Mientras el mundo de la realpolitik baila al compás de los golpes de efecto pergeñados por los administradores políticos de la explotación de las personas y de la naturaleza –quién es el vicepresidente de quién, a qué tren se suben dirigentes que podrían subirse a cualquier vehículo, y lindezas así–, la economía, la sociedad y el sistema político de la Argentina parecen encaminarse hacia la tercera gran crisis desde el retorno de la democracia en 1983. La primera crisis de esta magnitud tuvo lugar en 1989 (antecedida, no lo olvidemos, por el “Rodrigazo” de 1975 y el golpe de estado de 1976), y se precipitó con un proceso hiperinflacionario que provocó saqueos y llevó a un traspaso acelerado del gobierno. Con Carlos Menem ya en el poder, tras algunas dudas y vaivenes, la estabilización económica fue obtenida por medio del plan Cavallo, en el marco de la privatización desembozada de empresas públicas, el desempleo acrecentado y la flexibilización laboral. La estabilidad monetaria (potenciada por el reciente y traumático recuerdo de la hiperinflación), la desarticulación de la oposición obrera y de las fuerzas de izquierda durante la dictadura, y la expansión del crédito al consumo, permitieron que la más radical redistribución del ingreso de los pobres hacia los ricos pudiera realizarse con apoyo electoral. El “voto cuota” –apoyar al gobierno que estableció la estabilidad para poder pagar los bienes adquiridos a crédito y gozar de las posibilidades de un cambio favorable en relación a los países vecinos– permitió que un segmento considerable de los asalariados apoyaran al neoliberalismo criollo, mientras otra parte se hundía en la más espantosa miseria. Hacia finales de los ’90, sin embargo, el modelo implementado por Cavallo hacía agua. La crisis estalló poco después, en 2001, cuando el gobierno de la Alianza gobernaba cuestionando la corrupción menemista, pero no su legado económico. Cacerolazos, piquetes, corralito, estado de sitio, un presidente que debe irse en helicóptero, varios presidentes en pocos días … caos económico, caos político.
En medio de esta crítica situación, la devaluación decretada por el presidente provisorio Eduardo Duhalde permitió relanzar el ciclo económico por medio de una fenomenal caída de los salarios reales, y con el empujón no menor de una elevación significativa del precio de los bienes agrícolas exportados por Argentina. Allí están las bases económicas de la “década ganada” kirchnerista. Sin embargo –como ocurre recurrentemente con la economía argentina debido a sus características estructurales, que jamás los políticos y economistas del establishment se atreven a discutir abiertamente– el ciclo comenzaba a mostrar signos de agotamiento. Una nueva crisis se avecinaba. En ella estamos. ¿Llegará a estallar políticamente, como en 1989 y 2001? Quizá sí, quizá no. Pero las condiciones están dadas, aunque todos los actores políticos de verdadero peso, desde las cámaras empresariales a la CGT, desde Macri a Cristina, desde el PJ al PRO harán todo lo que puedan por amortiguar los efectos y evitar el estallido. Pero no será sencillo ni seguro que lo logren.
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¿Cómo tomaron las crisis precedentes a la izquierda argentina?
En 1989 –aniquiladas las izquierdas armadas setentistas antes y durante la dictadura– otras fuerzas revolucionarias que habían sido menos relevantes en las décadas pasadas lograron tomar cierto relevo, con alguna incidencia en la esfera sindical (aunque no tanto a nivel de los estratos dirigentes). Sin embargo, su influencia alcanzaba un segmento muy minoritario no sólo de la población total, sino incluso de la clase trabajadora. En medio de la crisis, Izquierda Unida –alianza entre el trotskista Movimiento al Socialismo (MAS) y el Partido Comunista (PC)– tuvo electoralmente lo que podría ser considerado una buena perfomance, catapultando a Luis Zamora como el primer diputado trotskista de América. Pero la izquierda operaba en los márgenes de la vida política. Entre tanto, las medidas tomadas por Menem generaron grandes resistencias populares, y la izquierda, sobre todo el MAS y el Partido Obrero (PO) participaron fuertemente en las mismas. Pero antes o después esas luchas fueron derrotadas. Por entonces la fuerza más dinámica de aquellos años, el MAS, atrapada en la disyuntiva (bien expuesta por Horacio Tarcus) entre ser una “secta grande” o un “partido chico”, se sumergió en una crisis vertiginosa que lo llevó a un verdadero estallido. Mientras los ladrillos del muro de Berlín golpeaban por igual a la izquierda stalinista y antistalinista, ninguna fuerza socialista, a nivel mundial, pudo capitalizar las revoluciones de Europa oriental. El neo-liberalismo se impuso sin atenuantes a escala mundial. La izquierda argentina no pudo escapar a la situación general de retroceso. El impacto de la desacreditación ignominiosa de la que era la única experiencia de economía industrial no capitalista todavía no ha sido debidamente calibrado.
