sábado, junio 15, 2019

Varlam Shalámov, un hombre para la eternidad



Pasará el tiempo, se volverá a escribir una y otra vez sobre la historia de la literatura en genera así como sobre la que surgió en la Rusia soviética, con un tiempo inicial en el que la inmensa mayoría de los artistas, poetas y escritores fueron componentes o cuanto menos “compañeros de ruta” de la revolución, y se seguirá hablando de Varlam Shalámov, poeta, novelista y revolucionario ruso nacido en Vologda, Varlam Shalámov (Vólogda, 1907-Moscú, 1982), es con toda probabilidad el testigo más concienzudo y lúcido de una experiencia que ha llevado a Nikolai Dostal, a proclamar certeramente: “Soljenitsin solo entró en el primer círculo del infierno estalinista, mientras que Shálamov descendió hasta el fondo. Dostal fue el autor de El testamento de Lenin, una miniserie televisiva sobre la obra de Shalámov, que la TV rusa emitió hace años y que, esperamos que algún día nos llegue aquí.
Varlam fue hijo de un cura ortodoxo que trabajó como periodista en un diario de Moscú, pero su vínculos militantes con el comunismo antiestalinista le hacen que pase dieciséis años de reclusión en Kolimá (1937-1953), en el que estimaciones prudentes calculan que murieron no menos de tres millones d reclusos. Con un estilo desnudo y detallado que nos ayudan a situarnos en un lugar imposible, Varlam describe el frío atroz que pegaba los cabellos helados a los barrotes de la litera, las llagas del escorbuto, las jornadas de trabajo exterminador, la desnutrición y el hambre siempre presentes, los suicidios y las autolesiones, el ambiente agobiante de represión impuesto por los presos comunes que mantenían situaciones de privilegios sobre los “contrarrevolucionarios”, y como ya ha descrito en una situación paralela Primo Levi, la abyección y la miseria moral: “Carecíamos de orgullo, de amor propio, y tanto los celos como la pasión se nos antojaban conceptos marcianos y, en cualquier caso, insignificantes. Era mucho más importante sabérselas arreglar uno, en invierno, aterido de frío, para abrocharse los pantalones: hombres adultos lloraban a veces al no conseguirlo”.
Su obra cumbre, “Los relatos de Kolima”, que han sido esmeradamente editadas por Minúscula. Solamente por el simple hecho de divulgar esta edición, ya habrían valido la pena estas jornadas y esta conferencia, para que, afortunadamente, contamos con el mayor especialista sobre Shalámov en este país de países. Mucho han cambiado las cosas desde que Varlam comenzó su odisea en los infiernos tras ser detenido allá por la mitad de los años veinte, por el “terrible delito” de divulgar el “testamento de Lenin” que, como buena parte de la obra del autor de El Estado y la revolución –sobre todo de la última fase- permaneció prohibida en la URSS hasta los años sesenta.
Según contaba el periodista (y militante comunista obviamente con pensamiento propio) Ryszard Kapuscinski en El imperio (Anagrama, Barcelona, 2003), la narración de su periplo por la Rusia soviética entre 1989 y 1991, en la que describe la descomposición del régimen, el topónimo de Kolimá debería de formar parte de otros que como Auschwitz, Treblinka, Hiroshima y Nagasaki, de los horrores extremos que marcan las mayores tragedias humanas del siglo XX.
Los escépticos del horror estalinista que aún quedan, especialmente entre la parte más arcaicas y analfabeta del movimiento comunista, deberían tomar nota sobre este nombre, situado en el extremo oriental de Siberia, entre el Ártico y el mar de Ojotsk, espacio donde se encuentra la región de Kolimá con sus yacimiento auríferos, y que puede considerarse como el más despiadado anillo de todo los que conformaron el inenarrable archipiélago del Gulag, acrónico ruso de Glávnoie Upravlenie Lagueréi, o sea dirección General de los Campos), zona a la que fueron a parar buena parte de los prisioneros marcados por un “T” de “trotskistas, la misma por la que fueron señalados algunos de los autores de los mejores testimonios de la resistencia revolucionaria contra la mayor falsificación que registra la historia.
Varlam fue acusado de difundir propaganda “antisoviética”, y fue trasladado a aquel lugar donde los escupitajos, literalmente, se congelaban en el aire. Todo cuanto nos cuenta el autor nos estremece. Hombres que trabajan dieciséis horas al día, con temperaturas en torno a los cincuenta grados bajo cero. Nieve y niebla. Piojos en las ropas. Tifus y escorbuto. Desnutrición y agotamiento. Llagas en las manos. Cuatro horas por noche para dormir. Hombres que no pesan más de cincuenta kilos. Un rancho compuesto de una sopa aguada y unas pocas gachas. Presos que se automutilan. Que se suicidan o lo intentan, sin lograrlo. Palizas de los guardias. Robos de los propios reclusos, que se roban unos a otros la comida y los abrigos. Dedos tiesos por la congelación. El pan duro visto como si fuese un pastel. Hambre y frío. Siempre el hambre y siempre el frío dominando sus vidas.
