Con la puerta del #10 de Downing Street de fondo y lágrimas en los ojos, Theresa May anunció su renuncia como Primera Ministra que se hará efectiva el 7 de junio. Permanecerá en el cargo probablemente hasta mediados de julio, cuando se espera que el partido conservador haya elegido a su reemplazante.
La noticia no sorprendió a nadie. Algunos analistas ya tenían listo el obituario político de May en 2017 cuando, sin ninguna necesidad, llamó a elecciones anticipadas y las perdió, quedando a merced del DUP, el ultra derechista partido unionista irlandés. Los más benévolos consideran que su transformación en pato rengo ocurrió hace seis meses. En diciembre pasado May sobrevivió raspando a un voto de censura promovido por su propio partido. Luego sufrió tres derrotas consecutivas en el parlamento que hicieron naufragar su plan de separación negociada con la Unión Europea. Finalmente, los tories perdieron la paciencia. Le notificaron por sobre cerrado que habían modificado el reglamento que los obligaba a esperar un año antes de volver a presentar una moción de censura. Una forma muy polite de comunicarle que le habían soltado la mano.
El momento elegido para formalizar la partida, en el medio de las elecciones europeas, parece haber sido una respuesta anticipada al retroceso largamente anunciado tanto del laborismo como de conservadores, aunque especialmente de estos últimos a manos del flamante Partido del Brexit de Nigel Farage cuya estrategia fue transformar las elecciones en una ratificación del referéndum del Brexit. Se sabe que en elecciones con alta abstención, como las europeas, los partidos freaks (marginales) suelen aparecer sobredimensionados, porque movilizan a su núcleo duro de votantes.
No es la primera vez que la “maldición de Europa” cae sobre el partido conservador, que reproduce en su interior las tendencias de la clase dominante, y expresa en su división entre “eurófobos” y “eurófilos” la conflictiva relación del capitalismo británico con el bloque europeo.
A comienzos de la década de 1990, el ala europeísta frustró el cuarto mandato de Margaret Thatcher, a quien el decadente capitalismo británico le debía nada menos que la derrota del proletariado y la contrarrevolución neoliberal. La Dama de Hierro era partidaria de la Comunidad Europea pero se oponía a la integración y se negaba a darle poder a lo que veía como un “supraestado” con sede en Bruselas. Su postura “soberanista” terminó sellando su suerte. La relación con Europa también fue un dolor de cabeza para su sucesor, John Major, que enfrentó una rebelión de su propio partido contra el Tratado de Maastricht.
La historia parece repetirse. Desde la derrota catastrófica que se autoinfligió David Cameron en el referéndum del Brexit, el 23 de junio de 2016, renunciaron dos primeros ministros (Cameron y May) y más de una decena de ministros relevantes, entre ellos los que estaban a cargo de la negociación con la UE.
Lo que pasará hasta el 31 de octubre, cuando vence el último plazo que le dio la Unión Europea al Reino Unido para que formalice su separación del bloque, con o sin negociación, es puro terreno de especulación. No se puede descartar un llamado a elecciones anticipadas, que es la política del líder laborista Jeremy Corbyn, o incluso un segundo referéndum sobre el Brexit.
En este escenario abierto, asoman dos certezas.
La primera, de corto plazo, es que el nuevo gobierno en la medida que tenga como única base de sustentación al partido conservador será tanto o más débil que el de May. Con el agravante de que será aún más antidemocrático pero sin la fuerza de un bonapartismo hecho y derecho.
En las próximas seis semanas es de esperar una guerra fraccional por el liderazgo del partido conservador entre el ala dura del Brexit (donde milita Boris Johnson) y quienes están por una salida negociada. De hecho esta guerra ya comenzó con la campaña “Stop Boris” promovida por el ala del “soft Brexit”.
Más allá de la virulencia de esta guerra sin cuartel, que sin dudas profundizará la grieta, el problema es que el enfrentamiento por ahora es inconducente porque ninguna de las dos fracciones tiene la llave para destrabar la situación.
El ala negociadora insistirá con una versión probablemente mejorada en los detalles del plan de May. Ya se sabe que Bruselas se niega a reabrir la negociación sobre los términos del acuerdo de divorcio, que incluye algunas “líneas rojas” como la apertura de la frontera con Irlanda. Solo aceptaría cambios en la declaración política. Esta posición nace relativamente derrotada. Una minoría intensa de unos 30 parlamentarios conservadores rechaza de plano este “semi Brexit”. No habría razones de peso para que le aprueben a otro primer ministro lo que le rechazaron varias veces a May.
Por su parte, los partidarios del Brexit sin acuerdo no tienen autorización del parlamento para poner en marcha esta “opción nuclear”. Porque el mismo parlamento que rechazó las propuestas de May, con la misma vehemencia votó en contra de abandonar unilateralmente el bloque europeo, “en cualquier momento y bajo cualquier circunstancia”.
Es decir, que con o sin May se prolongará el impasse tóxico que hace tan improbable irse como quedarse en la UE.
Que uno de los grandes favoritos sea Boris Johnson es un signo de la dimensión geopolítica de la crisis del Brexit. Johnson, al igual que Farage, goza de la simpatía de Donald Trump que como se sabe es un partisano del hard Brexit, y de todos los “populismos” de extrema derecha que se proponen dinamitar desde adentro a la Unión Europea en general, y al liderazgo alemán en particular.
Para los conservadores, el núcleo racional de optar por Johnson es que podría blindar las porosas fronteras partidarias por donde se escurren los votantes pro Brexit hacia opciones más radicales. Pero al costo de poner al partido histórico de la clase dominante británica, con sus raíces aristocráticas, en manos de un personaje bufonesco impredecible.
Esto lleva a la segunda certeza, de más largo plazo. La renuncia de May cambia el escenario político pero no alcanza para desactivar la bomba del Brexit, por lo que es de esperar que se sigan profundizando las tendencias a la crisis orgánica que puso de manifiesto el triunfo del “Leave” y que amenaza con dinamitar las bases mismas del sistema político británico, considerado como uno de los más estables y conservadores de las democracias burguesas occidentales.
El Partido Laborista ha jugado un rol moderador de la situación. Corbyn ha surfeado hasta ahora la contradicción entre su posición poco entusiasta hacia la UE y la de su base, sobre todo juvenil, que es militante del “Remain”. Por la vía de no pelear sino buscar una solución de compromiso y de cuidar que las movilizaciones no se salgan de cauce, ha sido un sostén importante para May.
Pero la sola posibilidad de que Jeremy Corbyn pueda transformarse en Primer Ministro (algo bastante probable en unas elecciones anticipadas) espanta al gran capital, no porque Corbyn plantee una estrategia distinta a la colaboración de clases y la gestión del capitalismo, sino por el fenómeno militante que expresa y las ilusiones que despierta su programa de reformas −que incluye demandas como renacionalizaciones, gratuidad de la enseñanza universitaria, aumento de salarios, y la suba de impuestos a los ricos− después de décadas de hegemonía del ala neoliberal de Tony Blair.
El peligro que huele la burguesía es que la profundización de la crisis orgánica termine transformándose en lucha de clases.
Claudia Cinatti
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