Trotsky inspiró bajo la cobertura de sus amigos intelectuales mexicanos. Era al mismo tiempo el amigo de Breton y el confidente de Frida Kahlo.
A propósito de los silencios de Van, quisiera evocar aquí una anécdota en relación con el texto de Breton que acabo de mencionar y el homenaje que el poeta rinde allí a Van, “revolucionario de la cabeza a los pies”, a quien llama “el hombre tal como yo lo entiendo, el amigo en toda la acepción de la palabra”. Un día de julio de 1982, encontré en Harvard una copia de la protesta que [Van] le había dirigido a Breton con fecha del 6 de diciembre de 1938:
P.S. – Me escribieron de diferentes lados sobre un discurso suyo donde trataba sobre mí. Qué fastidio.
En esta protesta está comprendido todo Van. Completamente decidido a embromarlo, copié la frase y la llevé a la casa en la que ocupábamos habitaciones enfrentadas. Él no había vuelto; pegué la copia en su puerta y lo esperé trabajando en mi cuarto. Se reunió conmigo una hora más tarde, por una vez nada dispuesto a sonreír, como yo esperaba, sino real y profundamente desolado al descubrir la amplitud de mi estupidez: ¿cómo podía yo no comprender cuán imprudente había sido Breton al decir que Van trabajaba al menos doce horas por día, sin recibir paga alguna, sólo alojamiento y comida, lejos de Gaby y de Jeannot? ¿Trotsky no iba a creer que Van se estaba quejando? Confieso haber asegurado a Van que comprendía muy bien y que, en efecto, había cometido un error estúpido al encontrar cómica su protesta ante Breton.
De hecho, Trotsky se sentía culpable frente a jóvenes como Van o Jan Frankel, que le consagraban años de su vida, no desde luego a causa de estudios que les faltaran –aunque esto fuese importante a sus ojos– ni debido a [hacerse de] una “carrera”, sino simplemente porque su situación a su lado, por enriquecedora que fuera en ciertos aspectos, los aislaba de la vida, del movimiento real de las masas, y alimentaba en su pensamiento cierta abstracción, inevitable en el contexto en el que se formaban, pero lamentable. Por eso, pese al disgusto de la separación de personas irremplazables –como lo eran Jan y Van– estaba feliz de verlos volar finalmente con sus propias alas y hacer su experiencia política. La de Frankel se detuvo con la escisión de 1940. La de Van duró más tiempo; también se realizó en las filas del Socialist Workers Party –él era Gerland en la discusión de 1939-1940–, pero en definitiva no fue más positiva. Creo que llegó el momento, para el historiador, de decir serenamente, en una revista científica y sin polémica, lo que Van no quiso escribir, primero porque no podía hacerlo sin pasión y, más tarde, porque hacerlo tal vez ya no le parecía esencial. Me habló de eso con frecuencia y largamente, de preferencia en nuestros paseos dominicales, pero también en la vigilia de las bellas y frescas noches de California. Secretario de la Internacional, responsable del S.I. en Nueva York a partir de 1940, Van estimaba –y estimó hasta el final– que no había sido colocado allí en condiciones elementales de funcionamiento acordes a un organismo internacional, y que el S.I. fue deliberadamente sofocado y paralizado en su acción, que él juzgaba capital, por la mala voluntad y la pasividad de la dirección del SWP. Su voz –lo cual es raro– se empañaba de indignación cuando evocaba “el control burocrático” que hacía pesar sobre él el miembro norteamericano del S.I., Bert Cochran (E.R. Frank, ver Cahiers Léon Trotsky n° 20), las sesiones donde éste discutía sobre las comas de la correspondencia, retardándola sistemáticamente, comprometiéndola a veces, su oposición sistemática a toda propuesta y toda iniciativa. Van –quien era entonces Daniel Logan, Marc Loris, Ann Vincent– tuvo choques más graves aún. Se indignaba
francamente cuando evocaba las audiencias que le otorgaba entonces James P. Cannon, el dirigente del partido norteamericano, el SWP, sobre los problemas teóricos y prácticos de la IV Internacional, sobre la cuestión nacional en Europa, el problema de las consignas democráticas, la necesidad de ayuda a los militantes de Europa [que se hallaban] bajo un régimen de opresión. Consciente de la enorme responsabilidad a cargo suyo desde la muerte de Trotsky, Van soñaba con volver clandestinamente a Francia.
Me aseguró a menudo que para todas estas cuestiones apremiantes no obtuvo más respuesta, después de horas de alegatos apasionados por la Internacional, que una serie de gruñidos inarticulados y la garantía del “veremos”. En este período, Van trabajaba para vivir y realmente hizo de todo. Esto no impidió, me dijo, que Cannon le reprochara “exigencias de pequeño burgués” respecto a los horarios de reunión con los miembros permanentes del SWP, que no tenían las obligaciones horarias de las que él era esclavo. Siempre le escuché manifestar, respecto a este período, su amargura y, a veces, cierto rencor.
Sobre los últimos años de su actividad militante dentro de la IV Internacional era, en cambio, más discreto, prometiéndome solamente que “un día” me hablaría de su participación en la tendencia Goldman-Morrow, una promesa que no pudo cumplir. A partir de 1943, en efecto, actuó en connivencia con Felix Morrow y Albert Goldman y, juntos, se opusieron a Cannon, en particular sobre las cuestiones europeas. A sus ojos, era absurdo imaginar en 1943 que la revolución socialista iba a producirse sin transición y vencer al día siguiente de la caída del nazismo, creer que era tiempo de guardar las consignas democráticas en el momento en que el fascismo caía en Italia; consideraba como un error enorme, que rozaba la renegación, ver en el avance del Ejército Rojo, en una aplicación mecánica de los textos [de Trotsky] de En defensa del marxismo, un automático paso hacia delante de la revolución, un error más grave aún que negar lisa y llanamente el rol contrarrevolucionario del Kremlin a escala mundial. Por eso, no es sorprendente que sólo una vez estuviera de acuerdo con Cannon, acerca de la disolución del S.I. de Nueva York al final de la guerra y el traspaso de sus poderes al organismo constituido durante la guerra por Michel Pablo, el secretariado europeo. En efecto, se trataba de asegurar la independencia del organismo supremo de la IV Internacional respecto al SWP, objetivo a sus ojos prioritario. Pero Van no podía continuar trabajando con el S.I.: beneficiario de una prórroga en el servicio militar, movilizado de hecho al servicio de Trotsky y, después, de la Internacional, se encontraba en situación irregular respecto al ejército francés y el asunto, aunque desprovisto de gravedad, sólo pudo arreglarse luego de varios años.
En 1948, después de la expulsión del SWP de sus camaradas de tendencia, Van rompió con la IV Internacional y el marxismo. Nunca quiso hablarme de esta ruptura y nunca me dijo más que lo que escribió en sus recuerdos, en la página 211; o sea, mucho menos que lo que había escrito en la Partisan Review de marzo de 1948, con la firma de Jean Vannier, sobre el balance del siglo transcurrido desde la redacción del Manifi esto del Partido Comunista.