Lenta pero de manera inexorable, están apareciendo los escasos testimonios de los contados superviviente de la tentativa estalinista de aplicar una “solución final” contra las oposiciones, especialmente la ligada con León Trotsky como dará cuenta Isaac Deutscher en el tercer volumen de su trilogía sobre el personaje, y reconstruirá todavía con mayor detalle Pierre Broué en su imprescindible obra “Comunistas contra Stalin”, tiempo atrás editada por la editorial Sepha con la colaboración de la Fundación Andreu Nin.
Sus relatos tienen títulos como El pan, La leche condensada, o Vaska Denisov, el ladrón de cerdos. Aunque mantienen un cierto hilo argumental, se pueden leer como cuentos independientes, sin perder su frescura y fina ironía. «No se mostraba el termómetro a los trabajadores, era además completamente inútil. Había que salir con cualquier temperatura. Los más viejos se pasaban el termómetro, si hay neblina, hace 40º bajo cero; si respiramos sin mayor dificultad, pero el aire se exhala acompañado de ruido, quiere decir que hace menos de 45º; y si la respiración es ruidosa y está acompañada de una agitación visible, hace menos 50º. Shalámov es capaz de relatar con crudeza de acero el fusilamiento o la muerte por inanición de un prisionero, y envolvernos con minimalismo poético en la descripción de un árbol de la taiga.
Comprometido con unas vivencias especialmente estremecedoras, a Shalámov le podría haber bastado la crónica periodística de la denuncia, como hizo el torvo Solzhenitsin, sin embargo, a pesar de las enormes dificultades en que consiguió escribir, optó por el camino del estilo. De ahí que se haya dicho que los Relatos de Kolimá no son sólo un testimonio del horror de los campos, sino todo un ejercicio único de estilo que le convierten en uno de los grandes de la literatura rusa (o más bien soviética) del siglo XX junto a Isaac Babel, asesinado también por los verdugos estalinistas, o Andréi Platónov, cuyas Cartas a Stalin fueron motivo de una notable adaptación teatral. También han sido editadas por Veintisiete Letras. Estos “Relatos”, editados en 1978, se erigen como un testimonio de primera mano de estos años de GULAG, todo en un rosario de 103 pequeñas historias que constituyen una crónica de la degradación y la deshumanización de la vida en los campos de prisioneros de Stalin.
Discípulo ferviente del gran Anton Chejov, Shalámov construye una obra de un alto valor literario y se trata de uno de esos raros casos en los que la poesía asoma en medio del horror En los sesenta sus relatos comienzan a circular clandestinamente en los círculos culturales de Moscú, hasta que cruzan la frontera y se publican en Londres en 1972. En Rusia, los Relatos no verían la luz hasta 1987 pero ya antes se habían convertido no sólo en un símbolo de la disidencia sino en todo un mito literario, gracias en parte a la fundación auspiciada por su viuda y financiada con aportaciones de sus lectores. Su narración que complementa otras como las de Evgenia Guinzbourg (El vértigo), y que igualmente se sitúa en una concepción de la historia y de la realidad soviética muy distinta a la canonizada por el “mundo libre”, a la de Aleksandr Solzhenitsin. Mientras que este patriarca engreído invoca a dios y a las tradiciones rusas –tradiciones burocráticas despiadadas heredadas de siglos de zarismo-, Shalámov no espera nada más que comprender y ofrecer su testimonio como homenaje a sus compañeros de lucha. Porque como insiste Pierre Broué en su obra citada, esta es la historia de una resistencia comunista contra el estalinismo.
Shalámov fue también autor de cinco libros de poemas, entre ellos, Encendedor (1961) y Camino y destino (1967). Su actitud indómita le llevaría a morir en el mayor anonimato en 1982 en un hospital psiquiátrico donde fue internado contra su voluntad. Su obra resuma profundos sentimientos humanos -el amor, la amistad, la envidia, el ansia de gloria, la misericordia o la honradez- nos habían abandonado con la carne con la que nos vimos privados durante nuestra prolongada hambruna. En la insignificante capa muscular que aún quedaba adherida a nuestros huesos, y que aún nos permitía comer, movernos, respirar, e incluso serrar leña o recoger con la pala piedras en la carretilla por los inacabables tablones de madera en las mimas de oro, en esta capa muscular sólo cabía el odio, el sentimiento humano más imperecedero».
Pasará el tiempo, y sucederá como con todos los clásicos: volverá a ser leído y releído por cada generación que sabrá por el que las principales víctimas del aparato burocrático liderado por Stalin (que pareció nacer para ello), como también fueron los principales resistentes.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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