Decía en un posteo anterior que en los sesentas el auge de los movimientos guerrilleros tuvo como efecto secundario -en algunos sectores de la izquierda- un cierto relegamiento de la importancia de la teoría como “guía para la acción”, tal como Lenin lo señalara en innumerables ocasiones. En algunos casos hasta se podría hablar de un sesgo “anti-teórico”, actitud asociada en no pocos casos con un culto al espontaneísmo y en la creencia de que en la lucha de clases lo esencial era la abnegación militante y mucho menos la reflexión teórica.
El famoso dictum de Lenin: “sin teoría revolucionaria no hay praxis revolucionaria” había caído en el olvido. Sin duda que las urgencias de la lucha armada conspiraban contra la serenidad necesaria para enfrascarse en las complejidades teóricas de El Capital o los Cuadernos Filosóficos de Lenin, para no citar sino un par de ejemplos. Pero no era eso lo que había ocurrido en Sierra Maestra, donde Fidel, Raúl y el Che no dejaban de aprovechar cada respiro de la guerra para desarrollar su formación teórica. Y tanto en el Congo como en Bolivia la mochila del Che estaba cargada con muchos libros y notas sobre autores tan diversos como Wright Mills, Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotski, Stalin, Borkenau, Mao, Lukacs, Marx, Engels, Fidel y tantos otros. De ahí la enorme importancia de la labor de Marta Harnecker que con sus obras e intervenciones periodísticas rescató la importancia esencial de la teoría marxista en las prácticas concretas de las luchas populares, en todas sus formas, pacíficas o no.
Por supuesto que esta labor de divulgación, imprescindible y que hoy día necesitamos con renovada urgencia, suscitó reacciones no siempre amables o razonables en algunos sectores de la intelligentzia marxista –en Chile así como en el resto del continente- que le reprochaban por su “vulgarización” del marxismo. Para estos intelectuales elitistas, nutridos y encerrados en el asfixiante mundillo académico, lo de Marta era casi una herejía. Porque la teoría y sus instrumentos para entender y cambiar el mundo se suponía que reposaban en las sabias manos de una vanguardia iluminada que desde los claustros universitarios convocaba al pueblo a una revolución que nunca llegaba puntualmente a la cita. Por eso ella comprendió de inmediato el significado histórico-universal, al decir de Hegel, de la Revolución Cubana, cuando muchos intelectuales e inclusive partidos de izquierda la veían con profunda desconfianza cuando no la calificaban de aventurerismo pequeño-burbgués.
Revolucionaria comunista, y por ende anticapitalista, comprendió de inmediato que las revoluciones son procesos, y supo ver en la Unidad Popular de Salvador Allende las semillas de una revolución sumida en un laborioso trabajo de parto mientras algunos de los “marxólogos” abominaban de ese gobierno por “reformista” pese a la expropiación de las empresas norteamericanas de la gran minería del cobre, la estatización del sistema bancario y la reforma agraria y, por supuesto, la abierta agresión del gobierno de Estados Unidos que para aquellos era apenas una nimiedad. Por ser expresión de ese marxismo abierto y vibrante Marta fue de las primeras en Nuestra América en entender al proceso revolucionario encarnado en Hugo Chávez Frías, que una vez más desafiaba los dogmas establecidos por los “doctores de la revolución”, capaces de pontificar durante miles de páginas sobre el tema pero sin jamás haber logrado dar nacimiento a ninguna.
¿Eran todas éstas sólo divergencias teóricas o políticas? En parte. Pero había también un componente de otro tipo. La profunda envidia que suscitaba el hecho de que su libro Los Conceptos Elementales del Materialismo Histórico se vendiese como pan caliente por todo el continente. Una primera edición de Siglo Veintiuno México salió en 1968, con una tirada de mil ejemplares. La tercera, de 1970, ya era de cuatro mil. En 1971 aparece ya una sexta edición “revisada y ampliada” por la autora.
En 1976, instaladas las feroces dictaduras en casi toda la región, su libro alcanza a una exorbitante 35ª edición con una tirada de treinta mil ejemplares. Y así sucesivamente., con nuevas ediciones hasta el día de hoy. ¿Cómo puede ser que un texto marxista se convierta en un best seller sin precedentes, se preguntaban indignados y carcomidos por la envidia los custodios del dogma, cuyas obras circulaban entre unos pocos cientos de adeptos? La respuesta era sencilla: porque el libro de Marta se ajustaba como un anillo al dedo a las necesidades ideológicas y teóricas suscitadas primero por la intensa movilización popular de los sesentas y el cambio en la correlación de fuerzas predominante desde finales de la Segunda Guerra Mundial en Nuestra América; y después por la necesidad de encarar una lucha contra las dictaduras instauradas en los setentas. Y además porque lo hacía en un lenguaje llano, didáctico, comprensible para las masas, exento de cualquier barroquismo o pretensión culterana o academicista.
La producción de un intelectual marxista era, como debe ser también hoy, un arma de combate, una AK-47 en la “batalla de ideas”, un componente crucial de esa “artillería del pensamiento” que reclamaban Fidel y más tarde Chávez. Rabiosos, los cultores de ese “doctrinarismo pedante” que con tanta fuerza fustigara Antonio Gramsci pretendieron ningunear a Marta, o acusarla, al popularizarlo, de desfigurar al marxismo que aquellos supuestamente sí comprendían tal como lo mandaba el canon interpretativo dominante. Hoy nadie se acuerda de ellos. No dejaron ninguna obra, ningún legado que permita elevar el estado de consciencia de las masas, ninguna arma para librar en mejores condiciones la batalla de ideas. Sencillamente se esfumaron, y con ellos también lo hicieron sus diatribas y sus insidias.
Marta, en cambio nos dejó un legado inmenso que, ahora que ella ya no está entre nosotros, será preciso evitar que caiga en el olvido. Sería un error imperdonable y costoso para las luchas emancipatorias de nuestros pueblos. Su labor como educadora y como concientizadora de masas no puede interrumpirse con su partida. Es imprescindible e impostergable garantizar la continuidad de su magisterio revolucionario.
Atilio A. Boron
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