* * *

Van volvió a Europa recién en 1957, por cuenta de la Universidad de Harvard, en busca de los documentos de los archivos de [León] Sedov, vendidos, pero no suministrados por Trotsky a Harvard y que Natalia se había comprometido a recuperar. Lo encontré por primera vez a fi nes de los años sesenta en el Select Hotel, plaza de la Sorbona, en una habitación donde no podíamos estar los dos sentados, que era su apeadero durante sus breves estadías de esa época. Después nos vimos a menudo, en Cambridge (Massachusetts), donde me guió en primer lugar por la “parte abierta”, pero también en Domène, en París, en Follonica, en México y, finalmente, en Stanford, para terminar en Grenoble, el 26 de febrero último, para la defensa de la tesis de Olivia Gall donde, pese a su extremo cansancio, supo mantener bajo su hechizo a cien personas, jóvenes y ancianos.
A veces, cuando yo no lo consultaba como el testigo-actor que precisaba, él se lanzaba [a hablar], evocando los terribles años treinta, el sagrado deber de escribir una historia de los bolcheviques-leninistas rusos, la tendencia política más lúcida y más heroica de la historia, la necesidad de hacer comprender a las jóvenes generaciones la pesadilla de los años 1936-1940, de los combatientes acorralados entre los asesinos de Stalin y los de Hitler, la desesperación, el miedo de los militantes perseguidos, los asesinatos que se sucedían y los asesinos que esperaban en la sombra ante una opinión [pública] indiferente. Bastaba con una breve información, con un elemento político incluso poco sustantivo, para reactivar en su cerebro de múltiples piezas la máquina de la política, y escucharle expresar una pasión que sólo estaba escondida: Polonia fue una de esas ocasiones, a partir de la huelga de Gdansk. Devoró, explicó, interrogó, esperó, acabando finalmente por preguntarse en voz alta si, contrariamente a todo lo que tristemente había pensado desde aquellos años, ese movimiento obrero que resucitaba en Polonia no era la golondrina que anunciaba la primavera, la muerte del stalinismo por acción de los trabajadores.
Sin embargo, ya no quería “hablar de política”. Decía que sólo por motivos de simple moralidad aceptó dar su testimonio durante el proceso entablado a propósito de las odiosas calumnias lanzadas contra Joseph Hansen y contribuyó así a la condena de los calumniadores por el tribunal de Los Ángeles.
De la misma manera, en los decenios precedentes, había intervenido en los Estados Unidos después del arresto como agentes del GPU de los hermanos Sobolevicius –Roman Weil y Adolf Sénine dentro del movimiento– y de Mark Zborowski, el célebre “Etienne”, infi ltrado por los servicios de Stalin destinados a Sedov, esforzándose por lograr que se les interrogara sobre la preparación del asesinato de Trotsky y la ejecución de los de Reiss y Sedov. Sus esfuerzos sobre ese punto no fueron coronados por el éxito y él lo lamentaba. Lo más importante de su contribución como no militante a la historia del movimiento que había contribuido a construir fue el enorme trabajo que consagró, durante años, a las decenas de miles de documentos de esos “Trotsky Papers”, los archivos de Trotsky depositados en Harvard, que identifi có uno por uno con el atento celo del archivista que ya manifestaba en los tiempos cuando, en Prinkipo y Coyoacán, aseguraba su conservación y su datación. Sin él, sin ese inmenso trabajo, una importante fracción de los documentos hoy identificados, clasificados, generalmente traducidos, publicados, comentados, sólo sería una masa de viejos papeles incomprensibles. Su tarea en este plano fue felizmente más fácil en Stanford, con los archivos de la Hoover y los papeles de Sedov.
No olvidaré su emoción, la alegría que hacía cantar a su voz, cuando me anunció por teléfono que, por fi n, acababa de revisar las famosas cartas del Viejo a Liova, con las largas postdatas manuscritas sobre los originales dactilografiados, que había creído perdidas para siempre y que resurgían con los fondos Nikolaievsky.
Al principio reservado –siempre prudente– Van me brindó, creo, su confianza, cuando leyó mi primer libro. Mi existencia y mi capacidad de trabajo iban a permitirle dejar una mochila que se volvía pesada. Aunque siempre haya rechazado el ser mencionado, era, como yo le decía bromeando, “la eminencia gris” o “el alma condenada” del Instituto León Trotsky, el inspirador exigente y al mismo tiempo el consejero irreemplazable de las Obras y los Cahiers Leon Trotsky. El trabajo del Instituto, mis trabajos personales, le deben una enormidad: desgraciadamente, él ya no nos puede impedir decirlo. Pero quisiera citar al respecto un hecho curioso. Año tras año, creí notar que él ya no se acordaba del todo de episodios importantes que me había contado personalmente. Rápidamente, a pesar de mi sorpresa inicial, tuve que rendirme a la evidencia y admitir que él olvidaba precisamente lo que me había contado. Hecha la verificación una y otra vez, prudentemente se lo dije y él me sorprendió con su sonriente autosatisfacción: él era, decía, una máquina muy a punto, ya que al envejecer regulaba de este modo el problema de su sobrecarga, eliminando sólo aquello que se había asegurado que estaría preservado. Lo más sorprendente es que era cierto. Van era una de las más bellas máquinas intelectuales que me fue dado conocer de cerca y admirar.
