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domingo, febrero 10, 2019
Emile Zola o el intelectual airado
Creo que en los tiempos de juicios aberrantes como el de los soberanistas catalanes vale la pena rememorar el “affaire Dreyfus”, tema central de La vida de Emile Zola (William Dieterle, USA, 1937) debió de parecerles poco estimulante ocuparse solo de la vida de un escritor dedicado a crear su obra en su mesa de trabajo, y se centraron en aquello que encerraba mayores posibilidades dramáticas: la relación de Zola con el famoso caso Alfred Dreyfus, que tanta repercusión alcanzó en Francia durante la Tercera República, un tema al que el novelista dedicó un larguísimo artículo que fue uno de sus escritos más populares, «Yo acuso» (los interesados pueden leerlo en las ediciones publicadas El Viejo Topo). Claro que con ello dejaron de lado la importancia del movimiento ciudadano en favor del capitán Dreyfus, que dividió a los franceses en dos grupos irreconciliables: según la película de parece que la revisión del juicio y la rehabilitación del militar judío, recluido durante años en la Isla del Diablo acusado de traición a Francia, se debió sobre todo, si no únicamente, a la labor de Zola.
En aquellas fechas, Emile Zola (1840-1902) era un joven conservador que se había ido radicalizando, que acabó siendo asesinado por la reacción (aunque esto no se supo hasta muchas décadas más tarde), que había ido publicando una serie de obras como líder de la escuela “naturalista” (de gran influencia por ejemplo en los Estados Unidos y España), obra como “La verdad” que denuncia una trama de pederastia en la Iglesia y “Germinal”, que es con “La madre”! de Gorki, la novela “proletaria” más influyente y famosa de su tiempo. Esto explica que su féretro fuese acompañado un puñados de rosas rojas blandidas en las manos agrietadas, y a los gritos de ¡Germinal Germinal! De los trabajadores.
De una representación de mineros del norte francés irrumpió el 5 de octubre de 1902 en el cementerio de Montmartre, donde 50.000 parisienses despedían los despojos de Émile Zola, el primer escritor que había sido “un momento de la conciencia humana”, por su toma de partido a favor del capitán Dreyfus, aunque poca gente sabe que el intelectual hebreo que lo convenció se llamaba Bernard Lazare era un convencido anarquista. Su papel causó una impresión indeleble entre muchos socialdemócratas de la época, Lenin por ejemplo lleva una foto de Zola en la cartera, Trotsky buscó un émulo suyo durante los “procesos de Moscú”. Incluso el cine se hizo eco de su actuación en la celebrada obra de William Dieterle, “La vida de Emile Zola” (USA, 1938), con una interpretación mítica de Paul Muni. El personal interesado encontrará una larga reseña en mi Facebook, y en la que se explica que se trata de un alegato contra el antisemitismo.
Frente a las trivialidades funerarias de costumbre que desgranaba el político, la cuña de mineros avanzando remataba el acto, que no era el sepelio de un novelista, sino, ante todo, en ese momento, el homenaje al hombre que desde la prensa había alzado su Yo acuso contra al desafuero que ocho años antes había condenado a degradación militar y deportación perpetua a la isla del Diablo al capitán judío Alfred Dreyfus quien por cierto, también estaba allí entre la comitiva, aunque era tan discreto que no fue reconocido. Que el entierro era algo más que la inhumación de un difunto lo sabía en carne propia el populoso séquito, que había atravesado Paris entre insultos y otras armas arrojadizas que salían de las ventanas. Un accidente trivial, la asfixia por monóxido de carbono, había producido la muerte de Zola, aunque hace tiempo que los investigadores sospechan que esa asfixia podría haber sido provocada por la poderosa derecha antisemita que soportó muy mal la intervención del escritor en el caso Dreyfus.
Dieciséis años antes, en 1885, Zola había publicado esa novela cuyo título coreaban los mineros y también muchos militantes de todo el mundo, no en vano era la primera vez que la gran literatura se acerca de verdad a la condición obrera. En principio se trataba de una obra más, aunque acabara siendo la más conocida, de toda aquella serie de 20 con que el autor trató de hacer la “historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio”, los Rougon Macquart. Con la paciencia y la minuciosidad de un científico, Zola se dispuso analizar en profundidad a los sectores claves del engranaje que hacía vivir a la sociedad francesa durante el Segundo Imperio. En la décima entrega que sería considerada una “novela obrera”, Zola trataría de hacer oír “la gran voz del pueblo que pasa hambre de justicia y pan”. Con la pasión que le caracteriza, denuncia el incremento de as desigualdades sociales y la catástrofe social y humana a la que llevaban las ambiciones de régimen de Napoleón. Pero la trama de L’asommoir no …pasa de describir los hábitos de obrero, sin acercarse para nada a la cuestión social, su vida social y política, en un momento en que la gestación de la Primera Internacional (1864) en Londres -fue Marx quien redactó el manifiesto fundacional- dejaba sus secuelas en la vida política francesa.
