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viernes, marzo 15, 2019
La ecología de Marx
Prólogo de John Bellamy Foster de su libro La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza
Nota de edición. Tal día como hoy [14 de marzo] en 1883 moría Karl Marx. En numerosos momentos de su obra dio muestras de una aguda conciencia ecológica. La visión que Marx forjó del mundo era profunda y sistemáticamente ecológica: una perspectiva derivada de su materialismo.
Prólogo
El título que originalmente di a este libro, cuando comencé a escribirlo, era Marx y la Ecología. En algún lugar del camino, cambió y pasó a ser La Ecología de Marx. Este cambio de título tiene su origen en un cambio radical que ha experimentado mi pensamiento sobre Marx (y sobre la ecología) en el curso de estos últimos años, cambio en el que desempeñaron un papel numerosas personas.
Se ha caracterizado muchas veces a Karl Marx como pensador antiecológico. Pero yo he estado siempre demasiado familiarizado con su obra como para tomar en serio esa crítica. En numerosos momentos de su obra, como yo sabía, dio muestras de una profunda conciencia ecológica. Pero, cuando escribí The Vulnerable Planet: A Short Economic History of the Environment (1994) todavía creía que las cosas que Marx alumbrara en relación con la ecología eran un tanto secundarias en su pensamiento; que no aportaban nada nuevo ni esencial a nuestro actual conocimiento de la ecología en cuanto tal, y que la importancia de sus ideas para el desarrollo de ésta residía en el hecho de que proporcionaba el análisis histórico materialista que la ecología, con sus nociones por lo general ahistóricas y malthusianas, necesitaba desesperadamente.
Que fuera posible interpretar a Marx de un modo diferente, de un modo que otorgara a la ecología una posición central en su pensamiento, era algo de lo que yo sin duda era consciente, ya que se suscitaba a diario en la década de 1980 por parte de mi amiga Ira Shapiro, que se había expatriado de Nueva York y se había convertido en agricultora, carpintera y filósofa de la clase trabajadora, a la vez que asistía como alumna a mis clases. En contra de todas las convenciones de la interpretación de Marx, Ira me decía: “mira esto”, señalándome pasajes en los que Marx se ocupaba de los problemas de la agricultura y de la circulación de los nutrientes del suelo. Yo la escuchaba atentamente, pero no apreciaba todavía toda la importancia de lo que me estaba diciendo (algo que sin duda, a diferencia de lo que le ocurría a Ira, me impedía el hecho de que yo carecía de toda experiencia real en el trabajo de la tierra). Por aquellos mismos años, mi amigo Charles Hunt, activista radical, sociólogo, profesor a tiempo parcial, y apicultor profesional, me dijo que debería familiarizarme más con la Dialéctica de la naturaleza de Engels, debido a su visión científica y naturalista. Nuevamente yo escuchaba, pero tenía mis dudas. ¿No había fallado la “dialéctica de la naturaleza” desde el comienzo?
El camino hacia el materialismo ecológico estaba bloqueado por el marxismo que yo había aprendido durante años. Mi base filosófica habían sido Hegel y la rebelión del marxismo hegeliano contra el marxismo positivista, rebelión que se inició en la década de 1920 con las obras de Lukács, Korsch y Gramsci, y que había llevado a la Escuela de Fráncfort y a la Nueva Izquierda (como parte de la rebelión más amplia contra el positivismo que dominó la vida intelectual europea desde 1890 hasta 1930 y más allá). Se hacía hincapié en el materialismo práctico de Marx, que tenía sus raíces en el concepto de praxis, que en mi propio pensamiento venía a combinarse con la economía política de la tradición de la Monthly Review en los Estados Unidos, y con las teorías históricas de E. P. Thompson y Raymond Williams en Gran Bretaña. En una síntesis como esta quedaba sin embargo poco lugar para un enfoque marxista de temas relacionados con la naturaleza y con las ciencias físico-naturales.