El Van que conocía ya no era el que los policías de una pequeña ciudad del Oeste Medio habían encerrado por varios días porque su cabeza de extranjero no les caía bien. Ya no era el hombre que había vivido de mil y un oficios, desde la enseñanza del francés en Berlitz hasta la fabricación de estanterías para ordenar los libros de los camaradas y las reparaciones de plomería. Ya no era el hombre que se construía él mismo su barraca-residencia secundaria y conocía cien maneras de aderezar un crustáceo que no se había pagado. Era el padre de Laura, nacida de su compañera norteamericana Bunny, conocida en Coyoacán. Era un profesor universitario de sólida reputación. En los años cincuenta había entrado al departamento de matemáticas de [la universidad de] Columbia en Nueva York; después, de 1965 a 1979, fue profesor de filosofía y de historia de la lógica en la Universidad de Brandeis en Waltham (Massachusetts). En 1967, publicó una obra de lógica matemática (From Frege to Gödel. A Sourcebook in Mathematical Logic) que le valió una real notoriedad entre los especialistas.
Por lo demás, otros hablan –y tal vez algún día podríamos reunir los homenajes en un testimonio común en honor de la inteligencia bajo todas sus formas– de lo que fue Van el matemático y, sobre todo, Van el lógico.
Fue uno de los especialistas que había emprendido la publicación póstuma de los papeles del gran lógico Gödel y, el año pasado, se había incorporado al equipo del CNRS que retomaba su proyecto de publicación integral de los trabajos del matemático francés Herbrand, muerto accidentalmente muy joven. No creo que exista un congreso mundial de cualquier especialidad científica en el cual Van no hubiera estado en su lugar y a gusto.
Desconocido por el gran público, incluso en México, donde vivió años y donde la prensa habló de la muerte de un “rico (!) hombre de negocios de origen holandés”, Van era apreciado en todas partes del mundo por una serie de personas competentes y amigos de confianza. No hay ciudad importante, ni continente, donde no haya podido tener un lugar de parada o una invitación.
Me pasó de embromar a Van porque transportaba de un continente a otro enormes y pesadas valijas. Pero no sabíamos que este hombre, que iba así de uno de sus hijos al otro, de una de sus investigaciones, de una de sus oficinas a la otra, llevaba en sus brazos la mitad de sus bienes. Durante los años que rondaron su 70º cumpleaños, vivió en dos habitaciones de estudiante, en Cambridge, luego en Menlo Park, con una pequeña mesa, dos sillas, un despertador, una radio, la computadora –última pasión– que se había armado él mismo, su vieja máquina reconvertida en “impresora” y su agenda –un Gotha de la inteligencia– con el archivador “especial”.
Su lujo –y no estaba poco orgulloso de él– era tener dos oficinas en dos universidades diferentes, una en Pusey, en Harvard, la otra en el departamento de matemática de Stanford, con algunas decenas de libros, de carpetas, su correspondencia, un catre para su siesta. Este hombre tenía toda su fortuna en su cabeza y en sus manos, con las que, por otra parte, hacía exactamente lo que quería: este sabio fue el artesano o el artista de la especialidad de su elección.
Que el lector me perdone por haber tratado sólo indirectamente sobre “el amigo”: ¿cómo sería posible hacerlo de otro modo, cuando escribo estas líneas unos días después de haberme enterado de esta pérdida irreparable y cuando se trata de Van? La “bella y clara sonrisa” de la que hablaba André Breton en 1938 se ha borrado para siempre. Sólo subsistirá unos años todavía en la memoria de aquellos que lo amaron. Van gustaba decir que, entre las centenas de millones que somos, las diferencias individuales no son más que matices infinitesimales. Indudablemente tenía razón. Sin embargo, tenemos que rendirnos a la evidencia: él es irreemplazable.
En nombre del equipo del Instituto León Trotsky del que soy aquí el vocero, en nombre de todos aquellos que no conozco pero que, estoy seguro, me dan el poder de hacerlo, te saludo, mi amigo Van, y te digo gracias por lo que fuiste y por lo que seguirás siendo para nosotros, cuando se haya atenuado el intolerable dolor: como lo supo Breton, fuiste el hombre que nos consoló de tantos otros.

