lunes, diciembre 25, 2017

La sobrevida del western en el siglo XXI



Es el western, sabemos, un tendencioso género, al potro del arquetipo y la fantasía, mucho menos simple y desintelectualizado (o desideologizado) de lo supuesto en su día por Tom Mix. Estuvo repleto -ya poco después de Edwin S. Porter y durante extenso trecho de su etapa primitiva/clásica-, de falsificaciones históricas y virilísimos relatos de mitificación heroica o cuentos morales con la visión de un vencedor, por regla envuelto en aureolas de glorificación, cuyo postulado ideológico de “mi rifle, mi pony, mis testículos y yo” exacerbó, deglutió o simplemente enmarcó en celuloide un cuadro representativo de los antivalores fundamentales sobre los cuales fue cincelada la mentalidad de cierto prototipo de ciudadano norteamericano. Y, por añadidura, levantada la nación y luego el sistema imperial de los Estados Unidos de América.
Sin embargo, representa también -no solo lo conocía Andre Bazin, sino hasta los más furibundos detractores- una comarca especial de la pantalla. No por constituir pasto entrañable de la historia común de muchas generaciones de espectadores, sino por erigirse en centro gravitatorio de hawksiana singularidad donde el séptimo arte cabalga a su aire, transpira libertad, rezuma emoción destila donaire y en el cual la trinidad cinemática personaje/narración/espacio, aludida por Gilles Deleuze en sus estudios sobre la imagen-movimiento, halla particulares connotaciones. Cine de entorno único: “el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera…”, diría Jorge Luis Borges.
El crítico Ángel Fernández-Santos interpretaba así su naturaleza específica, en el libro Más allá del oeste: “La idea de que en un universo consumado y cerrado sobre sí mismo todavía es posible cruzar la línea que los puntos sin retorno dibujan en los secretos mapas de los sueños. El simple vadeo de un río cuya orilla sigue inexplorada o la cabalgada libre sobre una planicie ilimitada son configuraciones imaginarias en las que una remota frontera histórica se convierte en una cercana frontera mental. Eso es un western”.
Como el personaje central del inefable western de Alejandro Jodorowsky El Topo (1970), aquel pistolero-redentor de fenómenos quien en las secuencias finales se resistía a morir pese a los mil balazos que rebotaban contra su cuerpo, el género sobrevive, una y otra vez, a las palas y ataúdes de sus enterradores. Por lo general, los obituarios no resaltan su influencia expresiva sobre la pantalla mundial, desde la mismísima El gran robo del tren. Ni sus ofídicas mutaciones hacia los universos del cine de samurais clásico o versión chanbara, gangsteril, drama, comedia, acción, animación, terror o ciencia-ficción: donde van por lo suyo entre muchos lo mismo un Takashi Miike o Ang Lee que un Paul Thomas Anderson o John Carpenter. Visto así, tales transustanciaciones, de hecho, le posibilitan casi vida eterna. Lo cierto es que ya antes que el western brincara el Atlántico a comer los spaghettis de Sergio Leone y tumbar latas en Almería o entrara en su fase crepuscular y en el guiso desmitificador de Sam Peckinpah, Arthur Penn u otros, cíclicamente son dictados partes de muerte a los cuales, siempre, tres o cuatro películas por década ponen en tela de juicio. Incluso en la era de YouTube, el ocio interactivo, el solo conocido pistolero Woody de nuestros niños o el mumblecore. Qué lo diga si no Kelly Reichardt y su Meek´s Cutoff (2010).
En pos de impugnar las sentencias luctuosas solo cabría recordarse por su significación, durante los ´80, a Silverado (Lawrence Kasdan, 1985) y El jinete pálido (Clint Eastwood, 1985). A través de la década posterior, ningunas semejantes a Sin perdón (Clint Eastwood, 1992); Gerónimo (Walter Hill, 1993) o la mucho menos vista, el tan herético-testamental como exquisito filme El muerto (Jim Jarmusch, 1995). Decenio el de marras congestionado de desvaídos aportes firmados por George Pan Cosmatos, Sam Raimi, Robert Rodríguez, Richard Donner, Jonathan Kaplan y Lawrence Kasdan.