Es cierto que pensadores como Thompson y Williams en Gran Bretaña, y Sweezy, Baran, Magdoff y Braverman, asociados en EEUU con la Monthly Review, insistían todos en la importancia de relacionar el marxismo con el reino físico-natural en general, y cada uno de ellos contribuía a su manera al pensamiento ecológico. Pero el legado teórico de Lukács y Gramsci, que yo había interiorizado, negaba la posibilidad de aplicar los modos del pensamiento dialéctico a la naturaleza, con lo que esencialmente cedían todo este campo al positivismo. Por entonces apenas conocía yo una tradición alternativa, más dialéctica, que se daba dentro de las ciencias biológicas contemporáneas, asociadas en nuestros días con la obra de pensadores tan importantes como Richard Lewontin, Richard Levins y Stephen Jay Gould. (Cuando por fin cobré conciencia de esto, fue debido a Monthly Review, que hacía tiempo que trataba de vincular de nuevo el marxismo en general con las ciencias naturales y físicas). Tampoco estaba familiarizado todavía con el realismo crítico de Roy Bhaskar.
Para empeorar aún más las cosas, como la mayoría de los marxistas (con la excepción de los dedicados a las ciencias biológicas, don de esta historia se había conservado en parte), yo desconocía por completo la historia real del materialismo. Mi materialismo era, por entero, de una índole práctica, político-económica, informado filosóficamente por el idealismo hegeliano y la rebelión materialista de Feuerbach contra Hegel. Pero ignoraba la historia general del materialismo dentro de la filosofía y de la ciencia. A este respecto, la propia tradición marxista, tal como se había transmitido, ofrecía una ayuda relativamente escasa, puesto que no se había entendido adecuadamente la base sobre la que Marx había roto con el materialismo mecanicista a la vez que seguía siendo materialista.
Resulta imposible explicar (excepto quizá señalando el argumento que sigue) las etapas de cómo finalmente llegué a la conclusión de que la visión que Marx forjó del mundo era profunda y quizá sistemáticamente ecológica (en todos los sentidos positivos en que hoy se utiliza el término), y de que esta perspectiva ecológica se derivaba de su materialismo. Si hubo un único punto de decisivo cambio en mi modo de pensar, tuvo su comienzo poco después de que publicara The Vulnerable Planet, cuando mi amigo John Mage, jurista radical, erudito clásico y colega de la Monthly Review, dijo que yo había cometido un error en mi libro y en un artículo posterior, al adoptar la visión verde romántica según la cual las tendencias antiecológicas del capitalismo se remontaban en gran parte a la revolución científica del siglo XVII y, en particular, a la obra de Francis Bacon. John suscitó la cuestión de la relación de Marx con Bacon, y del significado histórico de la idea de “dominio de la naturaleza” que surgió en dicho siglo. Me fui dando cuenta gradualmente de que todo el tema de la ciencia y de la ecología tenía que ser reconsiderado desde el principio. He aquí algunas de las preguntas que me preocupaban: ¿Por qué la teoría verde solía presentar a Bacon como el enemigo? ¿Por qué se ignoraba tantas veces a Darwin en las discusiones de la ecología decimonónica (más allá de limitarse a atribuirle las concepciones del darwinismo social y el malthusianismo)? ¿Qué relación tenía Marx con todo esto?
En el curso de este proceso no tardé en llegar a la conclusión de que los intentos hechos por los “ecosocialistas” de injertar teoría verde en Marx o de introducir a Marx en la teoría verde nunca generarían la síntesis orgánica que se hace necesaria. A este respecto me impresionaron las famosas palabras de Bacon: “En vano buscaremos el avance del conocimiento científico como proveniente de sobreañadir o implantar cosas nuevas en las viejas. Ha de partirse de un nuevo comienzo (instauratio), empezando por los fundamentos mismos, a menos que queramos girar eternamente en círculo y hacer progresos nimios, casi despreciables” (Novum Organum). El problema pasaba a consistir en volver a los fundamentos del materialismo, donde cada vez más parecían residir las respuestas, en reexaminar desde el principio nuestra teoría social y su relación con la ecología, es decir, dialécticamente, ateniéndonos a su surgimiento.
