Conocidos los resultados de las elecciones primarias (PASO) del pasado domingo publiqué un tuit en el que decía que los dos grandes perdedores habían sido Mauricio Macri y Donald Trump. En efecto, Trump apoyó con todas sus fuerzas al Gobierno argentino. Lo dijo con todas las letras y en innumerables –y a veces importantes- ocasiones. Es más, ordenó a sus lugartenientes en el Fondo Monetario Internacional (recordar que según Zbigniew Brzezinski el FMI y el Banco Mundial son “extensiones del Departamento del Tesoro”) que respaldasen al Gobierno de Macri y su reelección otorgándole a la Argentina un paquete de ayuda financiera del orden de 57.000 millones de dólares. Este fue el mayor desembolso jamás hecho por el FMI en su historia y tenía por objeto evitar el default de la economía argentina. La ejecución diaria de ese préstamo fue supervisada por la señora Christine Lagarde, Directora Gerente del FMI (y en los hechos Ministra de Economía y “copresidenta” de la Argentina) y autorizaba también al Banco Central a vender dólares para estabilizar su cotización en el frenético mercado local y de ese modo contener la escalada de precios en un país lastrado por un persistente régimen de alta inflación. En la práctica esa enorme suma hizo poco más que financiar la impetuosa fuga de capitales de la que usufructuaron los amigos y compinches del régimen, mancomunados en el proyecto macrista de saqueo de las riquezas del país. Con base en informes oficiales del Banco Central difundido por el economista Ismael Bermúdez la fuga de capitales en el período transcurrido entre el 2016 y el primer semestre del 2019 fue de 70.210 millones de dólares. Huelgan los comentarios acerca de las deprimentes consecuencias de esta monumental hemorragia financiera, para combatir la cual John M. Keynes había propuesto, en la década de 1930, practicar la “eutanasia” de rentistas y especuladores por ser éstos mortales enemigos del crecimiento de la economía real. El economista de Cambridge se habría asombrado al comprobar los alcances de este flagelo en la Argentina.
La contrapartida de tanto apoyo y de tanta munificencia imperial fue la conversión del Gobierno argentino en un pusilánime sirviente de la Casa Blanca, presto a obedecer las menores insinuaciones de su irascible ocupante. Macri sobreactuó su obediencia a Trump porque en la campaña presidencial norteamericana había explícitamente respaldado a Hillary Clinton. Una vez consumada la victoria del magnate neoyorquino Macri se desesperó por enmendar su error arrastrándose a los pies del emperador y ofreciéndose para hacer cuanto éste le ordenase, reviviendo con su rastrera conducta las “relaciones carnales” de Carlos S. Menem. Trump lo perdonó pero fue preciso y terminante con sus mandatos que, imaginamos, deben haber sido más o menos así: “¡Ataca a Maduro, en todos los foros, en todos los frentes, tú y tus fucking ministros y funcionarios! Destruye la UNASUR, acaba con la CELAC, mantén a chinos y rusos bien lejos, olvídate de las Falklands, acepta que instale varias bases militares en la Argentina, facilita los negocios de las empresas norteamericanas y deja que la economía la maneje el FMI, pues tus economistas son una cuadrilla de inútiles”. En vísperas de las primarias Trump envió al país a su Secretario de Comercio, Wilbur Ross, como un gesto más de apoyo y aliento a la Casa Rosada para que avance sin más demora en las reformas estructurales que faltaban: la privatización del sistema de seguridad social, la laboral y la del régimen impositivo, en línea con la que el estadounidense impusiera en su país alivianando la presión fiscal sobre las grandes empresas y las grandes fortunas.
Macri obedeció, al pie de la letra al úkase imperial. La Argentina se quedó sin política exterior, porque hizo suya la de Estados Unidos asumiendo como propios los enemigos o adversarios de Washington en momentos en que Trump riñe con casi todo el mundo. También se quedó sin política económica, porque pasó a dictarla el FMI a través de sus técnicos. El resultado está a la vista: un holocausto social de vastas proporciones y un derrumbe económico que, en algunos aspectos, no tiene precedentes, todo lo cual se agrava por los efectos devastadores del lawfare (hiperpolitización de la justicia federal; maridaje entre jueces, fiscales, servicios de inteligencia y medios de comunicación; atropello al debido proceso, etcétera) y el abrumador control que ejerce el oficialismo sobre los medios y la masiva utilización de pseudoperiodistas –en realidad, operadores políticos jugosamente remunerados- para mentir, desinformar, atemorizar a la población y para difamar a las principales figuras de la oposición. Esta siniestra operación de manipulación de la opinión pública se complementó con la abrumadora propaganda oficial en todas las redes sociales y la inescrupulosa utilización de ejércitos de trolls que con sus media verdades y fake news contribuían a la confusión general atacando con particular saña a los candidatos del Frente de Todos.
Pero todo fue en vano. Macri y su patrón fueron arrasados en las urnas. Su Gobierno languidece a la espera de un milagro que no se producirá. Si algo ocurrirá en la primera vuelta que tendrá lugar el 27 de octubre será una derrota aún más aplastante del oficialismo, lo cual será muy positivo para impedir por mucho tiempo el retorno al gobierno de esa derecha neocolonial, elitista, falsamente “meritocrática” y antidemocrática. Esto si tiene suerte, si la revuelta de los mercados y la conmoción social e institucional resultante no sentencian el final anticipado del Gobierno de Macri, algo que ya ocurrió en dos ocasiones desde la restauración democrática de 1983, aunque bajo distintas condiciones. En suma, Trump se quedó sin uno de sus peones sudamericanos y el brasileño camina por la cuerda floja. Y la debacle del neoliberalismo en la Argentina es un mensaje que será leído con atención en muchos países. En suma, buenas noticias para el futuro de Nuestra América. ¿Quién decía que el ciclo progresista había concluido?
Atilio A. Boron
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