No apareció nada decoroso en el siglo XXI dentro de un género que, al margen de su permanencia, a la fecha sigue y pienso seguirá siendo cuantitativamente minoritario, marginal en atención industrial (al menos en su estado puro), hasta que Kevin Costner presentara una digna muestra por conducto de A campo abierto (2003). A cuya cola andarían para 2007 la blanco de amores u odios -para mí, de vocación menos polarizada, ni una cosa ni la otra; aunque nunca pieza a desestimar dado su aliento malickiano- El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik). Y además de dicha versión del libro de Ron Hansen, ese entretenido, vibrante e injustamente obliterado remake según James Mangold de El tren de las 3 y 10 a Yuma.
En la superior a ambas A campo abierto, Costner, quien estuvo bailando con premios merced a la contemplativa e irritante Danza con lobos (1990), volvía a la vertiente fílmica que le ha dejado algunos de los escasos dividendos de su carrera, a través de un explícito homenaje al western clásico de la época dorada. Kevin debió apurarse de un largo y delicioso trago aquellas películas eternas de John Ford, Howard Hawks, William Wellman o George Stevens. Uno de los personajes centrales, Charlie (compuesto por él mismo) parece mirarse en el Wyatt Earp de Henry Fonda en La pasión de los fuertes, del maestro Ford: penoso con el sexo opuesto, pero incapaz de aguantarle siquiera un escupitajo en el desierto a un representante del propio. Más parco que si hubiera nacido en Laconia y dueño de una violencia contenida, no exteriorizada en el trato corriente, que al explotar puede causar violentos estragos. Como el del infaltable tiroteo climático de la película, donde Charlie liquida a la banda de matones del pueblo de Harmonville, cuyo jefe le impide a él y sus amigos poner a pastar su ganado en los alrededores. Mas, Charlie, muy bien moldeado como entidad fictiva, tiene un reverso tierno manifestado en su relación con Sue (Annette Bening), la hermana del doctor del pueblo a quien acuden cuando uno de su equipo es herido por la gente del siniestro Baxter (Michael Gambon). Ese costado más civilizado y menos primario del hombre también lo conoce su amigo Boss (Robert Duvall), alguien que lleva a su lado casi diez años tejiendo esa existencia errante de free grazers (vaqueros nómadas).
El guión de Craig Storper inspirado en la novela de Lauran Raine, The open range men, da posibilidades de lucimiento a Duvall, en realidad el verdadero protagonista del filme. Costner -sabiamente- opta por confiarle la mayor parte de estrellato a este viejo león del cine americano, ante el cual hasta Marlon Brando se quitaba el sombrero. Robert imprime magisterio en su composición y Kevin anda de puntillas al lado del profesor en uno de los personajes que más le gustan, esos que hablan poco. A campo abierto discurre con modales parsimoniosos, manejando con tacto y pulso en la dirección los emblemas de tan codificado género. Por ratos, casi asemeja estar volviendo a ver A la hora señalada, Shane el desconocido, Río Rojo u Horizontes de grandeza. Apreciamos tal devoción y respeto; sin embargo, inavala al filme para permanecer como una pieza mayúscula, habida cuenta de que está acéfalo de riesgo, huérfano de la osadía de -por ejemplo- Sin perdón, conducente al género a las fronteras de un proceso de deconstrucción muy interesante. Lo mejor e igual lo peor por señalar de A campo abierto es que pareciera hecha en 1950. No cuestiono su corrección, solo lastiman sus limitadas intenciones
Más o menos la misma impresión se experimenta al apreciar Appaloosa (Ed Harris, 2008), pues en sus respectivas conciencias genéricas una y otra acusan varios puntos de encuentro o líneas conectoras argumentales-tipo, fibra de introversión/violencia subyacente de los personajes y búsqueda de la recuperación de las esencias prístinas del western con bien poco de posmodernidad o crepuscularidad agazapadas. En el polvoriento pueblucho de Appaloosa manda Randall, un matón temible como todos (Jeremy Irons en su salsa se lo traga de un bocado), cuya banda se despachó a los representantes de la justicia. Los habitantes pagan a Virgil Cole (Ed Harris) y Everett Hitch (Viggo Mortensen), dos legendarios gatillos de alquiler, para librarse del canalla e imponer de nuevo la ley y el orden. La amistad de estos hombres, bellísima, a veces prescinde incluso de palabras, de tanto conocerse uno y otro. Everett le completa las frases que se le extravían en la mente a Virgil, en crucigramas psicoverbales nada exentos de humor. En medio del tejemaneje contra los malos llega a Appaloosa la pizpireta y cultivada Allie (Renée Zellweger), quien prendará al deslumbrado Virgil, conocedor carnal hasta entonces solo de indias y prostitutas. Sin embargo, la hembra no está fabricada de madera de ley, e intenta completar un triángulo inaceptado por Everett; porque si la película cantará loas a un amor será al suyo con el amigo y no al de la rubia -homosexualidad excluida, si bien habrá quien así quiera leerlo.