Hacia finales de los noventa, con todo, el neoliberalismo mostraba que su capacidad para relanzar el crecimiento económico y elevar la tasa de ganancias era limitada. Sus enormes costes sociales, además, habían generado resistencias y protestas en todos lados. En Argentina la crisis estalló en 2001. Por entonces, las dos fuerzas que integraron la alianza Izquierda Unida se habían reducido a su mínima expresión. El PC era una sombra de lo que había sido, en tanto que el antiguo MAS se había dividido en varios fragmentos, la suma de los cuales tenía una cantidad de militantes y una influencia de masas menor que el antiguo tronco común. Entre tanto, otras dos fuerzas de origen trotskista habían crecido significativamente: el PO y el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS, surgido de una escisión del MAS en 1988). Pero, en paralelo, una pléyade de organizaciones sociales, fuertemente vinculadas al naciente movimiento piquetero, había dado lugar a una pujante izquierda independiente que cuestionaba las estrategias trotskistas y el sectarismo imputado a esta tradición, al tiempo que propiciaban una forma de construcción política menos vertical y más autonomista. De todos modos, la suma de la izquierda trotskista y de la nueva izquierda no agrupaba más que a un pequeño sector militante y una estrechísima franja electoral. La crisis del 2001 encontró a la sumamente dividida izquierda completamente incapaz no ya de ofrecer una alternativa de masas, sino incluso de experimentar una influencia creciente, notoria y sostenida en el tiempo. Como era de prever, de la crisis se salió corriendo en dirección de la cultura política más fuerte del país: el peronismo.
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La estabilización alcanzada por el kirchnerismo impactó de manera desigual en las fuerzas de izquierda. En condiciones objetivas en las que era y es muy dificultoso conciliar una política con influencia de masas capaz de inscribirse claramente en un horizonte revolucionario, la llamada izquierda independiente se escindió entre quienes continuaron reivindicando una fuerte autonomía respecto del estado, y quienes propugnaron un acercamiento a un gobierno “progresista”. El Frente Popular Darío Santillán (FPDS) –posiblemente la fuerza más dinámica de la “izquierda independiente”– se escindió en medio de una fuerte crisis. La izquierda partidaria, acostumbrada a la minoridad política, pudo resistir mejor la cooptación estatal y sostener las históricas banderas, sin perder peso e influencia. En 2011, la reforma de la ley electoral y la introducción de las PASO llevó a los partidos trotskistas más grandes del momento (PTS, PO y una organización proveniente del viejo MAS: Izquierda Socialista) a constituir un frente electoral, el Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT), que, contra lo que muchos esperaban, ha logrado continuidad en el tiempo e incluso se ha ampliado, con la reciente incorporación del Movimiento Socialista de los Trabajadores (MST). La conformación de una fuerza de izquierda unitaria consiguió, desde el principio, sumar los votos de las diferentes fuerzas que la integraban y aglutinar a una parte de votantes ideológicamente de izquierda que anteriormente, decepcionados por la fragmentación del espacio, culminaban votando a alguna fuerza de centroizquierda con posibilidades electorales, votando en blanco o no yendo a votar como “castigo” a la falta de unidad. La conformación del FIT permitió la concentración del voto “ideológico” y, a partir de este núcleo, influir en otros segmentos sociales e incluso incrementar su volumen electoral.
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La coyuntura actual, pues, encuentra una izquierda con una unificación electoral superior a la de cualquier momento pasado, y con mayor representación parlamentaria. El peso de las fuerzas trotskistas es claramente dominante. Sin embargo, aunque el volumen de votos obtenidos por el FIT no es despreciable (más de un millón en las pasadas elecciones), en términos relativos apenas roza el cinco por ciento del total, aunque muy desigualmente repartido en términos geográficos. La unidad conseguida y mantenida en el plano electoral, por lo demás, no se ha trasladado a otros campos. Característicamente, el FIT casi nunca ha logrado frentes o listas unitarias en los sindicatos. Con un historial tan plagado de rupturas, que el FIT haya logrado una continuidad de ocho años no es un dato menor, incluso cuando no siempre las razones de la unidad hayan sido las mejores.