Notas:

1. Intervención de Pierre Broué en la velada de recordación en homenaje a Jean van Heijenoort, realizada en el Instituto Henri Poincaré de París el 14 de mayo de 1986. Cahiers Léon Trotsky n° 26, junio de 1986. Publicado en Con Trotsky. De Prinkipo a Coyoacán. Ediciones IPS-CEIP.* Broué, Pierre (1926-2005): militante e historiador de las luchas de la clase trabajadora y del movimiento trotskista. Desde los 14 años militante, durante la Segunda Guerra Mundial integrante de una célula clandestina del PC, luego será expulsado por “trotskista”. En 1944 se liga al trotskismo, y desde entonces, hasta su ruptura, en 1980, será militante del PCI. En 1978, fundó el Instituto León Trotsky en París. Dos años después, Broué asistió a la sección “cerrada” de los archivos de Trotsky de la Houghton Library de la Universidad de Harvard (Estados Unidos) luego de su apertura. El material que se encontraba allí le permitió ampliar los muy conocidos Escritos de León Trotsky y publicar las Œuvres en 27 tomos. También publicó los Cahiers Léon Trotsky con cerca de 80 volúmenes, reuniendo artículos de dirigentes de la IV Internacional de distintas épocas e investigadores del movimiento trotskista de todo el mundo. De su vasta producción propia pueden destacarse La revolución y la guerra de España (escrito junto a Emile Témine), Historia del Partido Bolchevique, Historia del la internacional comunista.1919-1943, Los Procesos de Moscú, La revolución alemana 1917-1923, El asesinato de Trotsky, Rakovsky o la revolución en todos los países y Trotsky, una biografía del revolucionario ruso.
2. Frase atribuida a Tolstoi [N. de T.].
3. Ver al respecto El caso León Trotsky. Informe de las audiencias sobre los cargos hechos en su contraen los Procesos de Moscú, Bs. As., CEIP “León Trotsky”, 2010.

Sobre el asesinato:

“Ninguno de sus cuatro matrimonios duró, pero todos sus hijos lo querían. En 1986 lo llamaron a Stanford avisándole que su cuarta ex mujer estaba perdiendo la razón. Viajó al DF, se instaló en la casa de ella, la serenó. Cuando se tiró a dormir una hora en el sofá del living, ella le disparó tres balazos a la cabeza y luego se suicidó de un tiro en el paladar”. (Juan Forn, Página 12, 12/12/2014)

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