Fueron precisamente éstos, los acontecimientos que iban puntuando el avance del movimiento obrero, los que desplazaron la trama del proyecto de su “segunda novela obrera”. Narraría el clima de amotinamiento y sublevación que sacudió a Francia en 1870 y 1871, con el “obrero de la insurrección [herramienta revolucionaria] de la Comuna” como principal protagonista, una experiencia por cierto, a la que el joven Zola se había opuesto. Sin embargo, en sus manuscritos, Zola anota que tiene delante “una fotografía de insurgente muerto en el 48” y quiere llevar la acción desde esa fecha hasta mayo del 71. Pero el proyecto se dividirá en dos partes.
El primero será La débâcle, acogerá el clima de la Comuna. “La novela es el sublevamiento de los asalariados, el empellón propinado a la sociedad, que se tambalea un instante; en una palabra, la lucha del capital y del trabajo. Ahí radica la importancia del libro, quiero que prediga el porvenir, planteando la cuestión más importante del siglo XX”. Para ello, Zola había preparado un dossier de 952 hojas que recogía informaciones de todo tipo y procedentes de diversos lugares: desde sentencias de los procesos consecutivos a huelgas habidas durante el Segundo Imperio y durante la República que se estableció en Francia tras las elecciones de 1877 y 1879, hasta recortes de periódicos sobre la huelga minera de Anzin ocurrido entre febrero y abril de 1884. Esto sin olvidar reportajes periodísticos de 1869 -momento en que Zola trabajaba como redactor de La Tribune, que dedicó varios artículos al acontecimiento-, cuando los mineros de La Ricamarie y Aubin se alzaron en huelga, hasta los que narraban las ocurridas en Creusot y Fourchambault (1870), y Montceau-les-Mines (1882). Contaba además con cartas de corresponsales a los que había solicitado información, y en febrero de 1884 él mismo viajó a Anzin para documentarse sobre los lugares donde se había producido la más reciente, y entrevistarse tanto con los mineros como con los propietarios de las minas.
Después hizo lo propio con la situación social que conoció en un viaje a la zona minera alenciennes en febrero de 1884, invitado por un diputado, y conoce de primera mano una de las huelgas más largas y duras del siglo XIX, que terminó violentamente en abril de ese año. Zola bajó a los pozos, habló con los mineros y, se documentó con diversas historias del socialismo, ofreciendo una interpretación muy amplia sobre el impulso proletario que estaba cambiando el sentido de la historia…Con la intención de dar vida a todos estos datos Zola ha elegido a Étienne Letier, que arrastra tras de sí una pesada herencia de alcoholismo y que será el encargado de organizar la narración. Ajeno a la mina, desciende a su infierno con la idea de que tanta miseria es fruto de la injusticia. Aunque es el principal personaje; Zola lo describe precisamente en el año en que una ley aprobaba en Francia la creación de sindicatos profesionales como un ser confuso, irresoluto, organizador vicario de una huelga que se le escapa de las manos; en un medio absolutamente analfabeto, y como fruto de lecturas mal digeridas que sólo entiende a medias, se cree llamado a la misión humanitaria de salvar a los mineros. Pero no le convoca a ello ninguna voz divina, sino la de Paris, la del dinero, la del poder. Tiene por ejemplo a su antiguo capataz, Pluchart, que como liberado recorre la región en calidad de delegado de la Primera Internacional. Zola lo presenta bajo una luz repugnante: “Hacía cinco años que no había cogido la lima, y se cuidaba, se peinaba sobre todo con corrección, vanidoso por sus éxitos en la tribuna. Servía a su ambición soltando discursos….”. Ese tono despectivo de soltar discursos no se detiene ahí, porque su proyecto consiste en “explotar la huelga y ganar para la Internacional a los mineros”.
Para colmo, Pluchart está contra la huella, “porque el obrero sufre tanto como el patrón sin conseguir nada decisivo. Sólo que ve en ella una ocasión excelente para decidir a nuestros hombres a entrar en su gran máquina…”. Tanto Pluchart como Étienne encarnan a políticos: en 1879, se habían reunido por vez primera en Marsella delegados franceses de organizaciones y grupos sociales para terminar asumiendo un programa marxista-colectivista; pero tanto esas esperanzas como las que antes había alentado el nacimiento de la Primera Internacional se habían difuminado; Zola no había leído directamente los textos de Marx, Proudhon, Bakunin, etcétera” sino más bien compendios vulgarizadores con su buena dosis de reticencias respecto al impulso progresista-, pero las luchas entre dirigentes, disensiones, peleas por el poder y escisiones habían desanimado al narrador, que enjuicia desalentado el panorama que ofrecían los hombres que encarnaban las ideas: “Moriremos de política, de esa política tumultuosa e inoportuna que la pandilla de los mediocres, hambrientos de ruido y de puestos, están interesados en mantener para pescar en aguas revueltas”, decía en un artículo de 1880, con un desprecio hacia los políticos que va a repetirse en sus “encarnaciones”: si el tabernero Rasseneur de Germinal juega el papel reformista-posibilista de Brousse, Étienne y Pluchart lo hacen del otro polo, el del socialismo de izquierdas liderado por Jules Guesde. La sombra de Bakunin reproyecta a través del anarquista dinamitero Souvarin.
