jueves, marzo 09, 2017

China: El otro bonapartismo



La Asamblea Nacional Popular (ANP), el Parlamento chino, inició sus sesiones plenarias anuales en medio de un escenario convulsivo.

El año pasado arrojó el crecimiento más bajo de las últimas tres décadas, y las previsiones oficiales auguran para 2017 un nivel menor. De tasas superiores a dos dígitos, durante varias décadas, la proyección es un magro 6,5% -y algunos analistas dudan que se alcance.
La crisis mundial ha impactado de lleno en el gigante asiático. Hay una capacidad de producción sobrante en las principales industrias, como acero, carbón, aluminio, naviera y la construccion. Esto ha ido de la mano -y a su vez alimentado- las tendencias deflacionarias y una caída de la tasa de ganancia. Una parte importante de la industria china, en general, en manos del Estado, habría ido a al quiebra si no fuera por el sostén del gobierno, que se ha hecho cada vez más insostenible. La deuda china ha crecido desde 2008 a un ritmo superior a la de Estados Unidos y otros países industrializados. En la actualidad, la deuda total del estado nacional, de los gobiernos locales y corporativas asciende al 260% del PBI. Este endeudamiento explosivo no ha servido para revitalizar la economía y terminado echando leña al fuego de la especulación inmobiliaria y bursátil. Los derrumbes recurrentes de la bolsa de Shangai y de Hong Kong no son sino un aviso de esta burbujas que han empezado a estallar. Los bancos tienen una montaña de créditos dudosos o incobrables.

Reformas en marcha

El régimen chino ha puesto un freno a los estímulos y rescates de bancos y empresas junto a una política de “reformas” -el eufemismo para encubrir un ajuste de grandes dimensiones. La prioridad de la reforma es una reducción de la capacidad industrial, lo que implica el cierre de centenares de empresas que han sido declaradas obsoletas e inviables y, como secuela de ello, cesantías en una escala nunca vista.
Esta política había arrancado en 2016, pero hasta el momento fue implementada a cuentagotas. La necesidad de imprimirle otro ritmo atraviesa las deliberaciones de la Asamblea Nacional, pero todo indicaría que las trabas están lejos de ser removidas.
Esas reformas implicarán “despidos masivos de trabajadores sobrantes", por lo que el presidente chino, Xi Jinping, "las aplazará" hasta después del congreso del Partido Comunista a celebrarse en octubre. Existe el temor de "importantes protestas sociales que puedan ser usadas por sus enemigos", señaló a Efe Willy Lam, profesor de la Universidad China de Hong Kong. "Tradicionalmente, mantener la estabilidad es el objetivo principal en los años en que hay congreso" (El País, 4/3).
La efervescencia y belicosidad de la clase obrera china viene en aumento: el nivel de huelgas (2.400 sólo en 2016) y conflictos sociales vienen creciendo en forma notable en los últimos años.
Los recursos de la burocracia china para hacer frente a la crisis se vienen estrechando. Hasta el expediente de una devaluación, al que las autoridades vienen apelando en los últimos años, se ha convertido en un arma de doble filo. En las actuales condiciones, una depreciación del yuan aportaría poco a la colocación de productos en un mercado mundial saturado, pero aceleraría aún más una fuga de capitales (algo que ya viene ocurriendo ante el riesgo de un desplome económico). Por otra parte, una devaluación aumentaría la deuda china en dólares y la vulnerabilidad del sistema económico y financiero, al acentuar el descalce entre sus compromisos en moneda extranjera y sus activos en moneda local.
En este contexto de creciente impasse, sectores de la burocracia alientan una política de mayor asociación con el capital extranjero. Pero el gran capital pone como exigencia la eliminación del intervencionismo y proteccionismo, tanto industrial como financiero. A eso apunta la política de Donald Trump: más que a cerrar la economía norteamericana, a abrir la economía china, de modo tal de permitir la penetración y el copamiento de ésta por parte del gran capital.
El proyecto de reformas estructurales comprende un amplio paquete de medidas apertura y desregulación: “Para 2017, se espera un avance sustancial en la reforma de propiedad mixta, especialmente en electricidad, petróleo, gas natural, ferrocarriles, aviación civil, telecomunicaciones e industria militar, donde la transformación de las empresas propiedad del Estado puede evolucionar". Y se impulsará “más bancos privados de manera ordenada” (ídem).

Cambio de régimen político

Lo que está claro, a partir de todo lo expuesto, es que la reestructuración de la economía china no será un paseo. Está en juego la liquidación de capital sobrante y la desaparición de millones de empleos. Una mayor apertura de China al capital extranjero acarreará una ola de quiebras que sacudirá las bases precarias de la industrialización de las últimas décadas.
Este viraje económico va de la mano de un cambio del régimen político. En forma simétrica a lo que ocurre en Estados Unidos, en China también estamos frente a una transición que apunta a la estructuración de un régimen de tipo bonapartista y de poder personal, en torno del presidente Xi Junping (en este caso, por encima y en detrimento del la burocracia estatal y del propio PCCh).
En el próximo Congreso del PCCh, que se celebra cada cinco años, está previsto un importante relevo de poderes, que contempla la sustitución de todos los líderes del actual Comité Permanente -el órgano de mayor poder del PCCh-, a excepción del presidente Xi Jinping y el primer ministro Li Keqiang.
Ya en la Asamblea del Pueblo, "se prevén algunos cambios de altos cargos dentro del objetivo de Xi de rodearse de figuras más fieles” (ídem).
La transición al capitalismo en China ingresa en un período más violento: esta tentativa bonapartista deberá probar si es capaz de reunir los recursos económicos y políticos para pilotear una crisis de dimensiones históricas.

Pablo Heller

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