Aunque típica cowboy movie avenida y todo a la reexaltación del halo mitológico del Viejo Oeste de las cintas de la época dorada postbélica, en Appaloosa, película más de personajes que de situaciones -sin que ello tampoco implique la renuncia a las consabidos tiroteos del género o la clásica trifulca con indios-, el multioficio Harris (la dirige, actúa, produce y escribe a partir de la novela de Robert B. Parker) se toma el tiempo que desea a fin de escarbar entre planos, gestos y medias palabras la ambigüedad moral de los personajes, su sentido de la ética, el valor, la fraternidad. Mortenssen lo aprovecha para, sin mucho uso de su lengua, meterse el filme en un puño tras morderse par de veces el bigote; y la insoportable Zellweger para reconfirmar que lo suyo es la comedia corte Bridget Jones y que a partir de sus mohínes o pedante ñoñería nada hace en piezas semejantes.
Dentro de esta puesta en escena clásica hay estilo, fuerza dramática, diálogos icónicos (verbigracia: al rechazar Cole el trago que le invita a tomarse Randall, el villano dice: “Es difícil hacerse amigo de un hombre que no bebe”, a lo cual replica el justiciero: “Difícil sí, pero no imposible”) solvencia narrativa, personajes que recuerdan a Budd Boetticher, composiciones imborrables, una regia fotografía de Dean Semler y sobre todo gran cariño por el inmarcesible género. Pero también frialdad, acaso demasiada. El para mí sagrado en el orden actoral Harris, en tanto realizador a ratos creyera olvidarse del género y estar en el set de la anterior Pollock, su biopic del caprichoso pintor. De modo que el exceso de parsimonia le cobra factura a un ritmo resentido, el cual restará calidez e incluso empatía comunicacional a un largometraje que en tal sentido solo es comparable a las, empero, en otros aspectos harto diferentes El asesinato de Jesse James…, y Wyatt Earp (Lawrence Kasdan, 1994). Sin ello, y sin la Zellweeger, pudo ser otro de esos exponentes memorables filmados mucho después de los años cuando Arthur Miller habló de un “último western”.
No erraba Eric Rohmer al asegurar, 58 años ha en Cahiers du cinema, que “los mejores oestes son, al fin y al cabo, los que llevan la firma de un gran hombre”. O de dos. Le subieron el listón a Harris los hermanos Coen, Valor de ley mediante, según la novela True Grit, de Charles Portis: ya versionada por Henry Hathaway en 1969, al servicio de John Wayne. Joel y Ethan inauguraron el Festival de Berlín 2011 merced a dicho filme rodado un año antes, integrante junto al drama independiente Winter´s Bone de lo más sobresaliente entre las nominaciones del Oscar; si bien ni uno ni otro consiguieron nada en los deshonestos lauros. Sin pretender descarriarse de eso identificado por Noel Burch como el Modo de Representación Institucional (en cristiano, clasicismo narrativo), del cual ni siquiera uno de los principales materiales estadounidenses de este cine se desmarcó en cuanto va de siglo, Valor de ley es algo parecido a una vieja gran película. Dicho sin ambages, a nadie podría demostrársele que mucho nuevo entrega a la pantalla en términos de puesta en escena o discurso, a alturas tales. No obstante, este western sin indios, ni asaltos a diligencias o ferrocarriles, ni final feliz deviene opus imperdible del decenio dentro de la parcela pura de su franja genérica.