De todos modos, la influencia electoral de la izquierda es todavía demasiado minoritaria, en tanto que su influencia social y sindical (más difícil de medir) puede ser considerable en el plano de las luchas y las movilizaciones, pero escueta en términos numéricos globales. Pero la volatilidad política que suele caracterizar a las crisis puede abrir un amplio espacio para el crecimiento de fuerzas antisistema. Con un elemento adicional no menor: en Argentina no existen fuerzas “antisistema” de derecha, como sucede en Europa. El descontento radical debería canalizarse hacia la izquierda, si la misma conserva su unidad y mantiene su perfil intransigente. Aunque el poder estatal se halla utópicamente lejano de la izquierda argentina, una política revolucionaria desarrollada con inteligencia podría crear, en los próximos años, un escenario en el que la izquierda “roja”, antisistema, posea una presencia electoral, sindical y social minoritaria, pero ya no marginal; y, a partir de esas bases, comenzar a pensar seriamente en el asalto al poder y la revolución social.
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Aunque realista, este posible escenario futuro de la izquierda en argentina se halla rodeado de amenazas. Una de ellas son las ansias prematuras de poder, que se pueden manifestar de dos maneras diferentes: ya sea por medio de una moderación del perfil político en pos de amplias coaliciones (lo que casi ineludiblemente disolvería los impulsos radicales, comprimiendo el horizonte de lo posible a lo “factible” sin alterar la naturaleza del sistema); ya sea (lo que es mucho más probable) por excesos sectarios estableciendo líneas de demarcación acaso justificables en los momentos decisivos, pero totalmente nocivas al confundir el momento de acumulación de fuerzas con instancias insurreccionales o cosas así.
La importancia concedida al partido como sujeto de la revolución ha permitido al trotskismo una prolongada y geográficamente extendida presencia –bien que en los márgenes de la vida política– en circunstancias muy adversas para las opciones revolucionarias. Mientras la socialdemocracia devenía neoliberalismo puro y duro, los antiguos Partidos Comunistas y sus satélites tendían a ocupar el lugar del reformismo aguado y sistémico abandonado por la socialdemocracia, y mientras muchos antiguos guerrilleros (de los que no fueron masacrados en los ’70) devenían burócratas; el trotskismo se mantuvo como una fuerza organizada (bien que fragmentada) con aspiración revolucionaria. Su pervivencia merece alguna explicación, dado que otras corrientes políticas coetáneas, en modo alguno desprovistas de dirigentes reconocidos, sólida elaboración intelectual e influencia de masas no han corrido la misma suerte: hoy en día prácticamente no existen organizaciones políticas que se reivindiquen luxemburguistas, consejistas o austro-marxistas, por poner algunos ejemplos destacables. Todas estas tradiciones, sólidamente afincadas en la clase obrera como sujeto de transformación, tuvieron grandes dificultades cuando la clase trabajadora adoptó posturas de acomodación al sistema, abandonó el espíritu insurgente y redujo a un mínimo la participación política. Cuando las masas obreras, sujeto imputado de la revolución, se sumieron en un prolongado período de pasividad, todas estas corrientes mostraron dificultades para sostener la organización militante. El trotskismo, con su característica acentuación del partido (herencia leninista por antonomasia) logró sobrevivir como fuerza mínimamente organizada. Sin embargo, la propia preponderancia concedida al partido (baza fuerte en momentos en que las masas no son revolucionarias), muchas veces ha actuado como un obstáculo para que las organizaciones trotskistas valoren adecuadamente la importancia de la construcción de organizaciones democráticas de masas: el peso concedido a la construcción partidaria ha tendido a la desvalorización de la construcción de organizaciones sociales reivindicativas amplias, al interior de las cuales los trotskistas suelen actuar de manera sectaria o puramente instrumental.
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¿Es el sectarismo un elemento constitutivo e inerradicable de la tradición trotskista, como sugiere el viejo chiste que reza que todo trosko es divisible por dos? ¿O ha sido más bien el precio a pagar por no ceder a los encantos del reformismo y la acomodación? Consolidado como fuerza dominante dentro de la izquierda, el trotskismo en Argentina enfrenta el desafío de dar una respuesta en favor de la segunda opción. En la medida en que el FIT logre trasladar su unidad electoral a la acción conjunta y coordinada al interior de las organizaciones de masas (sindicatos, etc.), la izquierda argentina podría estar a las puertas de un salto político, consolidando un segmento social minoritario pero numeroso relativamente inmune a los cantos de las sirenas reformistas del sistema, que mantiene en alto las banderas de la revolución socialista combinando acción y representación parlamentaria con acciones callejeras y organización popular. Una plataforma social sobre la que puedan retomarse –y desarrollarse– los viejos debates estratégicos ante una audiencia participativa y relativamente numerosa. Porque una masiva politización teórica y práctica es un prerrequisito ineludible de cualquier revolución deseable y posible. Pero, todo hay que decirlo, el panorama en este terreno se presenta sombrío: las organizaciones sindicales agrupan apenas una minoría de los trabajadores activos, y en casi todos los casos poseen estructuras y conducciones burocráticas deleznables. El movimiento feminista posee más brío y gran capacidad de movilización, pero sus estructuras militantes son todavía débiles y fragmentarias. Los estudiantes son una incógnita. Los encantos de la política vía redes sociales no deberían obliterar que no es posible una transformación política radical sin sólidos compromisos personales y extensas y perdurables organizaciones.