Lo que descubrí, para gran sorpresa mía, fue una historia que tenía en cierto modo el carácter de historia literaria de detectives, en la que varias pistas conducían por separado a una misma y sorprendente fuente. En este caso, el materialismo de Bacon y el de Marx, e incluso el de Darwin (aunque de manera menos directa) se remontaban a un común punto de origen: la filosofía materialista antigua de Epicuro. El papel que desempeñó Epicuro como gran esclarecedor de la Antigüedad —una visión de su obra que han compartido pensadores tan distintos como Bacon, Kant, Hegel y Marx— me proporcionó por vez primera una imagen coherente del surgimiento de la ecología materialista en el contexto de un forcejeo dialéctico en torno a la definición del mundo.
En una línea de investigación estrechamente relacionada con esto descubrí que la investigación sistemática que llevó a cabo Marx del gran químico agrícola alemán Justus von Liebig, iniciada a partir de su crítica del malthusianismo, fue lo que le condujo al concepto central de la “fractura metabólica” que se produce en la relación humana con la naturaleza: el análisis que hizo en su madurez de la alienación respecto a la naturaleza. Pero, para entender esto plenamente, se hacía necesario reconstruir el debate histórico en torno a la degradación del suelo que surgió a mediados del siglo XIX, en el contexto de la “segunda revolución agrícola” y que se ha prolongado hasta nuestros días. En él está la aportación más directa que Marx hiciera a la discusión ecológica (véase el Capítulo Cinco). Estoy sumamente agradecido a Liz Allsopp y a sus colegas de la IACR-Rothamsted, de Hertfordshire, por facilitarme la traducción que Lady Gilbert hizo de la “Introducción” de Liebig, existente en los archivos de Rothamsted.
En la realización de esta investigación pude beneficiarme de la colaboración con Fred Magdoff y Fred Buttel en la coedición de un número especial de Monthly Review, correspondiente a los meses de Julio y Agosto de 1998 y que lleva por título Hungry for Profit, posteriormente ampliado y publicado en forma de libro. También me sirvió de ayuda el apoyo de mi coeditor de la revista Organization & Environment, John Jermier. Parte de este trabajo ha aparecido previamente en el número de Organization & Environment correspondiente a Septiembre de 1997, y en el número de Septiembre de 1999 de American Journal of Sociology.
Dada la complejidad de la historia intelectual que el presente libro se propone desenmarañar, y sus incursiones en áreas aparentemente tan distantes entre sí como la filosofía antigua y la moderna, era evidente que necesitaba a un interlocutor de extraordinarias dotes. Ese papel lo desempeñó plenamente John Mage, cuyo enfoque clásico del conocimiento, y cuyos inmensos conocimientos históricos y teóricos, van unidos a su gran capacidad dialéctica, propia de un buen abogado. No hay una sola línea en este libro que no haya sido objeto de las perspicaces preguntas de John. Gran parte de lo mejor que contiene se lo debo a él, mientras que los defectos que puedan haber quedado en la obra son necesariamente, incluso tercamente, míos.
El magistral libro de Paul Barkett Marx and Nature: A Red and Green Perspective [Marx y la naturaleza: una perspectiva verde y roja] (1990) no sólo forma parte del fondo que ha servido de apoyatura a mi escritura, sino que es también un esencial complemento del análisis que aquí hago. Si a veces he renunciado a desarrollar plenamente los aspectos políticos y económicos de la ecología marxiana, ello se debe a que la existencia de este libro lo hace innecesario y redundante. Los años de estimulante diálogo con Paul han contribuido mucho a afinar el análisis que sigue.
Con Paul Sweezy, Harry Magdoff y Ellen Meiksins Wood, los tres directores de Monthly Review, estoy en deuda por su estímulo y por la fuerza que me aporta su ejemplo. La dedicación de Paul al análisis medioambiental ha sido un importante factor que me ha impulsado a seguir esta dirección. Christopher Phelps, quien, en su calidad de director de la Editorial de Monthly Review Press, ha tenido que ver con el libro desde el comienzo, me ha ayudado en numerosas ocasiones de una manera importante.
No hace falta decir que el amor y la amistad son esenciales para todo cuanto es verdaderamente creativo. Quisiera expresar aquí mi agradecimiento a Laura Tamkin, con quien comparto mis sueños, y a Saul e Ida Foster, así como a Bill Foster y Bob McChesney. A Saul e Ida, y a toda su joven generación, dedico esta obra.
John Bellamy Foster
El viejo topo
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