Y lo es, entre otras razones, nuestra suerte de bildungsroman coeniano, a causa de la intensidad emotiva alcanzada en la construcción del relato en el punto-pivote de la odisea particular de Mattie Ross (la debutante Hailee Steinfeld, diáfanamente rotunda), esa osada y encantadora niña quien, más que buscar, se ve sin disyuntivas en el trance de echar a un lado cualquier resto lógico de la inocencia de los catorce años y emprender un trayecto apurado hacia la adultez conductual, moral y sentimental que le garantice su objetivo cimero de vengar al padre asesinado. La pequeña echa a su sartén, a base de inteligencia emocional, a los resortes humanos necesarios para su tarea indubitable de finalidad punitivo-redentora. El primero de ellos, de verdaderas agallas (las “true grit” del título original) y en faena sin lugar para cobardes: el marshall Rooster Cogburn (Jeff Bridges engolosinado con su alguacil tuerto de voz gorgórea). El segundo, también con incidencia de cara a la solución del conflicto: el Texas Ranger LaBoeuf (un Matt Damon menos él que otras veces, lo cual aquí deviene cumplido).
Marca de fábrica hogareña, los Coen narran a pista abierta y proponen personajes rotundos para poblar su historia de pérdidas, dolores, castigos y solo pasajeras liberaciones de penas. Le fabrican su carne dramática con dureza, caricatura e ironía. Arman escenas antológicas: la del regateo de Mattie con el viejo vendedor de caballos es caviar cinematográfico, donde luce imposible evitar la sonrisa cómplice con las mañas del fraternal binomio de Minneapolis y su trabajo con los actores. Empero, no habrá ningún matiz lúdrico al cierre. Cogburn languidecerá hasta su fin, borracho y gordo, en barraca ferial de mala muerte. Y la luchadora Mattie perderá la luminosa energía de sus ojos, manca, adusta y solitaria. Hacía largos años que el desenlace de un oeste no lograba entristecerme así. Y a la vez conmover.
¿Para eso habrá estado ahí de productor ejecutivo el creador de E.T? Remueve la entraña cinéfila el largometraje todo, apreciar a estas vívidas criaturas desplazarse entre los espacios del elocuente universo visual configurado por un director de fotografía tan conocedor de las estrategias de los realizadores casi como ellos mismos: el británico Roger Deakins. Valor… es un sensible e irremisiblemente nostálgico homenaje de los Coen a un género que a ojos vista aman, pero que a la larga intuyen tan del ayer como las comedias musicales de Ginger Rogers y Fred Astaire. Si Pixar saldó su deuda con la gente del estudio y una generación completa a través de Toy Story 3, Valor…era algo que ellos igual debían hacer, a bien espiritual suyo, creo.
Y es, también, la obra, cual subrayara el crítico chileno Antonio Martínez en Wikén (11 de febrero de 2011) “una película cinéfila, en el mejor de los sentidos, porque roza con cautela y sin aspavientos los monumentos enterrados del cine y da con ellos casi por casualidad. En el encuentro con el cazador y trampero, aparece el Oso Adams de El juez del patíbulo (1972), de John Huston, porque es el humor y la extravagancia en el Oeste, en esos territorios aislados donde pasaba cualquier cosa antes de que llegara la civilización. En la carrera desesperada de Cogburn con Mattie en brazos, primero a caballo y luego paso a paso, están los paisajes y el firmamento de un cuento encantado: es La noche del cazador (1955), de Charles Laughton. Y la mujer que retorna en tren a un pueblo antiguo, a un lugar que la marcó para siempre y nunca la dejó en paz, remite al viaje de Un tiro en la noche (1962), de John Ford. Está construida con delicadeza, parquedad y dulzura (…), huye del gigantismo del western y se esconde entre las piedras, para buscar entre el olvido y el polvo una historia que se desvanece delante de los ojos”.
A Aballay, el hombre sin miedo (Fernando Spiner, 2010), presentada en la última cita de Mar del Plata, en fecha reciente la comentamos en La viña de los Lumière. Por su lado, el español Mateo Gil contribuyó al género mediante su Blackthorn, un western crepuscular sobre la leyenda Butch Cassidy, con Sam Shepard, Eduardo Noriega y Stephen Rea. Esporádicas, como siempre a lo largo del período de sobrevida del género, fuera o dentro de EUA, habitarán las pantallas nuevas creaciones. Nadie lo dude. Los vaqueros del Far West rehúsan enfundar sus pistolas -quizá más, tras el extraordinario éxito comercial de Valor de ley-, aunque la pólvora de sus disparos porte aroma inconfundible a pasado.

Julio Martínez Molina

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