La imposibilidad –hasta el momento– de trasladar los acuerdos electorales a los frentes sindicales habla a las claras de la precariedad y el carácter limitado de la unidad conseguida por el FIT: nada puede darse por seguro. En la hora actual, mientras el PTS ha hecho un atendible llamado a conformar un partido unificado de la izquierda, el PO se halla a ojos vista en una dura crisis interna, e incluso la ampliación del FIT como frente electoral se topa con obstáculos (en concreto, ni Autodeterminación y Libertad ni el Nuevo MAS se han incorporado al frente, como hubiera sido de desear).
Un partido revolucionario unificado es, ciertamente, un horizonte deseable. Pero sería un error forzar los tiempos. La crisis en curso amplía las posibilidades políticas, pero la izquierda argentina tiene todavía un largo camino por recorrer, antes de aspirar a ser una fuerza con capacidad para ejercer algún liderazgo. Quizá el mejor remedio contra las tentaciones sectarias, en el camino de una necesaria unificación política, sea el compromiso con la construcción de organizaciones o frentes de masas que funcionen por medio de asambleas de base, al interior de las cuales las diferentes fuerzas políticas podrán pujar democráticamente por convencer a la mayoría. Sería una buena idea apostar a la construcción por abajo, antes que a los acuerdos de cúpula (como ha sido norma en la trayectoria del FIT), atrayendo a la actividad política cotidiana a amplios sectores sociales que no forman parte de la militancia orgánica de cada partido. Si hubiera voluntad, seria factible constituir frentes u organizaciones de base en los diferentes sectores sociales (sindicales, estudiantiles, etc.) y tener también expresión electoral (por ejemplo por medio de “comités de base del FIT”). Quien conozca los viejos debates podría catalogarlo como un frente único desde las bases. Si frentes de este tenor tuvieran existencia real y sostenida, entonces, muy probablemente, en un futuro no tan lejano el loable sueño de un partido unificado sea la consumación institucional de una práctica política revolucionaria de base preexistente.
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Entre tanto, una izquierda con pretensiones, en el siglo XXI, debe tener el coraje y la capacidad de extraer todas la enseñanzas posibles (sin caer en simplificaciones bienpensantes) del inapelable fracaso de los intentos socialistas del siglo XX, así como la responsabilidad de elaborar proyectos viables de sistemas políticos y económicos socialistas. Aunque la izquierda intelectual ha producido al respecto una bibliografía en modo alguno despreciable (pero casi siempre sin mayor vinculación con organizaciones políticas o acciones de masas), la izquierda políticamente organizada ha permanecido más bien muda, e incluso sorda. Para revertir esta situación resulta indispensable un mayor compromiso militante de parte de los intelectuales, y un mayor respeto por la especificidad de la elaboración intelectual de parte de las organizaciones políticas. Luego de lustros en los que la producción intelectual partidaria era de muy baja calidad (falta de actualización bibliográfica, recurso sistemático al criterio de autoridad, poca voluntad de diálogo, incapacidad para comprender “en sus propios términos” las teorías rivales o ajenas, etc.), en los últimos años han aparecido obras de calidad como Estrategia socialista y arte militar, de Emilio Albamonte y Matias Maiello, o Hegemonía y lucha de clases, de Juan Dal Maso. Se comparta o no sus análisis, son textos de una categoría muy superior a la de anteriores producciones de militantes de la misma organización o de otras fuerzas partidarias locales. Por lo demás, en los últimos años se puede apreciar en Argentina una significativa producción académica marxista: libros como Marxismo inquieto, de Julia Espósito; ¿Alguien dijo crisis del marxismo?, de Santiago Roggerone; Marxistas y liberales, de Fernando Lizárraga; o los estudios económicos (con diferente perspectiva) de Rolando Astarita y Claudio Katz, entre otros, nutren esta pléyade. La posibilidad de restablecer un círculo virtuoso entre producción intelectual y praxis militante luego de décadas de desencuentros, está planteada. Queda por ver si se hace realidad.
Ariel Petruccelli
Ideas de Izquierda
Ariel Petruccelli, historiador de la Universidad Nacional del Comahue
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