La CIA ha sido y es una presencia constante allí donde Estados Unidos tenga intereses (económicos, geopolíticos, estratégicos), lo que en la práctica deja muy pocas naciones exentas de sus tenebrosos manejos.
El abultado acervo de documentos dado a conocer el martes por la organización mediática internacional Wikileaks, donde se detallan gran número de herramientas de hackeo utilizadas por la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) para vigilar ilegalmente a políticos, organismos y ciudadanos de ese y otros países, actualiza el tema de una de las más oscuras instituciones estadunidenses, sus alcances y sus siempre turbias actividades. Prácticamente desde su creación, en 1947, con la Ley de Seguridad Nacional promulgada ese año por el entonces presidente Harry Truman, la agencia sobrepasó con mucho sus atribuciones constitucionales para convertirse en un auténtico Estado dentro del Estado y en una herramienta que, en distintos puntos del planeta, desestabilizó gobiernos libremente elegidos, distorsionó procesos electorales, financió campañas políticas en función de la conveniencia estadunidense, hizo gala del más grosero injerencismo y no se tentó el corazón para planificar y ejecutar el asesinato de personas a las que, desde su peculiar concepción, consideraba amenazantes para lo que Washington llamaba "el mundo libre".
Elevada a la categoría de mito por innumerables películas y series televisivas, pero también por investigaciones serias sobre su estructura y funcionamiento, la organización con sede en Langley, Virginia, ha sido y es una presencia constante allí donde Estados Unidos tenga intereses (económicos, geopolíticos, estratégicos), lo que en la práctica deja muy pocas naciones exentas de sus tenebrosos manejos. En América Latina la agencia tiene un funesto récord de intervenciones, algunas más o menos encubiertas y otras desembozadas, que culminaron con el derrocamiento de presidentes de orientación popular (Jacobo Arbenz en Guatemala, 1954; Joao Goulart en Brasil, 1964; Juan Bosch en República Dominicana, 1963; Salvador Allende en Chile, 1973); con intervenciones armadas directas (Cuba, 1961; Dominicana, 1965; Granada, 1983; Panamá, 1989), y con cruentos golpes de Estado (Uruguay, 1973; Chile, 1973; Argentina, 1976). A todo lo cual cabe agregar un crecido expediente de operaciones encaminadas a incidir en los ámbitos políticos, económicos y sociales de los países de prácticamente todo el continente, siempre con la mira puesta en los intereses de Washington e invariablemente desplegando una proverbial falta de principios.
En esta segunda década del siglo XXI tiende a creerse que la CIA representa una especie de sello sin mayor peso real (o con una presencia al menos mucho menor a la que tuvo anteriormente) en las políticas locales; de hecho, aludir a la organización estadunidense para interpretar alguna situación inestable o irregular en esa materia suele despertar sonrisas de escepticismo. Un examen más atento, sin embargo, revela que la reconversión tecnológica de los últimos años ha permitido a la CIA adoptar un perfil público menos evidente, desarrollar sus actividades de espionaje e intrusión con instrumentos más sofisticados, continuar su labor desestabilizadora por canales más borrosos y difíciles de detectar.
Con todo, para Donald Trump y su administración el trabajo de la agencia deja mucho que desear. No es que su labor le parezca reprobable, sino que le parece ineficaz y anticuada; de otro modo ¿cómo se explica que una organización alternativa, civil, haya podido desentrañar con cierta facilidad su parafernalia operativa? No hay que erradicarla por nociva –opina Trump–, sino modificarla por incompetente.
La mala noticia para el presidente republicano es que las nuevas tenologías ya no son exclusivas del poder: así como los sistemas para detectar, captar, recopilar, analizar y clasificar información a fin de intervenirla han alcanzado un alto grado de confiabilidad, también se desarrolla, en paralelo, una tecnología destinada a ejercer control sobre tales sistemas. Lo que equivale a decir que la inteligencia estadunidense puede seguir operando en la penumbra, pero ya no en la oscuridad de otros tiempos.
Editorial de La Jornada
La Jornada
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