El retrato que hace de Étienne tampoco puede ser más cruel: la meta de su sueño es llegar a París como diputado de unas clases miserables, de las que en las páginas últimas de la novela se siente ya muy lejos; experimenta “esa repugnancia, ese malestar del obrero que ha salido de su clase, que se ha afinado con el estudio, y que está atormentado por la ambición”. Zola describe esa ambición, sus instintos de coquetería y bienestar, sus satisfacciones de amor propio, su embriaguez de popularidad que le daba “ser la cabeza de los demás, mandar”, y el novelista llega a enfangar al personaje convirtiéndolo en un ser abyecto; no sólo percibe que su corazón no late al unísono de sus camaradas de mina, sino que “tenía miedo de ellos, de aquella masa enorme, ciega e irresistible del pueblo, que pasa como una fuerza de la naturaleza, barriendo todo, al margen de reglas y teorías. Poco a poco le había ido distanciando de ellos una repugnancia, el malestar de sus gustos refinados, el lento ascenso de todo su ser hacia una clase superior”.
Aunque nadie le hizo caso, Zola repitió de modo categórico que no son los mineros ni la huelga los protagonistas de Germinal, que se trataba de “una obra de piedad, y no una obra de revolución. Lo que he querido ha sido gritar a los felices de este mundo […]: Tened cuidado, mirad bajo tierra, ved a esos miserables que trabajan y sufren. Tal vez sea tiempo de evitar las catástrofes finales”. Y, siguiendo ese tenor, más evangélico que revolucionario, Zola construye una huelga irracional que no puede justificarse ni aprobarse en su curso política o humanamente. Para dar una lección a “Ios felices”, sus mineros protagonizan una invasión de bárbaros, de salvajismo abominable y violencia desatada, que tiene en la muerte del tendero Maigrat su punto memorable: tras romperse el cráneo al caerse de un tejado cuando huye, las mujeres se arrojan sobre él en jauría para llenarle la boca de tierra y arrancarle el paquete genital con que las había violado; pagaba así la pernada que les exigía en vida cuando no tenían nada que echar en su olla; luego, las mujeres pasearán esa virilidad arrancada izando sobre un palo, como bandera, aquellos “desperdicios de cerdo”.
Dicha violencia crea víctimas inocentes, como la hija de los burgueses ahogada por un viejo minero idiotizado por una existencia de esfuerzo hasta la extenuación, como es Bonnemort; o como el soldado al que degüella un niño inválido. En última instancia, para ZoIa, por encima de las ideas aflora siempre la bestialidad de los instintos para ofrecer una panorámica de la condición humana repugnante. Y es esa violencia lo que Zola rechaza desde su primera juventud, cuando expresaba su simpatía hacia las víctimas de los combates de la Comuna de 1871 y de la posterior represión, pero también su espanto ante la violencia del pueblo llevado por los agitadores a una fiebre de locura capaz de justificar las violencias y dar lugar a una guerra civil: en 1871, la insurrección comunnard no es otra cosa para Zola que un estallido de fiebre represada que acaba en la locura, y sobre la locura no puede asentarse ninguna sociedad; en primer lugar, porque los cabecillas políticos, los meneurs, sólo atienden a sus ambiciones personales. Lo que Zola pensaba sobre ellos se hace carne en Muchart
Fiel al enunciado de que Germinal es una obra de piedad, Zola lleva hasta el paroxismo la irracionalidad y la violencia de los mineros y apenas si describe con tintas negras a los burgueses, aunque su proyecto fuera describir “la lucha del capital y del trabajo”. Por primera vez en este tipo de obras, no hay patronos de carne y hueso, sino una compañía anónima que tiene hombres de paja gestionando las minas: el capital es un dios remoto y sin rostro, es Paris, de donde llegan anónimas órdenes y conminaciones. Por eso, para “dejar sentado que el burgués mismo no es culpable, individualmente. Es la colectividad la que tiene toda la responsabilidad”, los burgueses de Germinal apenas si tienen más trazos negros que los tópicos de la novela realista: el director Hennebeau, su principal representante, sufre las infidelidades de su mujer, de la que esta febrilmente enamorado, pero apenas si se le puede reprochar otra cosa que tener comida abundante, comodidades, alfombras y cortinas desde el punto de vista de los mineros.
En última instancia, para Zola se trata de un asalariado más de ese dios remoto que es el capital, y las mujeres de los burgueses tampoco van muy allá en maldades: son caprichosas, algo tontas y algo libres respecto a los juramentos prestados, pero no más que las mineras; al contrario, el mundo moral de esas mujeres parece más cercano al del siglo XX, y tiene más entidad, que el de las jóvenes que bajan a la mina o se quedan en sus casas del poblado mientras sus maridos luchan con el carbón.
Su vida y su obrera supusieron un potente referente a favor del socialismo y de las clases trabajadoras.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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