Cuando a fines de 1991 desapareció la Unión Soviética y se desmoronó el sistema socialista en Europa del Este, la administración norteamericana dio por descontado que Cuba caería en sus manos como una pera madura. Pensaba que mucho más temprano que tarde La Habana se vería rebasada por sus dificultades; y que el pueblo, desesperado y abatido por la crisis, daría la espalda a la Revolución surgida en la Patria de Martí desde enero de 1959. Todos sus cálculos indujeron a Washington a considerar inminente la restauración del capitalismo en Cuba. Nada de eso ocurrió.
Pasados cuatro años de aquellos sucesos, las fuerzas más agresivas del capital financiero vieron que habían fallado sus cálculos. Que Cuba no solamente no se había rendido, sino que, al contrario, había ratificado su voluntad de persistir en su derrotero socialista bajo el influjo del liderazgo revolucionario de Fidel y sus compañeros. Esto, agotó la paciencia del Imperio. Le pareció simplemente inadmisible que tal hecho aconteciera en lo que ya la Casa Blanca consideraba un mundo Unipolar, sometido a los designios del gobierno de turno en los Estados Unidos de Norteamérica, a quien todos debían sumisión y obediencia.
Fue por eso que el 9 de febrero de 1995, el senador Jesse Helms, a la sazón Presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, introdujo el proyecto que recibiría muy pronto el respaldo y la adhesión de Dan Burton, uno de los representantes más caracterizados del ala más conversadora del Partido Republicano, el denominado Tea Party. Así nació lo que ha pasado a la historia como “La Ley Helms-Burton”, un engendro demoníaco que –orientado contra Cuba- es, realmente una Ley contra el mundo.
Según las disposiciones de esta ley, Cuba no puede exportar ningún producto a esa nación, ni importar de ese país mercancía alguna. Tampoco puede comerciar con filiales de compañías norteamericanas en terceros países; ni recibir turistas norteamericanos: ni usar el dólar en sus transacciones comerciales y financieras con el exterior. Y por si todo eso fuera poco, los barcos y aeronaves cubanas no pueden tocar territorio norteamericano. Conocidos los engranajes del comercio internacional y gracias a los cuales el capital financiero yanqui tiene múltiples intereses comunes con otros países, la Mayor de las Antillas se convirtió en una suerte de leproso en el hemisferio americano por la voluntad de los herederos de James Monroe.
¿Se han puesto a pensar en todo lo que significa una ley como ésta?. La disposición sienta un precedente inigualado en la historia: Un gobierno se da el lujo de dictar normas destinadas a regular la vida, los contratos, la producción, el comercio, la economía y la actividad ciudadana, en otro país ¿Podría el Perú, por ejemplo, dictar una ley así en relación a Chile? ¿Podría Francia, disponer lo mismo hablando de Alemania; o China, en referencia a Japón? ¿Por qué Estados Unidos, podría eso en su vínculo con Cuba? ¿Porque Donald Trump se ha propuesto hacerlo?
En su sano juicio, ni los funcionarios de 10 de Downing Street, ni los mandatarios del Palais d L’Elysees, o la Kanzlerenmast (para citar solo a Inglaterra, Francia o Alemania) podrían admitirlo, pero sí ocurre.
¡Quién podría oponerse a que Cuba venda medicamentos contra al cáncer a empresas francesas de salud, o al gobierno de ese país?; quién, que Inglaterra venda automóviles a Cuba? Tal vez los gobiernos de esos países podrían adoptar tan irracional decisión, pero aún ella se entendería; pero ¿que decida eso el gobierno de los Estados Unidos? ¿Quién le dio vela en esa Misa?
Los expertos reconocen que esta ley de marras, tiene cuatro títulos: El primero, internacionaliza el conflicto que Estados Unidos mantiene con Cuba, haciéndolo extensivo a todos los países del mundo. Washington ha decidido que nadie pueda comerciar con Cuba; comprar, o vender nada a ella. El segundo título se orienta a presentar la “ayuda” del gobierno norteamericano al pueblo de cuba para que “transite hacia el capitalismo” ¿Alguien le ha preguntado a Yanquilandia si sus gobernantes tienen derecho a eso? ¿Y su gobierno le ha preguntado al pueblo de Cuba si quiere hacer ese “tránsito”, y caer en la esfera de influencia del Banco Mundial o el FMI?
El título III de la ley le otorga a ciudadanos o empresas norteamericanas –incluidos cubanos nacionalizados norteamericanos- a interponer demandas ante tribunales de los Estados Unidos por presuntas posesiones en territorio cubano que hubieran cambiado de status legal a partir de 1959. La norma permitiría, por cierto, que los cubanos batistianos que asumieron la nacionalidad norteamericana para quedarse plácidamente en Florida, “recuperasen” dominio de sus “empresas” y bienes abandonados en ese circunstancia. De ese modo, los juzgados norteamericanos tendrán incidencia en Cuba. ¡Nada menos!
Y el título cuarto señala que este régimen de bloqueo se mantendrá hasta que en Cuba haya un gobierno que “a criterio de los Estados Unidos” esté regido por “normas democráticas”, es decir un gobierno como el de Bolsonaro, o Videla, o Pinochet; todos los cuales contaron con apoyo, y ayuda yanqui.
Después de estas disposiciones, ¿alguien puede dudar que Estados Unidos se “siente” dueño de todo, y dicta por eso leyes contra el mundo?
Gustavo Espinoza M.
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